Es una estampa insólita . Estraña y ambigua al mismo tiempo. A lo lejos, ahora, no se recorta su silueta majestuosa; Una especie de vestido de tul, deja entrever sus esbeltas formas y uno se imagina que quizás aquello es la torre. Un equipo de acróbatas, hace ejercicios pintorescos mientras los desocupados adolecen sus vértebras contempalndo la escena. Un funámbulo, colgado de la veleta hace dudar al viento de su verdadera dirección mientras las palomas, sorprendidas, se han echado al campo y acaban con los últimos guisantes que la falta de lluvia no ha dejado germinar. Un cartel, en la verja de la iglesia reza : JUNTA DE COMUNIDADES DE CASTILLA LA MANCHA - PATRIMONIO- . Es la luz verde del inicio de una obra largamente acariciada.
La torre, nuestra torre, ha enmascarado su silueta como si quisiera hacerse partícipe de este carnaval adocenado en el que no ha quedado lugar para la impronta y las cigüeñas han sobrevolado aquél fantasmagórico gigante inseguras y asustadas y al fin, se han alejado por si acaso. La torre , tan esbelta, tan nuestra ya por vida y referencias se ha perdido en la noche sumiendo a nuestro pueblo en abandono. El faro de este mar de sequedades ya no alumbra señero a quienes por nostalgia o por necesidad se quisieran salir de la autovía. Hemos perdido el eje en torno al cual se cruzan los caminos desde tiempos remotos cuando eran las cañadas el obligado acceso a nuestro pueblo .
Pero hoy, por fortuna , no es nada irreparable. Dentro de algunos días nuestra torre volverá a resurgir de sus cenizas, si cabe más esbelta pues ya nuestro cerebro habrá desdibujado su silueta . Dentro de algunos días, volverá a recortarse en el paisaje de esta inmensa llanura el perfil nazareno de su porte y Manzanares, volverá a recobrar su identidad entre un tañido alegre de campanas. Esta restauración , justificada, hará que nuestra torre siga siendo ese símbolo que a todos nos hermana, que a todos nos ayunta en esa conjunción de pertenencias. Porque la torre es nuestra y en nuestro corazón algo se agita si después de una ausencia la vemos nuevamente; así fue para mí, cuando en la mía , recordaba las cosas más queridas. A la torre le he dicho lo que siento en versos de nostalgia :"Campanario de mi pueblo / veleta que al viento gira / y al besarse con el cielo / llena de emoción suspira"; o aquélla sensación que hasta mis ojos llegó en forma de llanto : " Al volante del coche , ilusionado , / que aceleras, pues has visto la torre / no es solo el automóvil el que corre / que tu alma hace ya tiempo que ha llegado ".
Si alguna vez la historia , por algún necio error se repitiera, recordad que la torre es intocable; que no hay nadie con más merecimientos para seguir erguida ; que, a su sombra, nos hemos hecho grandes tantas generaciones que es casi maternal el sentimiento que debe producirnos.
El tiempo, nuestro tiempo , es ese instante mágico que el ojo ve y el corazón retiene.
Entradas populares
-
Retrato en sepia.- 1 Aprendices de navajero en una fábrica de Albacete. Ni siquiera la blusa -uniforme del gremio- po...
-
Pedro tendría ocho años, nueve a lo sumo, aunque sus ojos parecieran los de un hombre de sesenta. Era menudo, renegrido, fibroso. Visto d...
-
SANTANILLA .- Semblanza escrita con motivo de su fallecimiento. Para Joaqui Muñoz Si dijera que su nombre es Alfonso Muñoz Ni...
miércoles, 27 de agosto de 2014
viernes, 22 de agosto de 2014
HISTORIA DE UN HOMBRE.
Lo conocía el sol, y el lucero del alba, y la perdiz, que al
traqueteo del carro, cruzaba el camino con su caterva de polluelos estirados y
ligeros. Lo conocía la lagartija que se asomaba entre las piedras del majano
cuando el sol comenzaba a calentar. Lo conocían los carreros con los que se
cruzaba y a los que saludaba cordial y campechano. Lo conocía el mastín del
vetusto aprisco. Y el pastor, y la madre tierra, que se esponjaba al paso de
sus firmes pisadas.
Al amanecer del lunes, aparejaba a su yunta de mulas:
Estrella y Colorá, no hay que ser más explícitos para saber por qué las llamaba
así. Era pura genética. A una la metía en varas y a la otra, si la carga era
pequeña la ataba atrás, a la sopuente
del carro.
No se olvida nada, pensaba dando un repaso mental a los
enseres y alimentos que deberían durar toda la semana, mientras el viejo
perrillo, de nombre Chaleco, aguardaba con las orejas estiradas la voz de
¡arre! . Era un ritual aunque la costumbre hacia el hecho cotidiano, ir
repasando todos los aspectos de la marcha. Los preparativos, como untar las
ruedas del caro, o lustrar con betún los arreos, o asegurarse de que los rayos
de la rueda estuvieran bien encajados se quedaba resuelto el domingo por la
tarde, que no era cosa de empezar perdiendo tiempo en un día de trabajo.
Así que, vestido como requería la ocasión: “vas hecho un pincel”,
le decía su mujer, y ufano de sentirse
pletórico, dirigía la pequeña comitiva que enfilaba las empedradas calles del
pueblo para llegar al tortuoso camino que se iniciaba una vez cruzadas las vías
del tren. Si la ocasión era propicia –era tímido ante la gente-, entonaba una
de esas canciones que tanto le gustaban y a las que daba un aire de fandango que podría haber hecho las delicias de cualquier
oyente: “toda la semana arando / con arao de vertedera / y no he podío llegar/
a tu ventana morena. ¡Arre! decía sin transición porque parecía que la mula se embelesaba con
el canto.
Lo de la vestimenta era otro ritual que ni los toreros. Y
aunque no se encomendaba a virgen alguna ni tenía ayuda de cámara, se acicalaba
con parsimonia y meticulosidad, porque una arruga en el peal o una camiseta
demasiado ajustada podían hacerle polvo la semana. Así que menudeaba en esos
pormenores hasta sentirse cómodo. No necesitaba un espejo –no lo tenía- para
saber que todo había quedado en su justo lugar: los peales, bien liados a los
pies, metidos en las albarcas (lo de abarcas le parecía demasiado rebuscado) y
recogiendo el negro pantalón de pana, al que el sol y las lavadas habían hecho
pardear. Luego lo sujetaba con una especie de tobillera de cuero que daba vuelta a la pierna y que abarcaba desde el
empeine hasta la finalización del tobillo fijándolos con unas hebillas. Ni que decir
tiene que el práctico artilugio, así como las abarcas, eran de fabricación
propia, cosa de la que se sentía orgulloso. Así que ya tenemos al labrador vestido de labrador: boina
encasquetada para que el aire no jugara malas pasadas mientras se iba arando en
dirección contraria, chaleco y pantalón de pana, camisa de vichy de algodón con
un dibujo a rayas que nuca variaba, cuello de tirilla, amplias mangas que si el
tiempo lo permitía arremangaba por encima del codo. Y como cinturón, uno trenzado
de cordetas si el tiempo daba para ello, si no, una simple cordeta hacía las
veces de un cinturón de diseño de esos que ahora son tan dados en sacar los
actuales diseñadores.
El recorrido hasta la quintería se hacía pesado y monótono. No era cómodo que digamos ir sentado en la
vara del carro , que, aunque estrecho, era el sitio ideal para subir y bajar
sobre la marcha cuando era necesario, ni aguantar sobre las posaderas el
constante traqueteo que los baches del camino
producían en su rodar. Casi todo el trayecto lo hacía a pie, a fin de
cuentas sólo había ocho kilómetros hasta llegar al corte y, como hemos dicho,
se sentía pletórico.
Llegado a la humilde casa que serviría de morada durante la
semana era el momento de poner cada cosa en su lugar: Los siete panes blancos
en la orza de barro que a duras penas aguantaría hasta el sábado sin endurecerlos
demasiado; el tocino salado, algún chorizo y un puñado de carne para guisar, en
la fresquera, otro de esos inventos que se colgaban de una viga y que hacía una
doble función: la de proteger el condumio de roedores u otros animales, y de mantenerlo todo lo fresco que aquél
recipiente permitía. La sal, el azúcar, los ajos, el aceite, la harina de almorta y todo aquello que no era
propenso a ponerse malo iba a para a los vasares, a los que para dar cierto
empaque , la mujer había protegido con unos trozos de tela de cuadritos azules.
El vino era mejor dejarlo suspendido en el brocal de la noria pues su trago
fresquito, era lo más apetecible en una comida después de largas horas de ir
tras la yunta.
Mientras la mulas descansaban y se reponían con un pienso,
llegaba el momento de terminar con otros menesteres, que si no precisos, sí
eran necesarios: llenar la cuba del agua, mullir la saca de paja, preparar el
fuego, hacer el almuerzo -casi siempre unas gachas que entonaban y daban un
inusitado vigor-, cambiar la torcía del candil, llenar el abrevadero de las
mulas, airear la pajera. Todo esto hecho con movimientos seguros, casi
mecánicos, coordinados y rápidos, que no era cosa de que entrara la mañana sin
haber empezado a arar antes que los demás linderos; claro que ese era el
pensamiento de todos, así que era difícil ser el primero en nada…
Ya descansadas las mulas, organizado lo esencial, y
recuperadas las energías, era el momento de prepararlas para la larga faena, lo
que obligaba a extender los mantujos sobre el suelo y mullirlos para que no
provocaran mataduras al tiro los animales, posteriormente, serían acoplados al
cuello de las acémilas mediante la collera; por delante de todo esto el
horcate, utensilio de madera sobre el que se enganchaba el tiro que arrastraría
el arado y, si procedía, el hubio o yugo que emparejaba a las mulas para que el
tiro no fuera desacompasado.
