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martes, 26 de noviembre de 2013

HONESTIDAD (al fondo izquierda y derecha)

He comenzado a ver por la página Manzanaresvideo.es el pleno correspondiente al mes de noviembre , es decir, el actual. He oído hablar hasta que me he cansado, bueno, cansado no es la palabra, hasta que me he hastiado sería más correcto. El tema iba sobre la demolición del antiguo ALTOZANO. Lo dicho en el pleno no hace falta que lo repita, si alguien no lo ha oído puede abrir la página correspondiente que, sinceramente no sé la que es, pero sin duda el vídeo del acto debe quedar grabado en algún sitio.
He constatado lo que ya he dicho en alguna ocasión, que las mayorías absolutas tampoco son buenas: Mientras el concejal de turno del grupo que nos gobierna (PP) se ha explayado en la contestación a la moción de urgencia presentada por PSOE  e IU, argumentando sus actuaciones y recordando pasadas actuaciones del anterior gobierno,  y el Sr. alcalde ha ratificado lo dicho por su concejal en un más que largo espacio de tiempo (el que se han querido tomar), han negado la réplica al concejal acusado de pasividad en el gobierno anterior, tal vez porque antes, este, había acusado de pasividad al actual equipo ( que en definitiva eso es un grupo: equipo).
No entro en las razones, posiblemente todos  tengan las suyas, ni en la demagogia que acompaña al argumentario  de cada ponente, que también existe. Hablo simplemente de lo tedioso que resulta oír siempre la misma cantinela. El más eres tú, el desplante, la prepotencia (cualidades humanas qué duda cabe), están, hoy como ayer  en manos de la mayoría. Los otros, las minorías,  probablemente, también abusarán en la medida de lo posible de sus comentarios respecto a los oponentes, hasta que se les corta radicalmente, o se les advierte por primera, segunda, o tercera vez y son expulsados del pleno.
Y es este convencimiento de que “digas lo que digas, aquí mando yo”, el que me subleva, el que me entristece, el que me hace pensar en un juego de niños, o, mucho peor, de adultos que parecen niños.
No sé si seremos capaces, parece que no, de acabar con los enfrentamientos, de no plantear los plenos como si fuera una revancha hacia los que anteriormente tal vez hicieron lo mismo, de pensar en la misma dirección, de pensar en los gobernados, que ni somos tontos, ni nos merecemos que nos tomen por tal.
Cuando veo estas situaciones, pienso que las dos Españas que dijo Machado (Don Antonio) siguen en plena combustión; que, o los españoles somos temperamentales hasta extremos impropios, o no somos capaces de erradicar el odio; que nuestra visceralidad es incompatible con el actual momento que vivimos en el que los ánimos están tan caldeados que pueden estallar como pompas de jabón en cualquier momento; que es hora de pensar con la cabeza y no con el corazón, que aunque a veces sea bueno pensar con esta víscera (aunque víscera no sea la palabra que debiera definir a un órgano  tan noble),  no es el caso.

Termino, para no cansarles, aunque mi visceralidad, que también la tengo (cómo no si soy humano) me anime a seguir erre que erre.  Creo que sería suficiente con que nos parásemos a pensar, y no en nuestra propia circunstancia; que supiéramos respetar y valorar las ajenas capacidades y consensuar nuestros razonamientos en orden a prioridades, necesidades, justicia social, hermanamiento… . En fin, creo que tendríamos que ser honestos.

sábado, 23 de noviembre de 2013

CRUCE DE CAMINOS

Hacía muchos años que no viajaba en tren, que no iba a Madrid por razones de negocio ( que no iba, no importan las razones), porque llegar a Madrid y coger cualquiera de las M, no es estar en Madrid.

Mi reciente viaje ha sido todo un aprendizaje. Uno que ya se ha acostumbrado a ser de provincia no sabe ni sacar el billete de metro. Las gentes, indiferentes ante todo lo que no sean sus propias cavilaciones, van a lo suyo (en los pueblos se mira a fulano o a mengano, se fija uno en cómo van vestidos, se saluda, en fin. Es otra cosa.).

