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miércoles, 17 de agosto de 2016

ESBOZO PARA UN CUENTO FUTURO.


Me pregunto  cuáles son  realmente las características  necesarias para desarrollar un cuento o un relato. Supongo que la primera es inventarse una historia con un principio un final y unos personajes a los que habrá que ir modelando según necesidades de guion; también será necesario ambientarla en un determinado lugar y proveerla de una acertada  narración. Es decir, es una tarea a todas luces ardua y para la que, pienso, no estoy preparado.

Para contar una historia yo suelo partir de una frase, sin más. Podría ser, por ejemplo:” Cuando sonó el despertador sintió un estremecimiento…” o  ”La estación estaba en penumbra cuando el tren,  con un rugido de búfalo…”, también podría comenzar diciendo:  “el sueño de María la había sumergido en las profundidades del averno…”. A partir de algunas de estas frases, tiro y tiro de la madeja hasta irle dando forma, significado, argumentación… Es como ir sacando agua de un pozo con uno de aquellos viejos zaques de piel con los que uno tras otros ibas llenando la pila donde abrevaban las mulas o el ganado. Al final, la pila se llenaba de un agua virginal y transparente y se daba por concluida la misión que no era otra que llenar la pila. Ya sé que a lo mejor esta forma de hacer carece de técnica y que lo mismo puedo llenar dos páginas que veinte; que dejar a la improvisación el resultado de un relato puede mostrarlo incompleto; que mejor no escribir si no eres capaz de saber lo que quieres decir. Pero mira por dónde, a mí me gusta escribir y confío en exceso en la providencia que siempre me ha socorrido en estos trances. No quiero decir que haya escrito maravillas, pero no he salido malparado en mis intentos.
Hoy voy a comenzar por esta frase: “Se miró en el espejo de sus cavilaciones y le pareció que ya no era tiempo de dudas sino de certidumbres” ¿Quién es nuestro personaje: hombre,  mujer, cura,  deportista, inmigrante, actor…? No lo sabemos. Pero lo sabremos según nos vaya demandando el argumento.

“Se miró en el espejo de sus cavilaciones y le pareció que ya no era tiempo de dudas sino de certidumbres. Allí, en aquel tótum  revolútum  que era el cajón del alma donde se iban almacenando las vivencias, las evidencias, sólo quedaba clara una cosa: que había transcurrido la mayor parte de su tiempo en esta vida; que los huesos le malsonaban; que la próstata  había crecido considerablemente; que  por la nariz se le escapaba un hilillo incontinente de una sustancia que bien podría ser agua, pero que cayendo por donde caía, producía mal efecto, máxime, si como le ocurría últimamente, era la hora del almuerzo”.

Ya va quedando claro que se trata de un varón, que su edad es avanzada y que la cosa va de despedida, de inventario, de regreso al origen. Pero no sé, realmente, en qué parará esta aventura…

Vinieron a su memoria recuerdos atropellados de un tiempo que le pareció ajeno ( de tan lejos llegaban) y que lo transportaban a un lugar llamado infancia; un lugar luminoso por el que desfilaban sus padres, sus hermanos, aquel perrillo llamado ”chaleco”, tan juguetón; el ruido monocorde de los cangilones subiendo y bajando a la angosta noria y dejando caer sobre la artesilla el agua virginal y transparente que luego le gustaba beber en el reguero, a la salida del sifón, donde la fuerza del chorro había arrastrado la tierra dejando una superficie de piedra lavaba que hacía que la claridad invitara a saciarse glotonamente de aquel delicado néctar. La tragedia en la que su padre, un avezado tractorista al que su experiencia ponía como ejemplo para las nuevas generaciones, perdió la vida tal vez por un exceso de confianza  (nunca le dijeron las causas), dejándoles en la más mísera orfandad”.

Bueno, pues ya hemos orientado la acción. El personaje, del que aún no sabemos el nombre ni creo que importe tal y como se va desarrollando la historia, rememora viejas vivencias porque, parece ser, es lo único a lo que hoy puede aferrarse. Esto nos posibilita para dejarlo viudo tras un largo y  armonioso matrimonio y situarlo en la casa de alguno de los hijos que se reparten la tarea de cuidarlo y que están deseando  (porque ya se sabe que a uno de los dos cónyuges no le toca nada) que llegue fin de mes para hacer el traspaso de obligaciones;  también quedaría bien encontrarlo en una de esas asépticas residencias de ancianos tan de moda y, por desgracia, tan necesaria en nuestros días. Y creo que es ahí donde lo vamos a encontrar.