Hoy vamos a salir arando desde la casa, pensaba. Y con la
vista puesta en la Mesnera, que era un lugar de referencia en la frontera
sierra, trazaba una partición que ni con
tiralíneas. Le gustaba ver cómo, tras hendir la tierra, una bandada de palomas y pájaros de
todas las especies, iban picoteando en busca de alguna lombriz o de cualquier
cosa comestible. Esa era una estampa inenarrable, que lo hacía tan feliz, que
nada le importaba el cansancio, ni la tierra que se depositaba sobre sus ojos,
su boca o su camisa. Era un momento tan mágico que ninguna otra
circunstancia podía turbar el pensamiento.
Era su vida. Una vida que transcurría en armonía con la
naturaleza. Una vida ajena a ruidos, a problemas económicos - aunque los
hubiera, pues era cuestión de comer más patatas y menos carne-, a discusiones
sobre el trabajo, a preocupaciones financieras… Era una vida simple y hermosa.
Tan hermosa que los enojos, que también los habían, se diluían en el aire a
través de iracundas expresiones, o de malintencionadas cancioncillas que
inventaba sobre la marcha, al hilo del motivo del enfado.
Nunca supo hacer otra cosa. Nunca quiso hacer otra cosa. Tuvo
oportunidades, puede que las tuviera, o no. Él decía que sí, que en la mili, un
compañero, industrial de Barcelona, le ofreció un puesto en su fábrica. O que
un pariente con cierta influencia le sugirió colocarse en RENFE. Pero algo lo
llamaba a seguir siendo labrador; algo que no era dinero, ni comodidad, ni siquiera
un buen trabajo. Era la llamada de la tierra, de las raíces, de la familia que
había dejado cuando una guerra, a la que lo llevaron con apenas diecisiete años
y a la que nunca hubiera querido ir, le permitió regresar desde uno de esos
campos de concentración en los que sobrevivió de milagro.
Y así vivió, hasta que la vida, que al final parece más
madrastra que madre, se le puso mal. Y vio cómo la enfermedad anulaba su
energía. Y comprendió que era la hora de rendir cuentas. Aunque yo, que le
conocía bien, sé que tenía pocas cuentas que rendir; que toda su vida fue un
hombre honrado y trabajador y que si hay cielo, como debería haber, iría, sin
paradas intermedias, a reunirse con los suyos para seguir labrando en paz las
besanas de la gloria. Y todo esto lo sé, porque este hombre del que os he
hablado era mi padre.
martes, 19 de agosto de 2014
MI AMIGO JUAN.
Cosas de Hombres.-
( 1 )Mi amigo Juan.-
Mi amigo Juan es un hombre decidido, enérgico, intuitivo, capaz de hacer pleita o encaje de bolillos si se lo propone. Mi amigo Juan es un hombre de campo, con recursos para salir de cualquier atolladero por difícil que este sea. Sus dotes de improvisación le permiten arreglar sobre la marcha cualquier apero de labranza que se averíe en el corte, o hacer una cura de urgencia al tractor para que le permita regresar al pueblo en caso de verdadera necesidad; lo mismo hace una instalación eléctrica que arregla una radio o levanta una casa; con el motor de un viejo frigorífico y una cámara usada se fabrica un compresor de aire o una pistola para pintar su portada. No sé, y lo digo desde una admiración rayana a la envidia, si habrá alguna cosa que se le resista. Mi amigo Juan sabe que sabe, aunque eso no le resta ningún mérito a sus muchas cualidades. Mi amigo Juan es un hombre curtido en la lucha por la supervivencia. Nada en su aspecto refleja su gran sensibilidad, pero esa impresión solo dura un instante, porque enseguida te das cuenta de que su sensibilidad es pareja a su corazón, a su entrega generosa, a su amor por los animales, por la tierra, por la viña que antes fuera de su padre y antes aún de su abuelo; a su sincera y leal amistad, de la cual me siento receptor. Mi amigo Juan siente pasión por la lectura; colecciona los premios planeta; se para en los puestos de viejo que de vez en cuando extienden su parada en la explanada del Gran Teatro y husmea entre los títulos sugerentes o los autores más representativos hasta encontrar el libro o los libros que el intuye que le van a gustar. Mi amigo Juan es, en definitiva, un hombre que hace cosas de hombre.
(2) Yo.-
Yo soy la antítesis de mi amigo Juan, quizás por eso, nuestra amistad dura ya tantos años; tantos, que sería difícil encontrar el origen de nuestra amistad. Yo soy, a pesar de mi ascendencia rural, un hombre de ciudad. Mi oficio, profesión, medio de vida, o como quiera llamárse a lo que hago, es el de comerciante. Como aficiones más representativas tengo la de la música , en la que he participado de forma activa durante bastantes años y la de la poesía, en la que aún sigo inmerso y a la que me gustaría poder dedicarle la decena de años que aún considero posible disfrutar con buenas entendederas.
Siempre he sido de constitución débil; esto, unido a mi astigmatismo /hipermetropía/ divergencia ocular, hizo que fuera rechazado para los trabajos más duros a los que sin duda estaba destinado y me entregaran a los cuidados de un comerciante del pueblo que me tomó como chico de los recados. Nunca he sido capaz de arreglar la más mínima avería, pero he tenido buena mano para el comercio. De ahí, que después de muchas peripecias y andanzas, me encuentre hoy establecido en mi ciudad natal de la que salí para abrir los ojos y a la que regresé porque no quería tenerlos tan abiertos.
Hasta aquí, las divergencias entre mi amigo Juan y yo. Tan claras como para no tener nada en común que de pie a una relación tan continuada y leal como la que mantenemos. Pero la amistad es algo que surge de manera espontánea y a poco que se la cultive, echa unas raíces tan firmes y sólidas que supera todas las diferencias que encuentra en su camino.
(3) Yaco.-
Yaco era hijo de Mafalda, una hermosa y pacífica perra bretona de largas guedejas blancas y manchas de color canela. Fue fruto de un parto múltiple -forma común de parto perruno- en una sosegada noche otoñal. A pesar de la nobleza y tranquilidad de la madre, el padre debió ser de baja estopa, por lo que el pedigrí del neófito, bajó muchos enteros; no obstante, Yaco, sacó el blanco color con manchas canela de su borrega madre, si bien su pelo nunca llegaría a formar los mismos rizos que aquella luciera con tanta coquetería. Todo ello no fue obstáculo para que su ternura e indefensión de recién nacido cautivara a mis hijas, de corta edad entonces, que durante días, y con la pesadez que caracteriza a los niños, me dieron la tabarra hasta conseguir su propósito, que no era otro, que yo me llevara el perro a casa. Se me olvidaba decirles, que la perra Mafalda, era de mi amigo Juan, quien deseoso de hacer felices a mis hijas, insistía también desde otro frente con el mismo propósito.
Ni que decir tiene que caí en sus redes y que aún sin destetar porque a la madre se le amontonaba el trabajo, Yaco comenzó a formar parte de nuestro entorno familiar.
Para qué contar lo que supuso para nuestra tranquilidad la llegada de aquel pequeño ser que emitía lastimeros gemidos llamando a su madre o recordando, quizás, la tibieza de los rosados pezones -manantial para su glotonería- y el calor de sus hermanos de camada. Yo, nada experto en la crianza de perros, vi preocupado, cómo rechazaba el recipiente de leche que pusimos en sus hocicos mientras observaba el crescendo de su inconsolable gemido. Incapaz de encontrar solución al problema llamé a mi amigo, quien en tono jocoso y experimentado me dijo: " Ya comerá". Y en efecto, comió. Y meó. Y cagó. Y fue para nosotros un suplicio tener que acostumbrarnos y acostumbrarlo a unas mínimas normas de conducta que hicieran posible mantener la jerarquía familiar, rota de repente por aquel inquieto/ juguetón/travieso/desobediente torbellino que nos había tocado en suerte.
No voy a extenderme en recuerdos que sabido es por quienes han tenido perro serían interminables. Lo cierto es que Yaco crecía a buen ritmo y pronto sus gracias pasaron a ser gamberradas insostenibles, razón por la cual le habilitamos una caseta de madera, y en una amplia terraza interior, bien resguardada del aire y de la lluvia, asentó sus reales el puñetero perro. Yo , que por razones que merecerían otra historia, también tengo campo, me vi en la obligación de sacar al nuevo inquilino todos los días para que sus necesidades de espacio y de ejercicio se vieran satisfechas y para evitar algo tan usual como desagradable en quienes tienen perros en casa: que los excrementos orlaran las calles de la ciudad con la impunidad de quienes, mirando hacia otro lado, consideran que esa es una situación a la que tienen que someterse quienes pasean dichas calles.
(4) Domingo
Era una espléndida mañana que en nada presagiaba la triste tarde que se nos avecinaba. Después de salir a comprar el periódico y las entradas para la función de teatro que tendría lugar esa misma tarde, le sugerí a mi mujer la posibilidad de irnos a comer al campo. Llamamos a algunos familiares y sobre la marcha, organizamos la estimulante excursión.
Cuando Yaco oía revuelo, sabía que había salida a la vista y comenzaba a ladrar desaforadamente porque no tenía ninguna duda de que él sería viajero de excepción. Se acomodaba en el asiento delantero , entre las piernas del abuelo Rafael y sacaba la nariz por la rendija de la ventanilla para ventear esos aromas que solo él percibía y que le ponían inquieto y deseoso de que la puerta se abriera y la cadena dejara de ser una traba en sus deseos de libertad. Esta costumbre, adquirida a lo largo de los nueve años que vivió entre nosotros, era la más gratificante que Yaco recibía durante la semana, ya que por mis ocupaciones y la peculiar manera de ser del animal, no era posible realizar esos paseos diarios que son tan del gusto de quienes -sean animales o personas- tienen limitados sus horizontes.
