Agradecido y emocionado por este texto que Federico Gallego Ripoll, hace sobre mi poesía.
COMO
QUIEN RESPIRA
(La
poesía natural de Jerónimo Calero)
Atender a la sutileza de los estados
intermedios, elegir la permanencia del paisaje cercano, las emociones
cotidianas que forjan el carácter y la ironía ante el desamparo que produce la
conciencia de finitud, son patrimonio de los hombres sabios que establecen lo
contiguo como ámbito de conocimiento y –acaso, en ocasiones- felicidad. Así, el
amor sosegado, la reflexión serena, la opción por la sencillez como forma
respetuosa de tratar a la palabra y dotarla de un cauce confortable, la
consideración del tiempo como barco que nos lleva, el no herir, no forzar, no
impostar, no incurrir en desatinos ni extravagancias, son señas que
caracterizan la poesía natural de Jerónimo Calero, que aparece como el primer
mosto que mana de su propia naturaleza y llega al vaso conducido por su simple
peso. Acostumbrado a aconsejar sobre cómo combinar o desechar hechuras, cortes,
colores y texturas, se reconoce con naturalidad en el terreno de la armonía y
el aliento reposado y musical del verso, donde no hay disonancias ni
trastabilleos, sea cual sea el formato elegido, desde el clásico soneto al
verso blanco de aliento salmódico y compostura versicular.
Jerónimo
Calero escribe como vive, con la misma tranquilidad de ánimo, un cierto
pesimismo consustancial de honda raigambre manchega, y el mismo permanente
intento de verdad, pues bien dice que “la vida y la poesía son hermanas
siamesas”. Y por eso sus poemas, compilados en los últimos tiempos en dos
sensatos libros de hermosa factura: “¿Y quién es el que canta?” y “Soledades”,
se suceden con la naturalidad con que un día sucede a otro, o, a una, otra
estación.
Aunque
la poesía es única y cada cual la asimila y afronta de su mejor manera, hay en
los poetas que ejercen su oficio en ámbitos cercanos, en sociedades de
dificultosa intimidad, como son los pueblos y las pequeñas ciudades, un
componente añadido al de la propia creatividad, y es el de ser reconocidos por
su entorno como depositarios de una parte valiosa de la memoria o el talante
comunes de sus conciudadanos, porque siempre los poetas han sido garantes de la
custodia de “las palabras de la tribu”. Y eso les condiciona con una
responsabilidad añadida: la de haber de cuidar no sólo su propio discurso, sino
también saber transmitir ese ámbito de memoria expandida que estas sociedades
pequeñas depositan en sus representantes más respetados. “Un poema, un
ciprés... cosas corrientes”, dice; y también “mis palabras son fruto de la
tierra que habito”.
Así,
Jerónimo Calero sabe mantener con dignidad esa representación implícita de los
valores esenciales y duraderos en que destaca como aglutinador de una riqueza
emocional compartida. Hay en su sereno mancheguismo, nada tópico, una
reivindicación de la poesía de la acritud de la cotidianeidad, el enunciar la
inercia de las limitaciones, reconocer la finitud de todos nuestros límites,
nuestra incapacidad para entender la vida, e incluso para asimilar la belleza
que nos llegue en un lenguaje diferente al propio.
La
escritura, en su caso, se va desarrollando sosegada; es la poesía de un hombre
que camina reposado y, mientas anda, al ritmo de su paso, va dejando escapar su
pensamiento, como si al compartir su conciencia de la temporalidad y las
rémoras apesadumbradas de la existencia, aligerara, junto a su zurrón, su
conciencia: “...a mí me ha sobrepasado casi todo”, afirma.
Hay en esta poesía un
permanente tono de abandono de las fuerzas, un cansancio de estar siempre en
ese punto intermedio entre lo que se ha perdido y lo que nunca se tendrá, una
reflexión existencial sobre el continuo ejercicio de la pérdida o el abandono.
Vivir es aceptar esta costumbre, quitar hojas al calendario, confiar en ser
sorprendido por una buena noticia. Y también es escribirlo. Vivir es escribir
el cómo y el porqué, y el contra quién la vida va pasando mientras adelgaza y
transparenta la piel que nos contiene.
