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sábado, 11 de enero de 2014

UN HOMBRE BUENO.

SANTANILLA.-
Semblanza escrita con motivo de su fallecimiento.

Para Joaqui Muñoz

Si dijera que su nombre es Alfonso Muñoz Nieto-Márquez, lo conocerían sólo sus deudos. Si digo que era conocido como Santanilla, todo el pueblo, en particular los que practican el noble y milenario arte de la Agricultura, sabrán a quién me estoy refiriendo.

Fue Alfonso guarda rural, cuando apenas quedaban guardas en el campo, y fue su caballo de tracción por cadena, su inseparable medio de locomoción para transitar por los malos caminos del término. Pero yo creo que, esencialmente, Alfonso fue un hombre del campo, un campesino al uso, de los que araron con yunta y mulleron las cepas a base de azaón ; de los que regaron su pequeña huerta con noria de mula y sembraron sus piojares con espuerta; de los que trabajaron la tierra con amor, cuando trabajar la tierra era un trabajo duro y abnegado.
Maestro en las labores de poda y estallico; experto en entoldar el gavillero con las gavillas de la última poda; en cargar carros de paja con redor; en hacinar las parvas y ablentar con la pala cuando el aire era propicio. Alfonso, como tantos de nuestros progenitores, mamó de la tierra su saber, y fue el calostro de tal madre el que le dio esa enjundia de hombre razonador y consecuente; de concienzudo labrador manchego.

Tiene Alfonso, tenía, una pequeña huerta en el camino de Daimiel, justo en el pico que este hace con el carril llamado de los Moledores que lleva hacia la Casa de la Serna y los Frailes; con una casa de labor cuidada con un esmero que más se diría ilusión. Ni un desconchón en sus paredes de cal y piedra; ni una teja fuera de su lugar; ni una grieta en el testero que da al sur. Siempre celoso de su cuidado, presto a repellar cuando la ocasión lo requería, a blanquear el caballete, a repintar el zócalo, a cuidar los panginos que regaba con garrafas de agua que transportaba desde el pueblo en su pequeña moto.

Probablemente penséis que son cosas comunes. Yo sé que no; que las cosas comunes no se hacen con el entusiasmo con que Alfonso hacía las que ahora comento. Son cosas del alma, nacidas allí donde se funden los conceptos de lo eterno; allí donde el pensamiento se entronca con la armonía de la existencia.

Hoy, seguramente, seguirá sembrando en su parcela celeste, como lo hacía en aquella foto con la que la Revista Siembra conmemoró su número cien. A su encuentro, saldrán todos los labradores que llegaron antes. Y lo llamarán con el apodo con el que era conocido por bien: "Santanilla". Y habrá revuelo porque ha llegado un amigo; uno más de los nuestros, aunque allí, se supone, todos serán de los nuestros.

Me vais a permitir este pequeño homenaje a un hombre anónimo. A un sembrador, este sí, que no recibió galardones en su vida, que no vio su nombre grabado en la piedra de la efímera gloria. Porque Alfonso es de los míos; de todos los míos que hoy son ausencia; que dieron su sudor generoso de una forma también anónima; como  anónima es la gota de lluvia que después hace mar; o la espiga que después hace cosecha.

Has llegado a la paz. Descansa en ella.