Aquella mañana, salió, como siempre, marcando territorio y evacuando las apretaderas del intestino para, después, olfatear por enésima vez cada piedra o mata del camino; cada señal dejada por él en anteriores salidas, cada rastro de liebre o conejo que se cruzara en su recorrido. Yo, reducía la velocidad para ir a su paso, aunque en ocasiones lo perdía de vista; pero no me preocupaba en exceso, ya que era tal la querencia del animal que siempre llegaba a la casa, aunque, a veces, transcurrieran algunas horas que posiblemente dedicara a satisfacer a alguna perra en celo, o a jugar con alguno de los perros que salían a su encuentro y que no ofrecían peligro aparente.
No muy alarmado, yo miraba hacia el lugar por donde Yaco solía venir dibujando una perfecta diagonal para acortar el trayecto - siempre me asombró esa aparente simplicidad- esperando verle aparecer en cualquier momento.
- No viene el perro , dijo mi mujer al cabo de un buen rato.
- No te preocupes , se habrá entretenido jugando. Verás como viene, le contesté.
Y en efecto, regresó. Pero su llegada, por un sitio inusual, me extrañó sobremanera.
Se fue derecho al balde de agua como siempre que llegaba sofocado. Lo llamé y acudió a mí con la cabeza gacha. Fue entonces cuando me dí cuenta de la anomalía: su cuello estaba manchado de sangre.
(5) Desenlace fatal.-
En un primer intento de exploración, no se apreciaba una herida de consideración. Le quité la correa para observarlo mejor y debí rozarle la parte herida porque me mordió la mano. Fue el suyo un bocado de aviso: -cuidado que me haces daño, pareció decirme. Y fue en ese momento cuando descubrí mi falta de autoridad sobre Yaco. Tal vez porque nunca tuve el tiempo suficiente para educarle, o porque el instinto natural del animal denotara mi falta de carácter, lo cierto es que nunca pude decir que el perro me obedeciera. Digamos que me toleraba y que como en definitiva yo era quien le daba los paseos que a él tanto le gustaban, aceptaba su dependencia hacia mí de manera resignada.
Si me extiendo en estas reflexiones, es porque son importantes para los hechos que relataré en su momento. Ahora, voy a referirme a una tarde en que estábamos en el campo con bastantes de nuestros familiares y amigos, entre los que se encontraban algunos niños. El día transcurría con normalidad; los niños jugaban y el perro correteaba a su alrededor. Ignoro si alguno de ellos pudo hacer algo que molestara a Yaco, porque de pronto oí gritos y furiosos ladridos. Por suerte, llegamos a tiempo de evitar lo que hubiera sido una trágica circunstancia en aquel apacible día. Muy enfadado con la conducta inusual de Yaco y disgustado por las lamentaciones de los allí presentes, quise demostrar mi autoridad dando un merecido castigo a tan violento proceder. Le regañé airadamente dándole unos supongo que ligeros cachetes que no tuvieron el efecto deseado, pues volvió su furia sobre mí. Suerte que mi amigo Juan estaba también con nosotros y que, como dije al principio, su carácter es decidido. Sujetó al perro de la cadena y le estuvo propinando golpes en la cara hasta que éste sangró por la nariz. El perro ni rechistó, y yo sentí que nunca sería capaz de actuar de esa forma para imponer mi autoridad.
Así las cosas, yo sabía que en el insospechado cerebro de aquel bruto, existían unos límites para la tolerancia y que cuando él quisiera impondría sobre mí su animalidad.
Transcurrió el tiempo sin que sucediera nada que demostrara mi teoría salvo en una ocasión en la que no aceptó el baño al que le sometíamos regularmente, y para confirmar que mi razonamiento no estaba del todo desencaminada, me mordió la mano. Eran sus mordidas templadas, sin apretar en exceso, como de advertencia: -Cuidado no te pases - parecía decir-, ya sabes quien manda.
Pero volvamos al día de autos y sigamos con el relato en el punto justo en el que yo intentaba hacer algo por aliviar el dolor del pobre animal que, instintivamente, buscó el refugio del coche como único lugar donde sentirse seguro. Nuevamente insistí en mi deseo de saber hasta donde llegaba el daño y con una garrafa de plástico traté de lavar la herida haciendo chorro sobre la parte manchada de sangre; y nuevamente, Yaco intentó morder lo que para él era una molestia añadida.
No quiso comer, siendo un voraz comilón, y siguió en su refugio taciturno y receloso.
Con no poca precaución conseguí volver a ponerle la correa y regresamos a la ciudad. Como era de esperar, la querencia de su casa facilitó la labor de llegada -que yo en mi fuero interno temía- y si no fuera porque se plantó en la escalera como petrificado para evacuar una larguísima meada, todo hubiera sucedido con normalidad. Una vez en su caseta, se metió en el rincón más recóndito de su cerebro, al cual nunca volví a tener acceso.
A la mañana siguiente volví a las andadas tratando de acercarme con palabras suaves y cariñosas hasta la parcela de sus cavilaciones, pero el animal seguía ausente de toda intención social. A media mañana salió de manera lastimosa a beber agua y pude comprobar la tremenda hinchazón de su cuello que denotaba, por fin, que la herida era de consideración.
Localizar al veterinario fue una ardua tarea que no sirvió para mucho, pues el buen señor no hacía visitas a domicilio y su recomendación fue que me llevara unas pastillas analgésicas -que tenía de propaganda´y por las que me cobró mil pesetas- y tratara de dárselas mezcladas en la comida o en el agua, cosa que no pude lograr porque el perro no volvió a hacer intención de comer.
Incapaz de solucionar el problema, vi cómo transcurría un nuevo día sin que los acontecimientos tomaran otro giro. Si noté, sin embargo, que el perro recelaba cada vez más en mis intentos de acercamiento. Su cara no era de tristeza, era de seriedad, de desconfianza; el tercero de sus bocados fue más incisivo; sentí su fuerza en mi dedo y el miedo ante una reacción rabiosa se apoderó de mí, cosa que, estoy seguro, el perro notó de inmediato.
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Se cernían sobre mí siniestras imaginaciones que, desgraciadamente, tenían todos los visos de ser reales. Y tomé una decisión que, en caso de que no cambiaran los acontecimientos, llevaría a la práctica a la mañana siguiente.
Nada más levantarme, salí a ver si se había producido algún cambio en el estado general de Yaco. Todo parecía seguir igual. Estaba en su rincón, en posición supongo que fetal y sin ningún interés por mis reiteradas palabras de aliento. El recipiente de la comida, que le habíamos dejado por si decidía comer, seguía intacto. Le acerqué una croqueta hasta la boca animándole: -Vamos yaco. Come. La lamió levemente y no intentó nada más. Definitivamente, su abatimiento era difícil de superar. Pero curiosamente, o quizás lógicamente, su recelo seguía en aumento y a uno de mis movimientos que debió parecerle extraño, respondió incorporándose vivamente y enseñándome los dientes, cosa que hasta este momento no recuerdo que hubiera hecho antes.
En el transcurso de la mañana volví a interesarme por su evolución y vi con sorpresa que estaba tendido en uno de los rincones que normalmente utilizaba en según que hora del día, ya que siendo la terraza todo su territorio había descubierto los lugares más acogedores para protegerse del sol, del frío o del calor, dependiendo de las circunstancias. Incorporó la cabeza que tenía apoyada sobre sus estiradas patas delanteras y me miró con seriedad. De su belfo caía una hebra de baba y sus ojos estaban lechosos. Cuando intenté el ademán de acercarme a él, se incorporó débilmente y se refugió en su caseta. En las dos ocasiones que volví a intentar acercarme, salió presto de su refugio enseñándome los dientes en un gesto inequívoco de defensa. Definitivamente, Yaco había decidido que yo era su enemigo.
Eran muchas las razones para actuar con prontitud. Me lancé en busca de un nuevo veterinario que pudiera ayudarme a resolver el problema. No lo pude localizar por lo que dejé el recado en el contestador telefónico temiéndome alguna evasiva; por fortuna no tardó en contestar a mi llamada. Poco después decidíamos que lo mejor para todos era el sacrificio de Yaco.
Las horas que pasaron hasta que se produjo el hecho, fueron de verdadera tortura moral. Nunca hubiera pensado tomar una decisión parecida. Hubiera preferido mil veces su muerte en la pelea que a buen seguro se produjo aquella mañana fatídica, que tener que decretar su sacrificio.
A esta situación se sumó el hecho de tener que actuar de forma aparatosa, pues siendo imposible, al menos para mí, conseguir reducirlo para ponerle la inyección letal, tuvimos que recurrir a la pareja de la policía local, quienes desde una ventana dispararon un dardo narcótico que le durmió rápidamente.
(6) Problemas de conciencia.
Nunca pensé sentir la muerte de un animal como si la de un familiar se tratase. El hecho de su abatimiento y la trágica manera de dar fin a su existencia, han supuesto días de verdadero sufrimiento. Algo en mí se rompió cuando Yaco yacía en el suelo definitivamente muerto y las lágrimas inundaron mis ojos de manera espontánea.
Si yo hubiera sido decidido como mi amigo Juan, o hubiera tenido sus recursos para salir de las situaciones difíciles, o su capacidad para hacer frente a mi miedo, posiblemente Yaco, hubiera permitido su curación y esta historia habría tenido un final distinto.