La estación de Atocha es un hervidero de gentes que van y vienen; un muestrario de la España plural y mixta; un arrebol de tonos que van del blanco al negro pasando por todos los matices; un mundo que no parece nuestro ( de los de provincia, me refiero). Nadie mira a nadie. O si miran, lo hacen de forma que no se note. El invernadero que hicieron en la vieja estación ha crecido tanto que ya las palmeras quieren salirse de la estructura de hierro que las detiene; muchos emigrantes han montado puestos alrededor de aquel espacio dando lugar a un pintoresco rastrillo donde se vende de todo (lo de se vende es un poco aventurado, pues la gente pasa y pasa); los marginados, que también los hay, le dan al tetrabrick (¿se escribe así?)  de vino y vociferan una retahíla de insultos dirigidos a los que están sentados en las terrazas de las cafeterías. Dicen "ciudad de mierda" y cosas parecidas. Pintoresco sí es. Y probablemente lícita su rebelión contra quien puede más (que a lo mejor es por el vino, pero existen muchas desigualdades que en una sociedad civilizada no deberían existir) y exhibe su natural forma de vida ante los ojos de los que no han tenido (o no han sabido) encontrar una mínima oportunidad.

Fueron todas estas sensaciones, y un poco de oficio, todo hay que decirlo, las que dieron lugar a este soneto de tinte romántico y decadente, pero probable en el fondo:


Una mujer y un hombre  cruzaron su camino:
Va la  mujer al filo de la desesperanza,
El hombre, cabizbajo, rumiando su destino,
Va pensando en anhelos que casi nunca alcanza.

Apenas un instante sus ojos se encontraron,
Como el sol y la luna se encuentran en penumbra,
Opacas las miradas hasta que se miraron
Y surgió de su noche la luz que hoy los alumbra.

Detuvieron el paso, volvieron la cabeza,
Y en ambos se encendieron las mismas emociones
Por encima del torvo color de la tristeza.

Nada se preguntaron, tal vez no había razones,
O acaso  sí, y la vida, pensó que era torpeza
Después de aquel misterio pedir explicaciones.

lunes, 18 de noviembre de 2013

EL BUSCADOR DE TESOROS

(Del acervo popular)
                                               I
Un padre dejó en herencia a su hijo una pequeña viña en la que, según dijo en su lecho de muerte, había escondido un tesoro. Y al punto, espiró.
"Ya podía habérmelo dicho en vida", pensó el hijo. ¿Ahora, cómo sabré el lugar en donde está enterrado? ¿Bajo qué cepa tendré que cavar para llegar a encontrarlo?
Y apremiado por el deseo de conseguir el codiciado  legado, se puso a cavar con frenesí. Cepa tras cepa, fue dejando su  rabia y su esperanza de que estuviera en la próxima, removiendo la tierra como tal vez no había sido removida nunca. Pero fue en vano.
¿Cómo es posible que mi padre me haya mentido? Siempre fue un hombre honesto y cabal, se decía el desalentado hijo que pasado algún tiempo, y por segunda vez volvió a remover la tierra por si acaso esta vez encontraba el tesoro.
Su desencanto aumentó en la misma proporción que los sarmientos de aquella viña que, llegada la primavera  y con el despertar de la nueva savia se hicieron fuertes y vigorosos, dando paso a  un fruto tan dorado y abundante que era una bendición mirarlo. Dándose además la circunstancia de que durante la temporada  de maduración  no hubo pedriscas y si abundantes lluvias, la viña produjo una cosecha tan extraordinaria que el hijo, asombrado, recogió, dando gracias a la perspicacia con la que su padre supo inculcarle el afán de remover la tierra del majuelo.  
-Gracias padre- dijo el hijo comprendiendo que el tesoro no estaba bajo tierra, sino en la producción que gracias a aquella ambición incontrolada, sirvió de laboreo, para que la tierra lo devolviera generosamente.

