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domingo, 31 de julio de 2016

PALABRAS.

Miro mi fichero en el ordenador. Cientos de trabajos escritos: Poemas sueltos, libros a medio construir, artículos, relatos, cartas... Todo mi mundo aquí, en un decímetro cuadrado de superficie con un grosor de dos milímetros. Y aún caben más y más trabajos; más de los que podré ser capaz de escribir en todo lo que me resta de vida. Cómo es posible, me digo, reducir a tan escaso espacio el desarrollo mental de una vida. Si las palabras pesaran, serían toneladas las que yo habré utilizado, no sé si bien o mal, en este divertimento que supone contarle a un papel mis interioridades. Si ocuparan espacio, necesitaría una nave de las del Polígono Industrial para irlas apilando sobre sólidos palés; si contaminaran dejarían sobre la cal de las paredes reguerillos negros como de tinta china en vías de descomposición; si se agitaran, derribarían paredes y edificios enteros en su afán de expansión incontrolada.

Y sin embargo están aquí. En el bolsillo de mi chaqueta, en una minúscula porción de plástico que cabe en mi mano. Inofensivas, quietas, inservibles para quienes esperan milagros de las palabras de los otros.
Ni que decir tiene que a mí me han servido. Porque son mías y porque las he utilizado del modo que me ha apetecido. De este modo, me he recreado en su lectura, y  porque las he hecho para mi propia complacencia, me he sentido complacido. Esto, que puede sonar impertinente, es así en todos los que escriben. La primera satisfacción que produce un escrito es para su autor; como una comida para quien la cocina, o un cuadro para el pintor que lo ha imaginado. Después está el servicio a la literatura, a la humanidad, a las ideas. Así es en las grandes obras de los grandes autores. Pongamos a Cervantes recreándose con las sombras de su subconsciente, divirtiéndose con personajes estereotípados  a los que, además, ridiculizó o engrandeció en función de su oficio de escritor. Cervantes, como todos, se habla a sí mismo; se cuenta historias para pasar el tiempo, ese tiempo que sobra después que se ha utilizado el que da para comer, salvo que esa función esté cubierta sin necesidad del esfuerzo personal y diario. Pongamos a Pessoa, confeccionando su Libro del Desasosiego, recreándose en sus divagaciones, en sus abstracciones, en su metafísica. Pongamos a Saramago relatando su visión humana de los acontecimientos más relevantes del Cristianismo. Pongamos a Carlos Marx interpretando las funciones del Capital.

¿Quién duda que todos ellos atendieron a una necesidad de su espíritu? ¿Y quién duda de que ese espíritu, en su minúscula parcela creativa intenta emular el placer del Gran Creador, en  el gozo supremo de sentirse hacedor?

Y porque cada cual utiliza sus propias palabras para sentirse pleno sobre la tierra, no valen de mucho las de los demás. Si no es, porque todos repiten las básicas, las imprescindibles para subsistir, pocas en definitiva, no se explica que el Mundo siga inmerso en un caos de destrucción y muerte. Si la palabra tuviera esa fuerza que todos le atribuimos no sería necesario estar repitiendo incesantemente mensajes y consignas que resbalan y adormecen a quienes no sienten sobre sí su fuerza o su fiereza.

La palabra es un lujo y como tal la utilizan quienes saben manejarla. Lástima que tanta floritura sea tan parcial y subjetiva como para poder ser desmitificada con más palabras.