Si Yaco hubiera tenido un hermano de camada que le lamiera la heridas, no se habría encerrado en su dolor, aislándose por completo del entorno que le fue habitual durante tantos años.
Pero yo soy esencialmente miedoso y nunca tendré el temple necesario para imponerme a mis instintos, y Yaco no tuvo cerca un hermano de raza que pudiera aliviar su sufrimiento.
Si hubiera podido actuar de otra manera...
Pero como dice mi amigo Juan: -Actúes como actúes, siempre podrías haberlo hecho de otra modo.
Que a pesar de la incertidumbre, es un consuelo.
( 1 )Mi amigo Juan.-
Mi amigo Juan es un hombre decidido, enérgico, intuitivo, capaz de hacer pleita o encaje de bolillos si se lo propone. Mi amigo Juan es un hombre de campo, con recursos para salir de cualquier atolladero por difícil que este sea. Sus dotes de improvisación le permiten arreglar sobre la marcha cualquier apero de labranza que se averíe en el corte, o hacer una cura de urgencia al tractor para que le permita regresar al pueblo en caso de verdadera necesidad; lo mismo hace una instalación eléctrica que arregla una radio o levanta una casa; con el motor de un viejo frigorífico y una cámara usada se fabrica un compresor de aire o una pistola para pintar su portada. No sé, y lo digo desde una admiración rayana a la envidia, si habrá alguna cosa que se le resista. Mi amigo Juan sabe que sabe, aunque eso no le resta ningún mérito a sus muchas cualidades. Mi amigo Juan es un hombre curtido en la lucha por la supervivencia. Nada en su aspecto refleja su gran sensibilidad, pero esa impresión solo dura un instante, porque enseguida te das cuenta de que su sensibilidad es pareja a su corazón, a su entrega generosa, a su amor por los animales, por la tierra, por la viña que antes fuera de su padre y antes aún de su abuelo; a su sincera y leal amistad, de la cual me siento receptor. Mi amigo Juan siente pasión por la lectura; colecciona los premios planeta; se para en los puestos de viejo que de vez en cuando extienden su parada en la explanada del Gran Teatro y husmea entre los títulos sugerentes o los autores más representativos hasta encontrar el libro o los libros que el intuye que le van a gustar. Mi amigo Juan es, en definitiva, un hombre que hace cosas de hombre.
(2) Yo.-
Yo soy la antítesis de mi amigo Juan, quizás por eso, nuestra amistad dura ya tantos años; tantos, que sería difícil encontrar el origen de nuestra amistad. Yo soy, a pesar de mi ascendencia rural, un hombre de ciudad. Mi oficio, profesión, medio de vida, o como quiera llamárse a lo que hago, es el de comerciante. Como aficiones más representativas tengo la de la música , en la que he participado de forma activa durante bastantes años y la de la poesía, en la que aún sigo inmerso y a la que me gustaría poder dedicarle la decena de años que aún considero posible disfrutar con buenas entendederas.
Siempre he sido de constitución débil; esto, unido a mi astigmatismo /hipermetropía/ divergencia ocular, hizo que fuera rechazado para los trabajos más duros a los que sin duda estaba destinado y me entregaran a los cuidados de un comerciante del pueblo que me tomó como chico de los recados. Nunca he sido capaz de arreglar la más mínima avería, pero he tenido buena mano para el comercio. De ahí, que después de muchas peripecias y andanzas, me encuentre hoy establecido en mi ciudad natal de la que salí para abrir los ojos y a la que regresé porque no quería tenerlos tan abiertos.
Hasta aquí, las divergencias entre mi amigo Juan y yo. Tan claras como para no tener nada en común que de pie a una relación tan continuada y leal como la que mantenemos. Pero la amistad es algo que surge de manera espontánea y a poco que se la cultive, echa unas raíces tan firmes y sólidas que supera todas las diferencias que encuentra en su camino.
(3) Yaco.-
Yaco era hijo de Mafalda, una hermosa y pacífica perra bretona de largas guedejas blancas y manchas de color canela. Fue fruto de un parto múltiple -forma común de parto perruno- en una sosegada noche otoñal. A pesar de la nobleza y tranquilidad de la madre, el padre debió ser de baja estopa, por lo que el pedigrí del neófito, bajó muchos enteros; no obstante, Yaco, sacó el blanco color con manchas canela de su borrega madre, si bien su pelo nunca llegaría a formar los mismos rizos que aquella luciera con tanta coquetería. Todo ello no fue obstáculo para que su ternura e indefensión de recién nacido cautivara a mis hijas, de corta edad entonces, que durante días, y con la pesadez que caracteriza a los niños, me dieron la tabarra hasta conseguir su propósito, que no era otro, que yo me llevara el perro a casa. Se me olvidaba decirles, que la perra Mafalda, era de mi amigo Juan, quien deseoso de hacer felices a mis hijas, insistía también desde otro frente con el mismo propósito.
Ni que decir tiene que caí en sus redes y que aún sin destetar porque a la madre se le amontonaba el trabajo, Yaco comenzó a formar parte de nuestro entorno familiar.
Para qué contar lo que supuso para nuestra tranquilidad la llegada de aquel pequeño ser que emitía lastimeros gemidos llamando a su madre o recordando, quizás, la tibieza de los rosados pezones -manantial para su glotonería- y el calor de sus hermanos de camada. Yo, nada experto en la crianza de perros, vi preocupado, cómo rechazaba el recipiente de leche que pusimos en sus hocicos mientras observaba el crescendo de su inconsolable gemido. Incapaz de encontrar solución al problema llamé a mi amigo, quien en tono jocoso y experimentado me dijo: " Ya comerá". Y en efecto, comió. Y meó. Y cagó. Y fue para nosotros un suplicio tener que acostumbrarnos y acostumbrarlo a unas mínimas normas de conducta que hicieran posible mantener la jerarquía familiar, rota de repente por aquel inquieto/ juguetón/travieso/desobediente torbellino que nos había tocado en suerte.
No voy a extenderme en recuerdos que sabido es por quienes han tenido perro serían interminables. Lo cierto es que Yaco crecía a buen ritmo y pronto sus gracias pasaron a ser gamberradas insostenibles, razón por la cual le habilitamos una caseta de madera, y en una amplia terraza interior, bien resguardada del aire y de la lluvia, asentó sus reales el puñetero perro. Yo , que por razones que merecerían otra historia, también tengo campo, me vi en la obligación de sacar al nuevo inquilino todos los días para que sus necesidades de espacio y de ejercicio se vieran satisfechas y para evitar algo tan usual como desagradable en quienes tienen perros en casa: que los excrementos orlaran las calles de la ciudad con la impunidad de quienes, mirando hacia otro lado, consideran que esa es una situación a la que tienen que someterse quienes pasean dichas calles.
(4) Domingo
Era una espléndida mañana que en nada presagiaba la triste tarde que se nos avecinaba. Después de salir a comprar el periódico y las entradas para la función de teatro que tendría lugar esa misma tarde, le sugerí a mi mujer la posibilidad de irnos a comer al campo. Llamamos a algunos familiares y sobre la marcha, organizamos la estimulante excursión.
Cuando Yaco oía revuelo, sabía que había salida a la vista y comenzaba a ladrar desaforadamente porque no tenía ninguna duda de que él sería viajero de excepción. Se acomodaba en el asiento delantero , entre las piernas del abuelo Rafael y sacaba la nariz por la rendija de la ventanilla para ventear esos aromas que solo él percibía y que le ponían inquieto y deseoso de que la puerta se abriera y la cadena dejara de ser una traba en sus deseos de libertad. Esta costumbre, adquirida a lo largo de los nueve años que vivió entre nosotros, era la más gratificante que Yaco recibía durante la semana, ya que por mis ocupaciones y la peculiar manera de ser del animal, no era posible realizar esos paseos diarios que son tan del gusto de quienes -sean animales o personas- tienen limitados sus horizontes.
Aquella mañana, salió, como siempre, marcando territorio y evacuando las apretaderas del intestino para, después, olfatear por enésima vez cada piedra o mata del camino; cada señal dejada por él en anteriores salidas, cada rastro de liebre o conejo que se cruzara en su recorrido. Yo, reducía la velocidad para ir a su paso, aunque en ocasiones lo perdía de vista; pero no me preocupaba en exceso, ya que era tal la querencia del animal que siempre llegaba a la casa, aunque, a veces, transcurrieran algunas horas que posiblemente dedicara a satisfacer a alguna perra en celo, o a jugar con alguno de los perros que salían a su encuentro y que no ofrecían peligro aparente.
No muy alarmado, yo miraba hacia el lugar por donde Yaco solía venir dibujando una perfecta diagonal para acortar el trayecto - siempre me asombró esa aparente simplicidad- esperando verle aparecer en cualquier momento.
- No viene el perro , dijo mi mujer al cabo de un buen rato.
- No te preocupes , se habrá entretenido jugando. Verás como viene, le contesté.
Y en efecto, regresó. Pero su llegada, por un sitio inusual, me extrañó sobremanera.
Se fue derecho al balde de agua como siempre que llegaba sofocado. Lo llamé y acudió a mí con la cabeza gacha. Fue entonces cuando me dí cuenta de la anomalía: su cuello estaba manchado de sangre.
(5) Desenlace fatal.-
En un primer intento de exploración, no se apreciaba una herida de consideración. Le quité la correa para observarlo mejor y debí rozarle la parte herida porque me mordió la mano. Fue el suyo un bocado de aviso: -cuidado que me haces daño, pareció decirme. Y fue en ese momento cuando descubrí mi falta de autoridad sobre Yaco. Tal vez porque nunca tuve el tiempo suficiente para educarle, o porque el instinto natural del animal denotara mi falta de carácter, lo cierto es que nunca pude decir que el perro me obedeciera. Digamos que me toleraba y que como en definitiva yo era quien le daba los paseos que a él tanto le gustaban, aceptaba su dependencia hacia mí de manera resignada.
