TIENDAS CON SABOR.-
Para Antonio Noblejas
Fernández-Vázquez
Propietario
del comercio en el que inicié mis primeros pasos
Mi corazón es una tienda. No lo había pensado
nunca, bueno, casi nunca. Sólo cuando coloco sus estanterías (las del corazón)
y observo la perfecta armonía de su bombeo a todo color; o cuando al desplegar
una tela veo que esta cobra una vida que
no tiene y que no es otra que la transmitida a través de mi sangre. Ya sé que
un corazón y una tienda no tienen elementos comparativos. O sí, vaya usted a
saber por qué, si no, se me ocurren a mí estas reflexiones. Por poner un
ejemplo de todos conocido: Pinocho sólo vivió en el corazón de Geppeto y sin
embargo la historia del muñeco de madera que habla y al que le crece la nariz
si dice mentirijillas se hizo universal. Todo es cuestión de fe, de tener el
convencimiento necesario para creer que lo que pensamos es posible...
Tendría yo catorce años y un
futuro poco esperanzador cuando mi madre habló con un comerciante del pueblo
por si necesitaba un muchacho. Y sí, por abreviar en este punto, sí lo
necesitaba. Así que le de la noche a la mañana me vi desempeñando funciones de
aprendiz en aquella tienda de tejidos que, ya por entonces, era un referente en
el pueblo. Eran estas a saber: limpieza diaria del suelo a base de agua y serrín;
encendido de la calefacción con el correspondiente cernido de carbonilla para conseguir alimentar la estufa unos días
más, limpieza de cristales, recados y recogida de paquetes en la estación;
entrega a domicilio de mercancías, organización de trastienda, control de
existencias, práctica en plegado de telas que previamente se desliaban de su
plegador; dar un buen repaso al polvo mediante los zorros –instrumento que
consistía en unas tiras de material flexible atadas a un mango-; cosido de
etiquetas en la cabecera de las piezas; colocación de estantes en perfecta
simetría y todo aquello que uno pueda imaginar que se le podía encargar a un
aprendiz , como ir a por el “cierratejaos” - artilugio inexistente que alguien
avisado se encargaba de tener metido en un saco a ser posible con bastante peso-
a la carpintería o al taller más alejado del pueblo y con el que se hacía el
recorrido de ida y vuelta a la ingenuidad.
Pero por encima de todo, aquel
lugar era mágico. Una tienda nunca es igual, cambia de un día para otro según
los artículos recibidos o la colocación que se les de; recuerdo cómo en aquella cambiaban los
colores, las texturas, los espacios, la luz, o la resonancia de las voces. Pero
era a la llegada de las clientas cuando la tienda tomaba su exacta dimensión.
La oferta y la demanda estaban supeditadas al conocimiento mutuo: El cliente
sabía lo que buscar en aquella tienda y el comerciante sabía qué ofrecer a sus
clientes - ya amigos por el continuado trato-. Así las transacciones eran
rápidas, fiables y del agrado del consumidor.
Los aprendices mirábamos aquel
trajín retirando lo no necesario y acercando lo que los mayores nos solicitaban
con prontitud y eficacia, con el encendido deseo de que en uno de esos momentos
de prisa, se nos requiriese para realizar también las operaciones de venta que
pudiesen estar a nuestro alcance.
Y sin darnos cuenta, y pasados
unos años, los aprendices éramos expertos vendedores, conocedores de la
clientela y de los entresijos del arte de vender que era algo más que la simple
estrategia de dar y tomar. Porque vender suponía gracejo para ganarte a la
clienta; un saber estar a caballo entre la
prudencia y el exceso de
confianza; habilidad para
conseguir buenas ventas - esto entraba ya dentro de las cualidades propias de
cada vendedor-; siempre se podía ofrecer
algún otro producto acorde con lo vendido anteriormente; por ejemplo si se
habían vendido sábanas se podía ofrecer tela para la funda del colchón; si un
vestido, el forro; si unos pantalones de pana, una blusa de dril... el caso era
redondear la venta para sentirse uno satisfecho con el propio desarrollo
profesional.
Nunca habrá mejores escuelas de
formación que aquellos genuinos
establecimientos en los que, avezados vendedores, con todo el saber del mundo sobre
sus huesos te transmitían sus conocimientos de manera natural. Lugares casi
sagrados en los que todo era un ritual; desde el buenos días a la llegada del
jefe que siempre estaba allí cuando los demás
llegábamos, hasta el quiere usted alguna cosa, pregunta cortés y retórica que
se hacía al despedirnos, fuera mañana o tarde.
Y así el corazón se iba
esponjando y convirtiéndose en una parte más de aquel especial entramado. Yo no
sé cuándo el mío comenzó a parecerse a una de esas reliquias, hoy desaparecidas.
Se que un lugar no muere si la memoria lo cobija. Y sé que en lo referente a
aquel lugar, tengo buena memoria.