                                               II

Hasta aquí la historia que alguna vez oí contar a mi padre. Una de esas historias que calan en los hijos -a pesar de que parezca que no nos escuchan-, hasta el extremo de que hoy, ya en esa edad  en la que podrían llamarme viejo, la recuerdo como una lección ejemplarizante que, tal vez sin saberlo, he puesto en práctica durante toda mi vida.
La sabiduría popular está plagada de afortunados ejemplos que han sobrevivido por trasmisión oral. Historias que no formarán parte de la literatura, pero que forman parte de la vida haciéndola armoniosa y fructífera.
Lástima que hoy no se escuche a los viejos. Las diferencias generacionales son tan alarmantes y están plagadas de tantos artilugios que no queda tiempo para  la reposada conversación al amor de la lumbre. Aunque bien mirado, hoy ya no hay lumbre.
Es probable que hayamos ganado con el progreso, aunque muchas veces me pregunto en qué hemos ganado. También entiendo que cada generación, que cada persona busque su camino; que la vida ha seguido por unos derroteros que hacen difícil la convivencia; que el espacio del viejo se ha reducido hasta el punto de la anulación de su personalidad, dando lugar a esos grandes  almacenes llamados residencias,  donde refugian sus últimas horas.
Tal vez, no hemos sabido buscar el tesoro. 

sábado, 16 de noviembre de 2013

BONZANZA



                                             “Nunca hubo una guerra buena ni una  paz mala”
                                                           Benjamín Franklim

Han pasado tantos años desde nuestra cruenta guerra civil, que ya, ni quienes  rozamos la ancianidad, recordamos, si no es por referencias y por la historia, versionada según bandos, que aquí hubo un desastre de ingentes  magnitudes que dejó  importantes secuelas de las que, creo, aún no nos hemos recuperado.
Tan grande fue el daño que el pueblo español recibió en aquellos tres años de contienda, y tanta  la represalia de quienes, tras la victoria, debieron ser magnánimos y sólo fueron vengadores, que el miedo, instalado en las bocacalles de nuestro pueblo, en el aire que susurraba entre las chimeneas, en los corrillos que en voz inaudible relataban hazañas bélicas; en las torvas miradas de quienes, recelosos, seguían  odiando a los del bando contrario, se enquistó  en el raciocinio de quienes, por encima de razones, circunstancias o motivaciones, únicamente seguirían recordando a sus muertos inocentes, a sus padres, hermanos, novios, amigos masacrados por esa “Ley del talión” de la que ya hablaba la Biblia y la a que tan dados somos los mortales humanos.
Hablar a estas alturas de una guerra que nadie ha sabido archivar en los baúles del olvido y cuyos  efectos, bien sean psíquicos o físicos, aún persiste en el fichero de la memoria colectiva, tiene, hoy, una razón que no escapará a los ojos de los observadores que, tal vez sin razones apremiantes, barruntan aires de confrontación entre  las distintas maneras de afrontar una crisis  que va para largo y de la que tan mal parados están saliendo muchos de los más desafortunados.
Puede que no se den, y ojalá que nunca se dieran, las circunstancias que motivaron aquella barbarie. Mal que bien, han pasado setenta y cuatro años desde que aquella paz impuesta se aposentó entre los españoles para ir, si no restañando heridas, sí haciéndolas más llevaderas. La dictadura de Franco dio paso, afortunadamente, a una democracia incruenta  en la que se impuso el buen criterio de quienes apostaron por el aperturismo a la pluralidad política y el avance de una sociedad anquilosada que supo adaptarse a los  modos y maneras de los nuevos tiempos.
Pero el problema de los largos periodos, en todos los órdenes de la vida,  es el de la decadencia,  la desidia, el  conformismo o el olvido. Como si a un largo periodo de sequia, durante el cual  nos hemos atrevido a edificar en los terrenos del seco cauce porque nadie recordaba que el río llevara agua alguna vez, no pudieran seguir largos periodos de lluvia e inundaciones.  Y son los jóvenes (los más proclives a sufrir las consecuencias de este nuevo periodo: paro, marginación, inseguridad  en el futuro y tantas circunstancias derivadas de la desaceleración económica a la que, por mandato de estamentos superiores, hemos llegado), que no saben hasta donde pueden llegar las consecuencias de una confrontación, los que, probablemente se encuentren de manos a boca con que, la dilatada paz que gozamos, presenta un horizonte borrascoso.
Corresponde a quienes toman decisiones evitar el caos. No se trata de salir de una crisis a la que, tarde o temprano nos acostumbraremos y con la que, mejor o peor, conviviremos: se trata de dejar sentadas unas normas para la paz, para que la paz siga enarbolando su blanca bandera más allá de nuestra propia existencia  para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, sigan ignorando los tintes de la tragedia. Se trata de entender  que una sociedad bien fundamentada, no puede basarse en la desigualdad con la que se miden las injusticias, en la mentira o en la corrupción; se trata de entender al individuo como parte de un todo en el que nadie puede conseguir mejores logros si no es por su tenacidad o su esfuerzo y, aún así, entendiendo que los menos aptos, cosa que no siempre depende de la propia persona,  tienen el mismo derecho a la vida y al reparto equitativo de la ventajas o inconvenientes  de la riqueza o pobreza que un país o el mundo generen.
Se trata de cambiar el concepto de la existencia y comprender que el regalo de la vida es algo tan sagrado que ninguna guerra debe dar al traste con su realización. Se trata, en fin, de aceptar que por encima del poder, del dinero, del orgullo de llegar más alto o más lejos, está  la razón de una existencia en armonía como la que nos llega desde cualquier elemento de la naturaleza.