Si me extiendo en estas reflexiones, es porque son importantes para los hechos que relataré en su momento. Ahora, voy a referirme a una tarde en que estábamos en el campo con bastantes de nuestros familiares y amigos, entre los que se encontraban algunos niños. El día transcurría con normalidad; los niños jugaban y el perro correteaba a su alrededor. Ignoro si alguno de ellos pudo hacer algo que molestara a Yaco, porque de pronto oí gritos y furiosos ladridos. Por suerte, llegamos a tiempo de evitar lo que hubiera sido una trágica circunstancia en aquel apacible día. Muy enfadado con la conducta inusual de Yaco y disgustado por las lamentaciones de los allí presentes, quise demostrar mi autoridad dando un merecido castigo a tan violento proceder. Le regañé airadamente dándole unos supongo que ligeros cachetes que no tuvieron el efecto deseado, pues volvió su furia sobre mí. Suerte que mi amigo Juan estaba también con nosotros y que, como dije al principio, su carácter es decidido. Sujetó al perro de la cadena y le estuvo propinando golpes en la cara hasta que éste sangró por la nariz. El perro ni rechistó, y yo sentí que nunca sería capaz de actuar de esa forma para imponer mi autoridad.
Así las cosas, yo sabía que en el insospechado cerebro de aquel bruto, existían unos límites para la tolerancia y que cuando él quisiera impondría sobre mí su animalidad.
Transcurrió el tiempo sin que sucediera nada que demostrara mi teoría salvo en una ocasión en la que no aceptó el baño al que le sometíamos regularmente, y para confirmar que mi razonamiento no estaba del todo desencaminada, me mordió la mano. Eran sus mordidas templadas, sin apretar en exceso, como de advertencia: -Cuidado no te pases - parecía decir-, ya sabes quien manda.
Pero volvamos al día de autos y sigamos con el relato en el punto justo en el que yo intentaba hacer algo por aliviar el dolor del pobre animal que, instintivamente, buscó el refugio del coche como único lugar donde sentirse seguro. Nuevamente insistí en mi deseo de saber hasta donde llegaba el daño y con una garrafa de plástico traté de lavar la herida haciendo chorro sobre la parte manchada de sangre; y nuevamente, Yaco intentó morder lo que para él era una molestia añadida.
No quiso comer, siendo un voraz comilón, y siguió en su refugio taciturno y receloso.
Con no poca precaución conseguí volver a ponerle la correa y regresamos a la ciudad. Como era de esperar, la querencia de su casa facilitó la labor de llegada -que yo en mi fuero interno temía- y si no fuera porque se plantó en la escalera como petrificado para evacuar una larguísima meada, todo hubiera sucedido con normalidad. Una vez en su caseta, se metió en el rincón más recóndito de su cerebro, al cual nunca volví a tener acceso.
A la mañana siguiente volví a las andadas tratando de acercarme con palabras suaves y cariñosas hasta la parcela de sus cavilaciones, pero el animal seguía ausente de toda intención social. A media mañana salió de manera lastimosa a beber agua y pude comprobar la tremenda hinchazón de su cuello que denotaba, por fin, que la herida era de consideración.
Localizar al veterinario fue una ardua tarea que no sirvió para mucho, pues el buen señor no hacía visitas a domicilio y su recomendación fue que me llevara unas pastillas analgésicas -que tenía de propaganda´y por las que me cobró mil pesetas- y tratara de dárselas mezcladas en la comida o en el agua, cosa que no pude lograr porque el perro no volvió a hacer intención de comer.
Incapaz de solucionar el problema, vi cómo transcurría un nuevo día sin que los acontecimientos tomaran otro giro. Si noté, sin embargo, que el perro recelaba cada vez más en mis intentos de acercamiento. Su cara no era de tristeza, era de seriedad, de desconfianza; el tercero de sus bocados fue más incisivo; sentí su fuerza en mi dedo y el miedo ante una reacción rabiosa se apoderó de mí, cosa que, estoy seguro, el perro notó de inmediato.
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Se cernían sobre mí siniestras imaginaciones que, desgraciadamente, tenían todos los visos de ser reales. Y tomé una decisión que, en caso de que no cambiaran los acontecimientos, llevaría a la práctica a la mañana siguiente.
Nada más levantarme, salí a ver si se había producido algún cambio en el estado general de Yaco. Todo parecía seguir igual. Estaba en su rincón, en posición supongo que fetal y sin ningún interés por mis reiteradas palabras de aliento. El recipiente de la comida, que le habíamos dejado por si decidía comer, seguía intacto. Le acerqué una croqueta hasta la boca animándole: -Vamos yaco. Come. La lamió levemente y no intentó nada más. Definitivamente, su abatimiento era difícil de superar. Pero curiosamente, o quizás lógicamente, su recelo seguía en aumento y a uno de mis movimientos que debió parecerle extraño, respondió incorporándose vivamente y enseñándome los dientes, cosa que hasta este momento no recuerdo que hubiera hecho antes.
En el transcurso de la mañana volví a interesarme por su evolución y vi con sorpresa que estaba tendido en uno de los rincones que normalmente utilizaba en según que hora del día, ya que siendo la terraza todo su territorio había descubierto los lugares más acogedores para protegerse del sol, del frío o del calor, dependiendo de las circunstancias. Incorporó la cabeza que tenía apoyada sobre sus estiradas patas delanteras y me miró con seriedad. De su belfo caía una hebra de baba y sus ojos estaban lechosos. Cuando intenté el ademán de acercarme a él, se incorporó débilmente y se refugió en su caseta. En las dos ocasiones que volví a intentar acercarme, salió presto de su refugio enseñándome los dientes en un gesto inequívoco de defensa. Definitivamente, Yaco había decidido que yo era su enemigo.
Eran muchas las razones para actuar con prontitud. Me lancé en busca de un nuevo veterinario que pudiera ayudarme a resolver el problema. No lo pude localizar por lo que dejé el recado en el contestador telefónico temiéndome alguna evasiva; por fortuna no tardó en contestar a mi llamada. Poco después decidíamos que lo mejor para todos era el sacrificio de Yaco.
Las horas que pasaron hasta que se produjo el hecho, fueron de verdadera tortura moral. Nunca hubiera pensado tomar una decisión parecida. Hubiera preferido mil veces su muerte en la pelea que a buen seguro se produjo aquella mañana fatídica, que tener que decretar su sacrificio.
A esta situación se sumó el hecho de tener que actuar de forma aparatosa, pues siendo imposible, al menos para mí, conseguir reducirlo para ponerle la inyección letal, tuvimos que recurrir a la pareja de la policía local, quienes desde una ventana dispararon un dardo narcótico que le durmió rápidamente.
(6) Problemas de conciencia.
Nunca pensé sentir la muerte de un animal como si la de un familiar se tratase. El hecho de su abatimiento y la trágica manera de dar fin a su existencia, han supuesto días de verdadero sufrimiento. Algo en mí se rompió cuando Yaco yacía en el suelo definitivamente muerto y las lágrimas inundaron mis ojos de manera espontánea.
Si yo hubiera sido decidido como mi amigo Juan, o hubiera tenido sus recursos para salir de las situaciones difíciles, o su capacidad para hacer frente a mi miedo, posiblemente Yaco, hubiera permitido su curación y esta historia habría tenido un final distinto.
Si Yaco hubiera tenido un hermano de camada que le lamiera la heridas, no se habría encerrado en su dolor, aislándose por completo del entorno que le fue habitual durante tantos años.
Pero yo soy esencialmente miedoso y nunca tendré el temple necesario para imponerme a mis instintos, y Yaco no tuvo cerca un hermano de raza que pudiera aliviar su sufrimiento.
Si hubiera podido actuar de otra manera...
Pero como dice mi amigo Juan: -Actúes como actúes, siempre podrías haberlo hecho de otra modo.
Que a pesar de la incertidumbre, es un consuelo.
domingo, 17 de agosto de 2014
PRESAGIOS.
Barrunto que no tardará en llegar el día
En que, como hiciera mi padre,
No querré volver a levantarme de la cama
Y esperaré tranquilamente el final.
Es probable que, como él, diga a mis
hijos:
“Cuidad de madre, no sea que al ducharse
Se caiga en la bañera”
Y abanicaré despacio ese calor mortífero
Que precede al trance.
Saber que ha llegado la hora
Es una cuestión de disposición;
De valor, si la expresión no os parece
dura.
Yo quisiera tener ese valor,
Me estoy preparando para ello.
Por eso me acuerdo de quienes me
precedieron
De su manera de hacer frente
A esa nueva dimensión del no ser.
Puede que, al final, la misericordia
Nos preste la necesaria resignación,
E incluso lleguemos a pensar que, salvada
la distancia,
Nos encontraremos en un maravilloso lugar
En el que las aflicciones de la vida
habrán desparecido.
No sé, cada quién tendría una tabla a la
que agarrarse
Para impedir que esa corriente
vertiginosa nos anule.
Pero también es probable que el miedo nos
atenace
Y a pesar, de nuestros firmes propósitos
Cerremos los ojos fuertemente
Para no imaginar la soledad a la que
estamos predestinados.
Porque no os confundáis.
Este es un poema con trampa,
Pues mientras con mis palabras os exhorto
A que os preparéis para el tránsito,
Mi mente piensa que mañana volverá a
lucir el sol
Y yo tendré la fortuna de volver a verlo.
Y abrigo la esperanza de que la vida
sea magnánima conmigo
Y me conceda aún largos años de
existencia.