Los
poemas se suceden en fragmentos numerados, dando continuidad al intento de
recrear un mundo extendido, amplio como el paisaje en el que el poeta se
inscribe. Es una panorámica general, lenta y en círculo, que a veces nos otorga
la calma de una siesta, o el resorte feliz de un guiño desde el muy peculiar y
a veces dificultoso sentido del humor de los hombres de llanura, que no poseen
más sostén que la intemperie.
El
paso del tiempo, con sus progresivas limitaciones acumuladas, le empuja a hacer
inventario de lo que ya no somos, a base de ir añadiendo relación de dolencias.
Como si nombrarlas limitara –o al menos controlara- su efecto. En definitiva,
el tiempo es compartir lo que nos falta. “Cuesta toda una vida aprender a
sacarle partido a las mermas”, dice Jerónimo Calero, y dedica su enjundia a
loar la vejez, cuando ya no es preciso rendir cuantas a nadie –de este mundo-
porque hecho está lo ya hecho, y no se exige hacer lo que no se hizo. El poeta
se sitúa en esa ficticia atalaya de una vejez –en su caso, metafórica, no real-
que no es sino recurso literario para soltar la lengua con el desparpajo que
otorga una independencia bien ganada. “Sé que aún me queda todo el tiempo que
necesito / para acercarme a mi pensamiento”, dice, y de repente se sitúa sin haberlo pretendido
junto a estas artificiosas y tan de moda doctrinas del mindfulness,
(actitud consciente cada instante), que desde hace siglos vienen practicando
como algo natural, sin tanta parafernalia ni tanta publicidad, las gentes de
nuestra tierra.
“No
es lo malo morirse.
Lo
malo es no saber a qué vinimos.”
Escribir
poesía como quien respira (¡no es cicato el empeño!), y hacer que a través
de ella respiren las palabras y las emociones descritas, las pequeñas
anécdotas, el tiempo y sus roturas, sus pérdidas, su inevitable flujo tierra
adentro. Como quien respira, bien consciente de cada bocanada de aire fresco,
su peso y su medida, su importante fragilidad. La poesía es su medio natural, y
cuando menos se preocupa porque sea brillante es cuando más eficaz se muestra.
Lo más valioso de la poesía de Jerónimo Calero es su naturalidad, su no
empecinamiento –tan común- en buscar acentos rimbombantes y expresiones sonoras.
Las palabras sencillas, bien usadas, han sido siempre las más jugosas y
eficaces cuando el poeta habla y reflexiona desde la verdad. Y éste es el caso.
El
itinerario por los libros de Jerónimo Calero es muy recomendable para todos los
amantes de la poesía, y también -y casi, sobre todo- para quienes no lo son,
porque aprenderán a ver con otros ojos y a sentir cosas que nunca hubieran
sospechado que tenían dentro de sí. Nos encontramos aquí con un poeta que,
ocupándose de las cosas naturales del mundo, y haciéndolo con buena mano,
discreción y raciocinio, ejerce una valiosa pedagogía sobre el hecho de
escribir y compartir lo escrito, desde la confianza de hacer que sus lectores
puedan asumir como propia la experiencia del poeta, que no hace sino poner por
escrito lo que nos pasa a todos y decirlo de una manera hermosa y perdurable,
desde esa actitud de utilizar con solvencia un yo más expandido que limitador.
¿Juego
o compromiso? se pregunta el poeta. Quizás la respuesta sea una palabra a medio
camino de ambos y que a ambos contiene: inevitabilidad. Jerónimo Calero es un
poeta inevitable, un hombre inevitable que se expresa en poeta, y en poeta se
justifica, agradece los dones recibidos, lamenta los estragos del tiempo... y
sigue su camino. Porque en cada nuevo día se inaugura también como poeta,
retoma la labor dejada a medio concluir el día anterior y sale con las palabras
en las manos a que les dé directamente la luz del sol, el aire leve que se
lleve los hilos mal cortados. Porque sólo bajo la luz sin medias tintas de la
calle, los tejidos y los poemas entregan sin disimulos su verdad.
FEDERICO GALLEGO RIPOLL
Jerónimo
Calero, ¿Y quién es el que canta?, Cuadernos
del laberinto, Madrid, 2012
Soledades, Huerga y Fierro, Madrid, 2016