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martes, 8 de mayo de 2018



PESCAITO-


Después de todas las palabras, no hay palabras. Después de todos los llantos no hay consuelo. Después de todos los intentos sólo queda el silencio…

Gabriel era inocente. No sé todos los demás, pero Gabriel era inocente. Como todos      los niños que se ven sometidos a las medidas más o menos legales que suceden a la separación de los progenitores. Porque también para ellos comienza una nueva vida. Una vida en la que tienen que aprender a estar y a convivir con desconocidos, con nuevas parejas, con nuevas costumbres.
Hay puntos de referencia: madre, padre, abuelos… Pero la vida para ellos, para los niños, se rompe en el momento en el que alguien toma la decisión de separar caminos. Son ellos los verdaderamente castigados de esas historias. Ellos los que tienen que aprender a mirar con otros ojos, a entender con otras palabras, a descubrir nuevas interioridades.

No busco culpables. Las cosas, la vida, viene siendo así desde que el mundo es mundo (frase socorrida cuando no hay más que decir). Y no hay leyes que amedranten a quienes tienen en los genes instintos superiores a su propio raciocinio; ni condenas que rediman, ni campañas que conciencien, ni lecciones que motiven. Porque es, en definitiva, la sangre la que manda, las vísceras las que odian, la propia condición la que conduce a las más insólitas acciones.

Es emocionante ver que una nación entera llora por la vida de un niño (incluso quien ha cometido la barbarie). Es impactante ver cómo las redes sociales, se llenan en escasos minutos de dulces pececitos que primero aguardan expectantes y luego nadan hacia el mar de las ausencias. Es humano llorar y pedir y sentir. Es humano ser humanos…

No sé qué impulsos oscuros, pueden mover a alguien a ejecutar una barbarie. Cuál de nuestros componentes, se altera para que lo más sagrado pueda aniquilarse de un golpe. Ese golpe que una vez dado ya no tiene remedio, por más que el arrepentimiento nos venga también de golpe.

Nuestra sociedad ha cambiado. No voy a entrar en si para bien o para mal, pero ha cambiado. Las relaciones, las promesas, lo trascendental. se convierten en papel mojado cuando no nos interesan. Y en aras de una libertad más que dudosa ponemos tierra por medio para salir ¿fortalecidos?, hasta el nuevo tropezón. El concepto de núcleo familiar, hoy, nada tiene que ver con el de hace cincuenta años (que siguen siendo nada, aunque sean más de veinte). Y así podemos encontrarnos con un mosaico plural que, se está demostrando, no es la panacea.

Es un tema difícil este. Porque yo quería decir que siento lo del “Pescaito” y miren en qué berenjenales me estoy metiendo.
Y los legisladores, en un más difícil todavía, inventan maneras para que la sociedad sienta que se vela por sus derechos, aunque esos derechos perjudiquen, por derecho, a los más inocentes.

La multiculturalidad, necesaria y rica en la mayoría de las ocasiones, también se demuestra conflictiva cuando la religión, o simplemente la distancia, ponen barreras insalvables entre quienes pensaron que un poco de exotismo haría bien en sus vidas. Y se vuelve a legislar para que los jueces tengan herramientas necesarias para enjuiciar todo aquello que escapa a lo establecido, a lo estudiado, a lo ortodoxo, aunque sean, estas, palabras traídas a colación para rellenar un artículo que sólo es una mera opinión. Como casi todo.

Hoy lloramos por Gabriel. Un niño dulce, como todos los niños. Por sus padres, Patricia y Ángel, que han sufrido en carne propia la devastación más atroz que puede ocurrirle a unos padres; por la sociedad. Sí, también por la sociedad, que va dando bandazos a remolque de las mareas que la asolan.

Hoy lloramos por la vida. Y por todos los pescaitos que tienen que nadar contra corriente...