Es lo que casi siempre le suele ocurrir
al poeta
-quizá por eso, Pessoa lo tildó de
fingidor-:
Que tiene la habilidad necesaria para
enmascarar sus sentimientos,
Para ofrecernos una visión más o menos
idílica pero siempre manipulada;
Que olvida su condición de pobre mortal
Para dejar caer ese ramalazo de eternidad
que acaso ni imagina.
Por eso mi esfuerzo de ahora mismo
Va dirigido a haceros ver las dos caras
de un mismo sentimiento.
Porque
puede que yo sea poeta
Y quiera que lo que escribo
Tenga ese sentido de trascendencia que
pretendo.
Pero soy humano
Y estoy atenazado por las dudas y los
miedos
Que corroen a todos los humanos sin
excepción.
Sólo el instante tiene la respuesta.
martes, 12 de agosto de 2014
¡UN MILAGRO, SEÑOR!
¡Un
milagro, Señor!
“Effatá “, dijo Jesús al sordomudo metiéndole los dedos en los oídos y tocando su
lengua con saliva”.
¡Un milagro, Señor!
Haz conmigo el milagro que hiciste con aquel
sordomudo en Galilea..
Permite que mi palabra se abra paso a través
de las dunas
A través del desierto de la incomunicación.
Permite que
mi poesía sea clara y haz de mi claridad poesía.
No soy digno. Ya sé que no soy digno.
Pero dime de verdad, cuántos hay, dignos de
estar en tu presencia.
Sé que no tengo fe. Por más que la he buscado
en esas horas bajas
En las que todo se reduce a implorar tu
misericordia.
Pero soy fuerte y sé sobreponerme a los
fracasos.
A lo mejor, eso también es fe después de
todo.
Sólo tengo referencias sobre tu vida e incertidumbre sobre tu
muerte.
No sé si fuiste un hombre tan hermoso como te
pintan
O no se han atrevido a pintarte como a un
hombre.
En mi vida hay tantas lagunas como estrellas
en el firmamento.
Quiero sortear esas lagunas,
Bucear por esas aguas procelosas en las que
me siento inseguro
Y emerger a la superficie con palabras de
luz.
No sé si esto es una oración, una súplica o
una simple reflexión.
Sé que estoy aquí, frente a la pantalla del
ordenador
Intentando buscarte, intentando buscarme.
Todo lo he hecho mal (bueno, espero que algo
pueda salvarse).
Pero la intención ha sido buena.
Es el camino, que a veces parece
intransitable.
Es la sangre, que a veces se encrespa en su
tortuoso discurrir.
Es el miedo que no me deja lanzarme al vacío.
Es la ignorancia que pone su muro frente a
mis ojos.
Estas son mis credenciales.
Como ves, a todas luces insuficientes para
salirte al paso
Y pedirte que abras mis sentidos.
Por eso te las digo aquí, en la intimidad de
mi reducto,
Susurrando desde la timidez de mi esperanza,
Mostrando humildemente mis defectos.
Y esperando que tu benevolencia
Llegue
también a quienes estamos perdidos..
Es largo ya el trayecto recorrido.
Y corto, muy corto el que me queda por
recorrer.
Por eso te apremio, Señor. Pon luz en mis palabras.
No sé por qué. No sé para quién.
Es que soy poeta ¿sabes?
Y llevo toda la vida buscando ese verso que
no encuentro
Por más que lo haya buscado en los más
insospechados recovecos.
Pon tu mano sobre mi cabeza y di la palabra:
EFFATÁ
viernes, 8 de agosto de 2014
BOHEMIO.
Este es un trabajo largo. Quizá de los más largos que he colgado en mi blog. No os dire que lo leáis de un tirón, aunque se puede; ni que és bueno, aunque lo és.Os sugiero que hagáis una lectura despaciosa y meditada, aunque sea en veces, porque en el fondo, lo que se cuece aquí lo está haciendo en el perol donde todos hervimos.
Cada
mañana, cuando cierro la tienda y mientras mi mujer prepara la comida, me pongo
frente al ordenador ( artefacto que uso, exclusivamente, como máquina de
escribir ) y comienzo la gozosa tarea de llenar esta enorme pizarra negra . A
veces, las más, la lleno de poemas ; otras intento una narración corta. Casi
siempre me interrumpen en el momento en que he cogido el hilo de lo que quiero
contar, porque ya está la comida en la mesa. Y no es cosa de decir luego subo.
Eso queda bien en los bohemios , en los artistas bohemios que viven en
horribles buhardillas con agujeros en el techo por donde se filtra la luz de la
luna y lo mismo se zampan una botella de
whisky de un trago, que se tiran cinco días sin comer.
Lo
mío es distinto . Lo primero porque no soy artista. Y lo segundo porque no soy
bohemio. Yo me debo al humeante plato de sopa preparado con esmero, a la
reunión familiar en torno a la comida, al horario establecido para la apertura
y cierre de mi establecimiento , a las compras, a las ventas, a los impuestos,
a las enfermedades, a los dentistas, al programa hortera, a la conversación banal,
al seguro del coche, a mis padres, a mis suegros, a los albañiles que me están
cambiando el suelo, a las matrículas de la universidad, a los libros, a la
ropa, a los zapatos, al piso de Madrid donde estudian las niñas, a las maulas,
a los escaparates... Todo sin orden ; todo según va llegando, me pille como me
pille.
No,
yo no soy bohemio. (Qué más quisiera! La verdad es que no sé lo que
querría si estuviera en esa situación. Cada uno vemos mejor lo del vecino. Y lo
mío, visto desde la necesidad, tampoco es tan malo.
Pronto
sonará la voz de : ( A comeeerrr...!. Menos mal que ahora con el
ordenador puedo almacenar lo dicho : F7- ) Archivar
Documento?: Sí - Documento que se va a archivar : Bohemio ( por poner un nombre
que me recuerde de que va el tema ) ) Salir de WP ? : Sí. Es casi todo lo que se de ordenadores . Lo que necesito al fin y al
cabo.
El
problema es retomar el tema cuando ha cambiado el estado de ánimo o el estómago
está en pleno proceso digestivo. Yo necesitaría escribir ocho horas seguidas,
las mismas que dedico a vender telas. Solo que si dedicara todo ese tiempo a
decir lo que se me ocurre , mis telas se volverían tela-rañas y mis
escritos terminarían por repetirse.
En
cualquier caso, este tiempo que dedico a la escritura es reconfortante. Ya sé
que esto no va a llegar a ninguna parte. Que tampoco la calidad literaria es
nada del otro mundo. Que a mis años, lo que no haya conseguido ya, difícilmente
lo voy a conseguir a partir de ahora. Pero qué quieres. No soy feliz el día que
no he podido aporrear el teclado de este artefacto. Y además , algo en mi
interior me dice que no es tan malo; tiene sentido, son reflexiones lógicas,
están bien expresadas y llevan la sinceridad de un alma que se desvive por no
sentirse estéril.
Uno,
que ha cumplido ya el medio siglo y acusa el paso del tiempo, se da cuenta de
que debería haber vivido de manera contraria a como lo ha hecho. Claro que como
eso parece ocurrirnos a todos, queda de manifiesto que no es la forma de vivir
lo que origina el malestar de esta década crucial en la vida de cualquier
persona; lo que origina el malestar es la pérdida del propio yo; la acumulación
de responsabilidades; el lastre que anuda, que obliga, que exige...No, no es
que yo diga que no hubiera debido ser responsable; lo que digo es que el cúmulo
de responsabilidades, anula la individualidad.
Yo,
ahora, me hago la siguiente reflexión (una simple regla de tres) : Si la media
de vida está por los setenta y cinco años , llevo vivido casi el 67 % de lo que
me corresponde .Del 33 % restante - suponiendo que llegara al final de la meta-
,bueno, bueno, solo puede quedarme un 20 % , es decir quince años ;el resto
serán achaques , problemas y marginación. Y me entra un desangelo terrible; no
por el poco o mucho tiempo de vida que me quede, que eso siempre es subjetivo,-
lo que para algunos se relaciona con la cantidad, para otros se basa en la
calidad- sino porque no encuentro la forma de salirme de este engranaje del
cual soy diente acostumbrado, gastado y con alguna que otra muesca.
Este
tiempo que me resta - y que no es seguro
- me gustaría vivirlo a mi manera . No sería bohemio - ya es difícil perder las
costumbres , malas o buenas, adquiridas durante tanto tiempo- pero me daría el
gustazo de la improvisación , de la anarquía , del abandono . O haría un viaje
itinerante - por supuesto de más de ochenta días - por el ancho mundo. Creo que
conseguiría encontrarme ; descubrir a esa persona que va conmigo y que no ha
conseguido salir a flote en todos estos años.
Porque
ya está bien ( joder ! , la vida que nos ha tocado vivir ( este
joder es una influencia que me ha debido llegar de algún relato escrito por
alguien más joven; los de mi generación hemos medido más las palabras a la hora
de dejarlas plasmadas en el papel ). Pero sí,(joder!, ya
está bien de inhibiciones , de miedos, de responsabilidades para con los demás.
Ahora el cuerpo me pide marcha, mi marcha... ) Y cuál es mi
marcha ?
Porque
( a ver si somos…! Siempre renegando y en el fondo
nos da un miedo atroz el enfrentarnos a nosotros mismos. Hay gente que lo hace; que tiran por
el camino de en medio y rompen con todo lo anterior. Al principio todo marcha,
los ves ilusionados, libres,
eufóricos... Trasnochan, se divierten, ligan... Y al final- "malo era
padre, pero falta hacía en casa", se encuentran en el más absoluto
abandono, o en el mejor de los casos, repitiendo aquello de lo que huyeron.