Y sin querer hablar del dramatismo que suponen los daños colaterales de una guerra: hambre, enfermedades, epidemias, desarraigo y todo cuanto hoy, a pesar de los malos momentos  que atravesamos, ignoramos por quedarnos lejos, si sería bueno pensar que esos daños, impensables en épocas de bonanza, son los primeros en llegar si las escarbaduras en el pasado no nos dejan ver el color del  sufrimiento.

viernes, 15 de noviembre de 2013

RAÍCES



La generosidad y amistad de Manuel Díaz-Pinés Prieto (GALMANGO), manzanareño de origen y gallego de adopción, ha tenido a bien crear este vídeo que gira en torno a mi poesía, dando un repaso a mis orígenes e intercalando poemas de varias épocas, para integrarlo en un hermoso proyecto que lleva a cabo, y en el que irá dando paso a todos los creadores de Manzanares en cualquiera de las facetas en la que destaquen. Manuel es un claro ejemplo de amor a las raíces, memoria del origen y nostalgia (aquí cabría decir morriña) de un tiempo y de unas gentes que conformaron su andadura vital en aquellos difíciles años de posguerra en los que le/nos tocó nacer.Todos sus trabajos llevan implícito el homenaje a su padre Melchor Díaz-Pinés -prolífico periodista de la época, quizás no suficientemente reconocido-, y a su madre Sagrario Prieto,

Gracias Manuel por tu aportación para que nuestra pequeña historia local, no caiga en el olvido.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

EL RICO QUE QUERÍA SER POBRE

Cuentan las crónicas que existió una vez un hombre, que aún sin ponérselo  convertía en oro todo lo que tocaba. Tanto y tanto atesoró que llegó al punto de tener que construir una cámara acorazada de tan grandes dimensiones que el arquitecto que la diseñó tuvo que echar mano de todo su ingenio y experiencia para dar solidez a la macro estructura que, durante años, precisó de  una ingente multitud de trabajadores: albañiles, carpinteros, electricistas, pintores, montadores de dispositivos de seguridad, fontaneros, escayolistas, herreros, y todo lo que imaginarse pueda para llevar a cabo tan extraordinario proyecto.
Como quiera que sus exigencias en el acabado necesitaban de una mano de obra especializada, pagaba bien a quienes cubrían las expectativas de su insaciable perfeccionismo, dando así lugar a que los trabajadores dispusieran de una considerable renta mensual que no sólo les permitía atender las necesidades familiares., sino que, además, les facilitaba la posibilidad de hacerse con tantas cosas como anunciaban las cadenas de televisión (casi todas salidas de las propias fábricas del afortunado empresario que, a su vez, daba trabajo en ellas a toda la población en las que las tenía ubicadas):
El gran empresario, el hombre (que por muchos tesoros que hubiera conseguido no dejaba de ser eso, un hombre con las limitaciones y necesidades de todo hombre), se alegraba de la prosperidad de la ciudad, pero no sin un puntazo de resquemor, motivado tal vez por las menores desigualdades sociales que se habían producido entre él y sus trabajadores y la felicidad que parecía emanar de un consumismo que aunque siguiera favoreciéndole con mayores beneficios, dejaba en entredicho su primacía social y su orgullo como persona; pues vestidos igual y siendo poseedores de todo lo que habían conseguido a causa de su esfuerzo, los hombres  se crecían hasta el punto de emular, e incluso anular, la personalidad de quien, tal vez por razones de destino, tenía tantas obligaciones a su cargo que le impedían disfrutar de los pequeños placeres de los que disfrutaban sus trabajadores.

