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martes, 16 de agosto de 2016

TIENDAS CON SABOR.

TIENDAS CON SABOR.-

                                                           Para Antonio Noblejas Fernández-Vázquez
Propietario del comercio en el que inicié mis primeros pasos     

Mi corazón es una tienda. No lo había pensado nunca, bueno, casi nunca. Sólo cuando coloco sus estanterías (las del corazón) y observo la perfecta armonía de su bombeo a todo color; o cuando al desplegar una tela veo que esta  cobra una vida que no tiene y que no es otra que la transmitida a través de mi sangre. Ya sé que un corazón y una tienda no tienen elementos comparativos. O sí, vaya usted a saber por qué, si no, se me ocurren a mí estas reflexiones. Por poner un ejemplo de todos conocido: Pinocho sólo vivió en el corazón de Geppeto y sin embargo la historia del muñeco de madera que habla y al que le crece la nariz si dice mentirijillas se hizo universal. Todo es cuestión de fe, de tener el convencimiento necesario para creer que lo que pensamos es posible...

Tendría yo catorce años y un futuro poco esperanzador cuando mi madre habló con un comerciante del pueblo por si necesitaba un muchacho. Y sí, por abreviar en este punto, sí lo necesitaba. Así que le de la noche a la mañana me vi desempeñando funciones de aprendiz en aquella tienda de tejidos que, ya por entonces, era un referente en el pueblo. Eran estas a saber: limpieza diaria del suelo a base de agua y serrín; encendido de la calefacción con el correspondiente cernido de carbonilla  para conseguir alimentar la estufa unos días más, limpieza de cristales, recados y recogida de paquetes en la estación; entrega a domicilio de mercancías, organización de trastienda, control de existencias, práctica en plegado de telas que previamente se desliaban de su plegador; dar un buen repaso al polvo mediante los zorros –instrumento que consistía en unas tiras de material flexible atadas a un mango-; cosido de etiquetas en la cabecera de las piezas; colocación de estantes en perfecta simetría y todo aquello que uno pueda imaginar que se le podía encargar a un aprendiz , como ir a por el “cierratejaos” - artilugio inexistente que alguien avisado se encargaba de tener metido en un saco a ser posible con bastante peso- a la carpintería o al taller más alejado del pueblo y con el que se hacía el recorrido de ida y vuelta a la ingenuidad.

Pero por encima de todo, aquel lugar era mágico. Una tienda nunca es igual, cambia de un día para otro según los artículos recibidos o la colocación que se les de;  recuerdo cómo en aquella cambiaban los colores, las texturas, los espacios, la luz, o la resonancia de las voces. Pero era a la llegada de las clientas cuando la tienda tomaba su exacta dimensión. La oferta y la demanda estaban supeditadas al conocimiento mutuo: El cliente sabía lo que buscar en aquella tienda y el comerciante sabía qué ofrecer a sus clientes - ya amigos por el continuado trato-. Así las transacciones eran rápidas, fiables y del agrado del consumidor.

Los aprendices mirábamos aquel trajín retirando lo no necesario y acercando lo que los mayores nos solicitaban con prontitud y eficacia, con el encendido deseo de que en uno de esos momentos de prisa, se nos requiriese para realizar también las operaciones de venta que pudiesen estar a nuestro alcance.

Y sin darnos cuenta, y pasados unos años, los aprendices éramos expertos vendedores, conocedores de la clientela y de los entresijos del arte de vender que era algo más que la simple estrategia de dar y tomar. Porque vender suponía gracejo para ganarte a la clienta; un saber estar a caballo entre la  prudencia y el exceso de  confianza;  habilidad para conseguir buenas ventas - esto entraba ya dentro de las cualidades propias de cada vendedor-;  siempre se podía ofrecer algún otro producto acorde con lo vendido anteriormente; por ejemplo si se habían vendido sábanas se podía ofrecer tela para la funda del colchón; si un vestido, el forro; si unos pantalones de pana, una blusa de dril... el caso era redondear la venta para sentirse uno satisfecho con el propio desarrollo profesional.


Nunca habrá mejores escuelas de formación  que aquellos genuinos establecimientos en los que, avezados vendedores, con todo el saber del mundo sobre sus huesos te transmitían sus conocimientos de manera natural. Lugares casi sagrados en los que todo era un ritual; desde el buenos días a la llegada del jefe  que  siempre estaba allí cuando los demás llegábamos, hasta el quiere usted alguna cosa, pregunta cortés y retórica que se hacía al despedirnos, fuera mañana o tarde.


Y así el corazón se iba esponjando y convirtiéndose en una parte más de aquel especial entramado. Yo no sé cuándo el mío comenzó a parecerse a una de esas reliquias, hoy desaparecidas. Se que un lugar no muere si la memoria lo cobija. Y sé que en lo referente a aquel lugar, tengo buena memoria.