Y
así estoy. En una situación personal insostenible. Como el perro del hortelano
que ni come ni deja. Porque esa es otra ) quien tiene
la culpa ? No puedo culpar a nadie de mis responsabilidades - yo me las he
buscado- ; ni tengo motivos para culpar a la mujer que ha sacrificado su vida a
la par que la mía y con la que me casé enamorado; mis hijos son producto de su tiempo,
y es natural, pero no me han dado un motivo de queja importante, al contrario,
de ellos solo puedo decir que son excelentes personas.
) Cuál es
entonces la razón de este estado de ansiedad que me invade? Y aquí entran en
juego una serie de sutilezas inherentes a todo ser humano, de difícil
explicación y de más difícil análisis. Sí, porque son deseos, renuncias, intenciones, que han ido
dejando su huella en la propia personalidad; que no pueden ser compartidas, ni
entendidas, ni puestas en tela de juicio porque en ellas el único juicio que
prevalece es el del propio individuo, el del propio yo.
Y
es ese yo, cautivo durante tantos años, el que ahora reclama, en un último
intento de rebeldía, su propia parcela de vida única y sagrada. Tan única, tan
intransferible, que está por encima de lazos, de vínculos, de afectos...
)Quien puede
saber, si no la propia sangre, que este hombre
sometido a autoanálisis aún reclama ternuras infantiles; que aún sueña
con aquel amor que nunca llegó a encontrar en su forma más plena; que aún trata
de asimilar las carencias físicas con las que ha tenido que hacer frente a sus
fracasos; que aún llora , o se ilusiona, o espera el milagro de destacar en las
letras? Que esa es otra; toda la vida escribiendo y )para qué? Aquí está todo, almacenado en un cajón sin orden ni concierto; esperando el
momento en que pueda ir grabándolo en el ordenador, si es que, cuando vuelva a
releerlo, algo merece la pena.
Escribir ha
sido para mí una necesidad. Desde que yo me recuerdo, siempre me veo
escribiendo; supongo que eso le pasará a mucha gente. (Y si todos
sueñan con triunfar...! Yo siempre he sido sencillo. Mi vocabulario es
reducido, así que no he podido jugar con las palabras como hacen los
intelectuales; he escrito más guiado por el sentimiento que por la creación
literaria. A pesar de todo - y permítanme la vanidad - algún que otro premio he
conseguido.
Fui
un mal estudiante de bachillerato. Y es curioso, porque fui brillante en eso
que entonces se llamaba primera enseñanza. Mi maestro Don Cristóbal siempre me
lo ha recordado cuando, ya adultos, hemos repasado viejos tiempos. Llegué
demasiado pronto a aquello que se llamaba "bachillerato laboral". No
quiero quitarme culpas, pero el sistema, apenas experimentado, me dejó en la
cuneta. Yo tenía inquietudes, pero a los diez años lo que más me gustaba era
jugar. Jugar y leer tebeos o cuentos del Capitán Trueno y de Roberto Alcázar y
Pedrín. Pero el tiempo pasó y cuando quise reaccionar, Fue demasiado tarde...
La
vida ha sido dura conmigo, un pulso constante el que he tenido que ganarle. A
los ojos de mis convecinos soy un triunfador; he logrado una posición estable
partiendo de la nada. Y aun así, hoy, me siento derrotado. Porque la vida
no es la posición social a la que uno tiene la suerte de llegar. Y digo suerte,
porque por mucho que uno se esfuerce si
las cosas se tuercen no hay nada que hacer. La vida es la sensación de plenitud
que invade al individuo; algo así como un estado de gracia al que en pocas
ocasiones se accede.
La
vida es deseo constante, sueños, inquietudes, libertad para morirse en una
esquina si el corazón se siente cigarra, o para caer en la tentación si la
tentación está buena. La vida es absorbente, acaparadora, egoísta, inmoral,
ladina, pérfida, perversa, traidora, perezosa, ramera... La vida es generosa,
sacrificada, equitativa, consecuente, bondadosa, noble, inmensa, única...
Porque la vida es todo lo que los humanos somos capaces de sentir en la
individualidad de nuestros genes. Se han necesitado siglos de entrenamiento,
millones de intentos, innumerables pensadores, poetas, políticos, ideólogos,
observadores, soñadores... para conseguir encauzar esta fuerza imperiosa que
pulula incesante por todos los rincones que es capaz de conquistar; para
domesticar la visceralidad y el ímpetu que la enfrenta a sí misma. Y aun así,
la vida sigue dando muestras de su rebeldía, de su crueldad, de su soberbia, de
su magnanimidad; de su derroche en definitiva...
Yo
no soy un bohemio; y no es porque mi camino estuviera trazado de tal o cual
manera. Mi camino estaba diáfano, expedito, inmaculado- como todos los caminos
que lo son de inicio- esperando mis primeros pasos - esos que das asido a una
mano segura-; son las circunstancias, las que definen la reacción del ser; es
el entorno el que abre las ventanas del infinito o cierra los postigos del alma
a la desbordante luz que encharca las ideas. La penumbra se adueña de todos los
rincones y ya solo queda pasar de una a otra orilla intentando salvar las
turbulencias de una corriente impetuosa. Yo pude ser un río, pero soy un
embalse. No sé si es mejor o peor. Al final parecerán inciertas todas las
referencias. Pero hoy, en la antesala del último vía crucis, arrojo los
cilicios con rabia denodada y destrono la cruz que me somete. Y quisiera
entonar una canción beoda e insolente contra toda opresión y tiranía;- yo, el más
opresor, el más tirano, tirano de mí mismo, opresor de mis propias flaquezas-
porque en algún lugar de mi subconsciente, están los sueños de libertad que
alguna vez tuve, las ilusiones que casi nunca hice realidad, los deseos que
quemaban por desconocidos...
Abomino
de esta oscuridad en la que me encuentro y reclamo la luz que por derecho me
corresponde. La vida es una historia irrepetible; un ascua incandescente que va
arrojando al aire sus sueños de ceniza, sus pavesas anónimas.
Una
vida entera no basta para aprender a vivir; quizás por eso alguien comenzó a
hablar de eternidad, esa necesaria artimaña para no caer en el desencanto. Creo
en la eternidad, en la armonía de los elementos, en los sentidos de la materia.
Pero sé, que una vez traspasada esta barrera, nunca volveré a lograr la
plenitud por el descubrimiento de una palabra, por el desarrollo de una idea,
por la realización de una empresa, por el amor correspondido; tampoco el
desencanto, el dolor, la tristeza... esas sensaciones tan humanas , tan propias
del caos que supone ser persona.
La
eternidad existe. O no existe. Acaso de eso sabe más el bohemio que nada
planifica, que no hace un drama de su supervivencia. A quién le importa una
vida; particularmente la del vecino molesto, insumiso, anárquico. Todos, sin
exclusión, nos sentimos el ombligo del mundo. Incluso los sabios, los
anacoretas, los misioneros, los peregrinos, los artistas; la vida empieza y
termina en nosotros; todo gira y se desarrolla en torno nuestro; después están
los demás, pero después de haber satisfecho nuestro insaciable egoísmo; o sea,
nunca.
Puede
que cuando este caos estalle renazca el silencio de la nada, el más perfecto
poema que alguien haya podido componer. Y nosotros seremos parte del poema,
como esa palabra precisa y preciosa que tiene un significado propio, pero que nada
es sino en función del resto.
Pero
ahora somos -principalmente- estómago. En este momento, mientras reflexiono
sobre lo humano y lo divino, mi estómago está ansioso por devorar el puñado de
frutos secos que tengo en el bolsillo. Es un síntoma de que, si verdaderamente
tuviese hambre, devoraría lo que se me pusiera por delante. Complicada materia
la nuestra, capaz de la sublimación y de la vileza. ) Quién puede
predecir sus reacciones en una situación extrema? Incluso en una situación
cotidiana no siempre se reacciona de la misma manera. En todas ellas tiene
mucho que ver el estómago; él es nuestro verdadero amo; el bufón que nos
encandila con sus piruetas si está saciado, o nos odia a muerte si no se siente
satisfecho.
*
* * * * * * * * * * * * * * * * * *
Acabo de releer lo escrito hasta ahora; no
está mal, han transcurrido varias semanas desde el anterior punto y aparte; no
sé si encuadrarlo como ensayo o como relato. Desde luego algo he aprendido con
su lectura, y es que uno puede exprimirse hasta la saciedad, descubrirse
constantemente en esa corriente que nos anima, sentirse en comunión con el
orden establecido y creerse, además, que lo que dice es cierto.
La
capacidad de observación, de autoanálisis; el afán de aprender de cada acción
que uno inicia; la intuición que te permite llegar a conclusiones arriesgadas y
que necesitarían de un proceso mucho más complejo, son recursos que el propio
ser va adquiriendo a partir de la reflexión previa.
Y
aquí entra en juego el incansable, el único artífice de este milagro que supone
sentir, oler, gustar, acariciar, hablar, reír, soñar...Tan escondido, tan
silencioso, tan inadvertido en una primera mirada que han sido necesarios
millones de años para descubrirlo. No sé si mi cerebro será grande o pequeño;
si trabajará al cien por cien de sus posibilidades; si será más o menos
limitado en relación a su cavidad craneal. Solo sé que trabaja en función de mi
propio yo, que me ama, que acepta mis limitaciones físicas, que se adapta a mi
espacio, a mi entorno, a mi circunstancia...
Hubiera
podido mi organismo ser cualquier especie en función de la escala animal y mi
cerebro se habría adaptado a esa nueva situación con un único afán de servicio,
de entrega, de puesta a punto.