“Ellos, se decía el poderoso hombre, disfrutan de la vida más que yo, tienen más horas de ocio, más tiempo para sus familias, más ilusión por lo que pueden adquirir. Se van de fin de semana, de puente, de vacaciones; comen en restaurantes los sábados, disfrutan del partido del domingo… Yo en cambio, tengo que darle constantemente a la cabeza para seguir manteniendo este emporio que me sujeta a sus exigencias.  Mi cárcel es de oro, pero al fin y al cabo cárcel. ¿Cómo he podido llegar a semejante despropósito?”

Olvidaba, o tal vez el todopoderoso, no tenía tiempo de pensar  que la dignidad es un legado que a todos nos pertenece; que lo intangible, como puede ser la condición humana, no debería ser medida en función de razones económicas; que los sueños, sólo son placenteros hasta ser conseguidos para luego pasar a esclavizarnos; que la vida es un andar constante hacia la muerte; que  los seres humanos, todos, somos homogéneos en nuestra desnuda concepción; que el camino es una ilusión que se nos antoja eterna hasta que descubrimos que hemos llegado al término de nuestra andadura  y  que nada que sea finito tendrá un final distinto al designado por el Gran Hacedor.

domingo, 10 de noviembre de 2013

EL FLAUTISTA DEL CONGRESO

Erase una vez un país en el que  sus habitantes entraron en una guerra fratricida que costó sangre, lágrimas y desesperación; tanta que, pasadas       bastantes décadas  de aquella horrible contienda,  aún  las heridas seguían supurando un hilillo de bilis que (pese a las maneras más o menos democráticas que los habitantes de dicho país se habían impuesto para tener  una convivencia tranquila), se manifestaban en conversaciones entre contrarios, en foros de dudosa catadura, en bares, en tertulias televisadas, en fin, en todo lugar y hora en las que la ocasión fuera propicia.
Como suele ocurrir en todos los órdenes de la vida (nada es para siempre), a tiempos de bonanza siguieron años de temporal;  a tiempos de exceso oleadas de carestía.  Y así, los habitantes que en una época consiguieron acceder a unos bienes que parecían regalados, se vieron, en la siguiente, amenazados por los mismos que en principio les hicieron pensar que todo el monte era orégano.
Pasado el tiempo y por razones que ni los más expertos economistas pudieron demostrar, el país comenzó a hacer aguas y el hundimiento parecía inminente. Al descenso en la natalidad y en el trabajo se unió la larga cola de jubilados; al pleno empleo siguió la Santa Hermandad de Parados; al estímulo por el trabajo siguió el desencanto y la impotencia. Nada parecía poder remediar el caos, pues mientras los llamados despilfarradores insistían que el camino del progreso pasaba por el bienestar social, los del bando contrario optaban por los recortes sociales y las subidas de impuesto en un intento de sanear la economía (la del país) siguiendo las directrices  que marcaba la Federación de Naciones Unidas, a cambio de hundir la propia economía doméstica que en la otra época parecía estar dando tan buenos frutos.
Aquella guerra fratricida con la que iniciamos esta parábola había pasado de los cañonazos mortales  a las manifestaciones más o menos pacíficas, de los gritos de unos a la intransigencia de los otros, de la elocuencia de los oradores a la desesperación de los oyentes. Nada parecía poder remediar la confrontación.
Pero hete aquí que un buen día,  pasó por el país un flautista (no tiene por qué ser el de Hámelin pues ese pertenece a la memoria colectiva de todos los niños de la tierra) que con sus melodías iba ganándose la vida por pueblos y ciudades, situándose a las puertas de las iglesias, de los grandes almacenes, de las calles transitadas,  en las que, a su gorra boca arriba en demanda de caridad, acompañaba un cartel en el que en letra grande y bien caligrafiada ponía: “POR FAVOR UN DONATIVO PARA SEGUIR TOCANDO MI FLAUTA”
La suerte, el destino, el camino, lo puso a las puertas del Congreso de los Diputados del país, en el que unos enormes leones de piedra, simbolizaban  vaya usted a saber qué, pues lo mismo podía ser fortaleza que dominio que majestad, o simplemente el capricho de ponerlos como algunos poseedores de chalés, ponen un perro de piedra a la entrada de su finca.
Ignorante del lugar en el que se había situado y desoyendo las voces que le invitaban a marcharse comenzó a hacer sonar su flauta. Su melodía conquistó a los de seguridad que, embelesados, optaron  por escuchar sin más impedimentos una música que, colándose por las ventanas del palacio sorprendió a los congregados aquel día, casi todos pues siempre solían faltar algunos  alegando cualquier excusa, si no compensaba la dieta o el día amanecía lluvioso.
A la salida, todos los congresistas, sin excepción pusieron sobre su gorra deslustrada  una moneda o varias, en función de la generosidad de cada cual, mientras el flautista, hinchados los carrillos por el inesperado aluvión de donativos, seguía haciendo sonar su instrumento con angelical dulzura.
La parábola termina aquí, pero el mensaje puede continuar su andadura haciéndonos ver que hay una sola causa por la que luchar y en la que todos debemos contribuir de igual manera para que siga sonando la flauta.


viernes, 8 de noviembre de 2013

LLEGADA A META

Es probable que a nadie que no haya llegado a este punto le importe lo que voy a decir, pero lo que seguro es que llegar a este punto, si no nos quedamos en el camino,  llegaremos todos, en mejor o peor forma, pero llegaremos. Y entonces sí, entonces será comprensible mi punto de vista, cualquier punto de vista que se nos ofrezca.
Llegar aquí, es parte de un proceso en el que todo vale. Se han tenido que sortear  miles de obstáculos, hacer muchas veces de tripas corazón, entender que cada etapa no era un triunfo, ni siquiera un fracaso, era solamente un paso, uno más de esos que uno tras otro estaban marcados en nuestro devenir. Pasos que nos han traído sin más mediación por nuestra parte que la inercia, esa inercia que constantemente nos ha ido empujando hacia nosotros mismos.
Y es ahora, llegados al muro donde todo es imaginario, donde el antes no cuenta porque ya no es, y el después es tan improbable como variopinto, cuando  cabe hacernos las reflexiones que tampoco serán la definitivas pero sí las que vayan más acorde con nuestro conocimiento, con nuestros hábitos, con nuestra formación como persona, que nunca será la que nos hayamos propuesto, sino la que las circunstancias  habrán demandado para nosotros.
Este enredo de cables, consecuencia de las muchas impresiones que nos han ido conformando a lo largo de nuestra vida, es el que en mayor o menor medida nos afecta a todos. Y nuestras teorías, esas que damos por ciertas y que defenderíamos hasta la muerte si llegara el caso  (puede que un poco menos), no dejan de ser impuestas  por otras teorías a su vez impuestas desde otras teorías a su vez impuestas.
Ninguna certeza deja de estar adulterada por los acontecimientos. Si el conocimiento hubiera llegado a la perfección, no estaríamos embarrancados en los mismos cenagales que embarrancaron a nuestros ancestros.  Seríamos un mundo en paz, donde la convivencia estaría basada en lo elemental, en lo simple; donde la vida importaría más que la forma de vivirla; donde el reparto de lo alcanzado habría satisfecho a toda la humanidad; donde las palabras mentirosas, habrían pagado impuestos o destierro.
Pero no es así. Y aunque ahora, muchos, enzarzados en el fragor de vuestra lucha no os deis cuenta, llegará el tiempo en el que comprendáis lo que quiero decir. Ahora, llegados a este punto,  de nada sirve hacerse otros planteamientos. Lo que no funcionó cuando creíamos que podíamos no va a funcionar cuando no podemos, cuando físicamente no podemos más que aceptar los acontecimientos y bailar al son que nos toquen.