Voy
a atreverme a hacer una modesta observación fruto de una reciente anécdota: Mi
perro, Yaco, sufrió una indigestión, empacho, atracón o vaya usted a saber qué
desarreglo intestinal, que le dejó en una lamentable situación; vómitos,
diarrea, inapetencia, debilidad corporal... Pensé en la necesidad de llevarlo
al veterinario, pero de pronto, oí su rítmica succión en el cubo de agua que
normalmente tiene lleno para saciar su lujuriosa sed. Bebió, insaciable, varios
litros que luego vomitó; repitió el proceso a lo largo del día siguiente en
diversas ocasiones, rechazando la comida que, normalmente, engullía. Fue
después de este proceso, cuando, atendiendo a su olfato, comió tímidamente los
primeros bocados del resto de un suculento cocido... MI perro, se había hecho,
sencillamente, un lavado de estómago; algo que la ciencia utiliza en medicina
como fruto de infinitos experimentos.
El
cerebro de mi perro no es inteligente, dicen, quienes miden los baremos de
inteligencia en función de la humana; yo creo que el cerebro de mi perro no
necesita desarrollar más inteligencia que la que requieren sus funciones. Por
lo tanto, el cerebro de mi perro, como todos los cerebros de todos los animales
de la tierra, está adaptado a las necesidades de quien lo posee. ) Puede haber
mayor prueba de inteligencia?
Y
aquí estamos, mi cerebro y yo, totalmente adaptados, buscando la manera más
coherente de cerrar esta narración. No ha habido un hilo conductor propiamente
dicho; ha sido un bucear constante por esas pacíficas lagunas del
subconsciente; tampoco pretendo nada definitivo, -solo ganar en algún certamen
para, luego, poder presumir con la placa acreditativa- creo que todo está dicho
desde hace tiempo y desde todas las vertientes, por lo tanto )qué otra cosa
puedo hacer, sino acrobacias?
Esto
ha sido, solamente, un ejercicio de recreación, un solitario juego sin reglas
ni adversarios; un intento de vuelo sin
motor deslizándome a merced de las corrientes que, voluptuosas, inundan mis
sentidos. Esto, amigos, es la vida.
lunes, 4 de agosto de 2014
DOS GARDENIAS.
... Dos gardenias para ti, con ellas quiero decir, te quiero....
Bailaban abrazados, cada uno en el corazón del otro; en el hueco del corazón del otro. Las palabras, tímidas al principio, se hicieron confidentes susurros, elevándose y descendiendo por la piel, electrizándolos con su magnetismo incontrolado. Nunca antes había sido así. O sí...
La vieja gramola reproducía el disco de "Antonio Machín", aquella melodía con la que se conocieron hacía tantos años que ya amarilleaban el color del hermoso pelo de Jacinta. Más que bailar, se apoyaban el uno en el otro arrastrando los pies sobre el impersonal suelo de aquella habitación de la residencia de ancianos a la que habían decidido ir a terminar sus vidas.
Manuel levantó la cabeza y miró los hermosos ojos que, a su vez, lo miraron. Intentaron una sonrisa, una lágrima, o tal vez ambas cosas. Puede que fuera por la melodía, rescatada de su juventud, que sonaba de manera clandestina a altas horas de la madrugada.
¡Cómo se entere Sor Juana...! - sonrió con complicidad Jacinta . -¡Tonto!, dijo en un tono que quiso decir te amo.
Por su mente desfilaron, como en un vuelo, los más vívidos instantes de su vida en común; daguerrotipos de viejas secuencias que, ahora, cobraban inusitada nitidez : Manuel en el servicio militar, Manuel en su Gordini de segunda mano saludándola a la puerta de su casa, Manuel con su traje de novio aguardándola en el altar... Manuel, siempre Manuel. Ni los cinco hijos habidos en su matrimonio pudieron apartar de ella esa sensación de dependencia. La enamoró de él, su ensortijado pelo negro, ¿negro?, ¡fue negro! sus ojos de azabache que siempre le parecieron tiernos; sus manos que siempre le infundieron serenidad.
Estamos juntos, pensó. Aún estamos juntos...Te adoro, mi vida...,la voz de Machín sonaba queda, sugerente, armoniosa. ¡Como se entere Sor Juana...! No dejaba de hacerles gracia aquella travesura. Era el día de San Valentín y ellos aún estaban enamorados. Si Sor Juana llegaba, ya les dirían que estaban celebrando el día del Amor.
Cuando decidieron venirse a la residencia sólo pusieron una condición, que les dejaran tener su vieja gramola y su colección de discos de pizarra. Eran sus señas de identidad. Lo demás no importaba tanto. En el camino se habían ido quedando cosas inservibles: lavadoras, algún televisor, radios... pero aquella gramola la trajo Manuel de Canarias cuando estuvo allí haciendo el servicio militar; al arrullo de su música habían celebrado todos los acontecimientos felices que les habían sucedido a lo largo de su vida. Y éste, a pesar de la circunstancia, era un momento feliz.
Estaban aquí por expreso deseo; no quisieron importunar a sus hijos, todos lejos, ni supieron dejar el pueblo del que apenas habían salido.
...Pónle toda tu atención, porque son tu corazón, y el mío... Te quiero, dijo Manuel, mientras una lágrima rodaba por su mejilla. Te quiero, dijo Jacinta, secándosela con un tembloroso beso.
- ¡Vaya -se oyó una voz en el pasillo- con que tenemos jarana!
Se miraron como dos niños traviesos que hubieran sido cogidos en el momento de su travesura. Con sigilo apagaron la gramola y la luz de la habitación. Llegaron a la cama entre jadeos nerviosos . Por la ventana, como signo de complicidad, se filtraba la tranquila luz de la Luna.
...Pero si un atardecer, las gardenias de mi amor se mueren... susurró Manuel al oído de Jacinta.
-Nunca morirán. ¡Nunca..!
sábado, 2 de agosto de 2014
EL ALMENDRO.
I
Porque soy de una tierra seca como el
esparto
donde la piedra es nido para que el sol
la acune,
porque en este paisaje huraño del que
parto
apenas una sombra de espigas nos reúne,
porque la luna asoma su corazón de
estaño
sobre esta vastedad de suelo a contravida,
porque se anega el alma de soledad y
extraño
las manos que la ausencia llevó de
amanecida,
porque es el tiempo un luto por tanta
vida rota
y se mueren de olvido las antiguas
querencias,
porque apenas un árbol se asoma en la
remota
vastedad de estos llanos cuajados de
inclemencias,
porque recuerdo un tiempo de corazón y
apuros
bajo la ardiente imagen de un florecido
anhelo,
porque la infancia habita tras
insondables muros
y se me va perdiendo el ímpetu del
vuelo,
quiero volver la vista a ese recuerdo
amigo
de un almendro que aún vive plantado en
mi memoria,
acaso voy en busca del único testigo
que tiene entre sus ramas retazos de mi
historia.
II
El mundo era un silbido de trenes a lo
lejos
un humear que el viento robaba a la
llanura
un sol que desgajaba metálicos reflejos
al avión que, raudo, surcaba aquella altura .
El mundo era el almendro que al lado del
camino
se cuajaba de flores de exótica belleza
el mundo era mi padre contento de su
sino
aunque fuera su sino de una extrema
dureza.
El mundo era aquel fruto tan dulce como
un beso
que en capachos de esparto llegaba a la
bodega,
el mundo era, en resumen, el lógico
proceso
de un alma que iniciaba sus sueños de
andariega.
No sé por qué el recuerdo me llena de
añoranza
si al decir de los muchos era una vida
ingrata,
acaso porque siempre buscamos semejanza
entre aquello que somos y aquello que
nos ata.
Y a pesar de los muchos caminos
recorridos,
uno vuelve los ojos al lugar de la
infancia
y llega a comprender, hurgando en los olvidos,
que entre el ayer y el siempre, apenas
hay distancia.
III
Bordaban los vencejos su vuelo matutino
al filo de una hermosa mañana de
vendimia
caminaba la mula con su paso cansino
mientras yo imaginaba una inocente
alquimia.
El almendro aguardaba como un fauno
travieso
la carga que mi padre llevaba a la
bodega
y así, como al descuido, con su ramaje
espeso,
se apoderó del garfio, tan preciso en la
briega
de mover los capachos enganchado a su
esparto.
No es nada de importancia, mas perdura
el recuerdo
después de tantos años, después de
tiempo harto,
en estos pajonales de infancia en que me
pierdo.
La historia es tan sencilla que casi no
me atrevo
a desgranar en verso la solución al caso
pero también hay algo que me dice que
debo
buscarme en claridades al borde de mi
ocaso.
Ufano de su logro aquel almendro altivo
mostraba su conquista pendiendo de una
rama.
Ya ustedes se imagina que fue lo
sucesivo:
Descolgar, entre risas, la labriega oriflama.
IV
Acaso lo curioso de toda esta odisea
no sea sino el poso del rústico suceso
acaso no es la vida, por mucho que se
crea,
más que un recuerdo vivo que aguanta por
su peso
entre todo el bagaje que nos cabe en el
alma
y aguarda allí, impasible, el momento preciso
en el que la memoria se desande en la
calma
de un hombre al que ya solo le cabe el
paraíso.
Después de tantos años volví a andar el
camino
en el que el viejo almendro aún vive en
soledumbre
y me llenó de gozo saber que, mortecino,
aún por abril destellan sus ramas como
lumbre.
Yo te venero almendro, pues eres la
inocente
razón de que mi sangre florezca en un
poema,
de que este último tiempo que amenaza
doliente
se agarre a tu recuerdo como una
estratagema
para hacer que la espera no resulte
enojosa
ahora, cuando sabemos que ya la pasajera
vida nos va poniendo al borde de la fosa
como a vencidas ramas de vieja
enredadera...
Suscribirse a:
Entradas (Atom)