Así que todas mis críticas, todas mis pataletas, todas mis afirmaciones…Nada. Ahora sólo queda el consuelo de intentar entender. Y acaso nunca, lleguemos a conseguirlo.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

NUEVAS PALABRAS

Casi siempre la búsqueda es una constante en los poetas. La poesía se diferencia de la prosa, a mi manera de ver, en la profundidad de la que nace. No es lo sencillo, lo que todo el mundo puede entender, tan fácil de escribir como pueda parecer en principio. Hay algo que nos atrae, que nos identifica con el alma de quien escribe con palabras salidas de la entraña. Pueden ser, incluso palabras coloquiales, de las que se utilizan en una conversación normal. Lo misterioso, lo inexplicable, es que con esas palabras colocadas en función de una manera de sentir, alguien pueda emocionar. Creo que la poesía, para salir de ese enclaustramiento en el que sobrevive, debe atreverse a ser humilde, a crear emociones desde la sencillez. No es este comentario un atentado contra ninguna forma de poesía, porque la poesía, en primer lugar, es arte y como tal, puede presentarse de mil maneras diferentes. Es sólo una apreciación de alguien a quien su intelecto no da para más.


Esta nueva entrega pretende hablar de esto de manera poética. Espero haberlo conseguido




Nuevas palabras. O cambiar las formas.
Decir de otra manera, Buscar otros propósitos.
El de ser, por ejemplo, más sincero.
El de darle a las cosas el sentido
con el que todo existe. Los poemas
son improntas de vida, ramalazos
de esa intensa tormenta en la que somos.
Cuando uno lo descubre, cuando llega
a ese lugar del ser en el que el tiempo
es más un aliado; cuando acaso
ya no queda más tiempo que el del verso
protegiendo, precario, el andamiaje,
es la hora -y no valen prebendas-,
de llamar a las cosas por su nombre.

Pesa menos el mundo. La mirada
se posa como un pájaro, sin prisa,
con esa precisión que la costumbre
pone en la liviandad de nuestros gestos.
Así el poeta sabe que ha llegado
a las nuevas palabras, las que nacen
de la propia experiencia, liberadas
de adornos o de afeites engañosos.
Y cuenta sus vivencias mansamente,
porque la mansedumbre es una ciencia
difícil de aprender. Cuestión de vida.
Cuestión de desengaños, de derrotas,
de hacerse o deshacerse pulso a pulso
como dunas de un único desierto.


Desnudar la palabra, ese es su anhelo,
presentarla recién amanecida
con olor corporal, con desaliño,
auténtica en su forma y en su fondo
Ya es su decir tranquilo; de maestro
que quisiera evitarnos sus fracasos;
de amigo fiel a pie de confidencia.
Sabe, el poeta bien sabe que es difícil
la meta perseguida; que el poema
tendrá tantas lecturas como ojos
indaguen en su centro. Pero intenta
-palabra que lo intenta- ser coherente
con esa nueva forma de asomarse
a los pliegues profundos del poema.







sábado, 2 de noviembre de 2013

APOCALIPSIS

No es un poema divertido, pero sí demostrativo de que el tiempo y las personas no alteran el devenir de la humanidad. Nos corresponde a nosotros, mientras podamos, sentar las bases de una nueva civilización , ya que probablemente, la actual, se originó en algún despiste de Dios, 





"Siempre el tiempo es el mismo"

Nos cuenta la historia
que en aquel tiempo, la gente vivía con lo puesto.
Los pobres, casi todos, comían de las migajas del banquete de los opulentos.
Las mujeres se escondían detrás de los muros de adobe de sus humildes viviendas
a engendrar y parir los hijos del tedio y la desesperación.
Los niños moqueaban mientras hacían lo que han hecho todos los niños siempre:
jugar delante de las puertas de sus casas.
Las enfermedades y la muerte bailaban sobre los tejados de cañas
entretenidos en el juego de adivinar el sexo del próximo difunto.
La miseria, la insalubridad, la falta de agua y alimentos
diezmaban a las familias que, por esa razón entre otras, multiplicaban la especie.

Y así fue creciendo el mundo animado; mientras el otro, el estático,
seguía pareciendo el cuadro del salón comedor de Dios.


Y pasaron los siglos terriblemente lentos,
-lentos como transcurren los ríos de lo eterno-,
aquel tiempo no es sino tiempo olvidado
en esta epifanía de nuevos contraluces.

Siempre el tiempo es el mismo.

Y nos sigue contando la historia
(la historia, en este caso, es contemporánea)
que llegaron los tiempos del teléfono móvil
(el milagro perfecto, el maná de los pobres)
Desde entonces, los pobres cambiaron las migajas
por el chute agenciado en el mercado negro,
(a golpe de teléfono se consiguen milagros
si el escrúpulo es poco
y el dinero, ilegal, sigue siendo de curso).
Que hoy el mundo es un antro donde todo es posible,
donde vender el alma es tan sólo un oficio
-acaso un viejo oficio sabiamente aprendido-
con el que conseguir generosas prebendas.
(La miseria es la misma que contaban aquellas
páginas tenebrosas de los libros sagrados
en los que Dios hervía -paladín justiciero-
su pócima de plagas contra todo lo infecto).

Siempre el tiempo es el mismo.


En estel tiempo la gente se moría de asco
-un asco de sí mismos para el que nadie era capaz de recetar remedio-.
Las mujeres lloraban amargamente por sus hijos muertos de sobredosis,


o en reyertas callejeras producidas entre grupos mafiosos
que se disputaban la esquina más propicia para mercadear su miseria.
Los marginados, casi todos, esnifaban la mierda que caía de las mesas de los opulentos
que a carcajada limpia planeaban su dominio desde sus torres blindadas.
Las niñas y los niños, se prostituían ante la mirada perdida de una sociedad ensimismada
que no acertaba a desterrar su miedo y su egoísmo..
El Sida, el cáncer, las enfermedades coronarias, el exceso de velocidad,
las guerras selectivas, con sus consabidos daños colaterales,
cabalgaron por todo el orbe como nuevos y esperpénticos jinetes del apocalipsis
diezmando las familias, ya breves de antemano,
por el férreo control de natalidad que les imponía su agitada existencia.
La tierra bramó; el aire si hizo tóxico y los océanos abrieron sus tentáculos
hasta ocupar toda la superficie del planeta.
La Muerte. bailaba sobre las azoteas de asfalto
entretenida en adivinar las causas que provocarían el siguiente fallecimiento

Y así fue desapareciendo el mundo animado, mientras el otro, el estático,
seguía pareciendo el cuadro impoluto del salón comedor de Dios.
           
Siempre el tiempo es el mismo
.
Y pasaron, de nuevo, lentamente los siglos
Y se puso la tierra a parir nuevamente.
Y corrieron los ríos con su carga de peces.
Y los mares se hicieron felizmente habitables.
Y surgieron los bosques con esplendor antiguo.
Y amaneció la vida desde la desmemoria
de un Dios que se moría de puro aburrimiento.

Siempre el tiempo es el mismo.

Y seguirán pasando lentamente los siglos,
y seguirá la vida muriendo lentamente
hasta que ya no queden vestigios de nosotros
y alguien venga de nuevo, perdida la memoria,
a contar en parábolas la historia de los tiempos.