“La habitación de la residencia en la que pasaba sus últimos años porque alguien consideró que “era lo mejor para su situación”  era modesta –tanto le daba-: una cama de noventa de espartano diseño con impolutas sábanas blancas que las empleadas de la limpieza se encargaban de cambiar cada dos días, una colcha tan impersonal como discreta con la que cubrían las sábanas o la manta, según la época del año,  y unas cortinitas de etamina que más que decorar, recargaban de tristeza el aspecto de la desolada habitación; una pequeña mesita de noche, en la que guardaba algunos pares de calcetines, pañuelos y calzoncillos-  todo marcado con la inicial de su nombre- y el viejo reloj que un día fuera de su padre y del que jamás se había desprendido. El armario, de dos puertas almacenaba su modesto ajuar: dos camisas, dos pares de pantalones, un jersey grueso, una bufanda, una pelliza que conservaba desde tiempos remotos y una fotografía de su mujer que había pegado en el interior de una de las puertas con el único fin-quiero pensar- de pedirle ánimo cada día.
Dormía poco. Casi toda la noche se la pasaba pegado a una gangosa radio a pilas –que  con un mínimo volumen,  no fuera que las monjas le llamaran la atención,  se ponía  junto a la oreja con la que mejor oía- ,  con la que trataba de estar al día de unas noticias que olvidaba al  comenzar el día siguiente. Puede que le fallara la memoria o que en el duermevela con el que cruzaba las noches, se le fuera el meollo de la noticia. Lo cierto es que a pesar de su interés, aún, por las cosas mundanas, vivía en un limbo del que ya le sería difícil salir y más parecía una preparación para lo que, por ley natural, se avecinaba”.

Podríamos ahora hablar de su profesión, de su matrimonio, del nacimiento de sus hijos, de las vicisitudes de una vida que debió ganarse a pulso. Podríamos hablar de sus ilusiones, de sus sueños, de sus logros. Podríamos y lo vamos a hacer:

“Aunque cada vez con menos nitidez, recordaba sus días de escuela; pocos, porque a los diez años, como consecuencia del fallecimiento de su padre, como ya es sabido,  comenzó a trabajar de motril en una de las importantes fincas de una de las importantes familias del pueblo. El motril, ya se sabe, era el que ayudaba a los labradores en las tareas de la casa: barrer, fregar el caldero, preparar las comidas, sacar la cuadra, llenar la pajera, mullir los mantujos, dar lustre a los arreos… No estaba mal, después de todo. Era un oficio variado en el que se aprendían cosas que para algo servirían en su momento. Había que contar con las chanzas de los gañanes, de los jornaleros y de todos los que por una u otra razón convivían con el motrilillo - como lo llamaban en sentido cariñoso y nada despectivo-, pero no dejaban de ser meras gracias con las que, al final, todos reían.
En el pueblo - tampoco es necesario para esta historia dar detalles del lugar en el que nació, baste decir que era un pueblo manchego perdido en la estepa-,  se inició en diversos oficios: fue herrero, albañil, carpintero, pintor, hasta que, llegado el tiempo del  servicio militar, consiguió sacarse el carnet de conducir para vehículos especiales. Desde entonces, su vida se transformó. Consiguió un empleo en una gran constructora y con ahínco y tesón, llegó a ser capataz. Ya enfilado el camino a seguir, con la seguridad que da una buena paga y con el prestigio que iba  adquiriendo en su oficio, se permitió ciertos caprichos, como el de irse a aquella playa a pasar unos días. Fue allí donde encontró el amor. De repente, como una eclosión, surgió la llamarada que ya no se apagaría nunca. Decir que los ojos de la mujer eran verdes o que sus andares eran sinuosos, es como decir que sus ojos eran negros y sus piernas torneadas. Lo que cuenta, realmente, es que sus miradas se cruzaron y sus almas se encontraron. Y que desde ese momento, todo fueron proyectos en común, sueños en común, vida en común”.

Ahora podríamos enlazar con el momento presente, con su día a día en este centro que ya era como su casa o eso quería pensar para no morirse de tristeza. Podríamos aventurarnos a hacerlo jugador de petanca, o de mus, o de ajedrez. Podríamos hacerlo poeta o mujeriego o dejarlo en esa normalidad racional que denotaba su semblante.

“La hora del desayuno era, quizás, el mejor momento del día. De compartir lugares comunes con las mismas personas durante un largo tiempo, surgen las afinidades, también las diferencias, pero tampoco en esa situación es caso de crearse enemistades. Todos tienen el mismo resquemor interior de saberse abandonados, pero, y tal vez por ello, se sienten más solidarios con los compañeros que con los familiares que, de tarde en tarde, van a visitarlo. El chiste contado con ojos pícaros, la confidencia cuando pasa una de las limpiadoras que está de buen ver, el cotilleo sobre aquella rubia de la mesa de enfrente que para sus setenta pasados aún luce palmito y de la que, aseguran, se lo hace con el venerable y respetado clérigo que, como tal, goza de algunos privilegios como habitación con vistas a la calle y un trato de favor de las monjas que a nadie pasa desapercibido y que, probablemente, debido a su avanzada edad, ha olvidado que el celibato y la castidad, eran máximas en el ejercicio de su sacerdocio. Estas son las triquiñuelas de las que se sirven los venerables ancianos para decir que la vida sigue y que nada hay peor que perderla de la noche a la mañana.
Después está el paseo cotidiano, la biblioteca, la sala de televisión, la partida de petanca,  el jardín de la residencia que da a un patio de colegio en el que niños y niñas, con su algarabía,  ponen una nota de color en sus tristes vidas”.

Y vuelta a los recuerdos, a las añoranzas por lo que fue y se perdió en un recodo del camino; a las veces en que se sintió capaz de todo y en alguna ocasión hasta creyó que lo consiguió. Y para darle a la historia una carga emocional tendríamos que imaginarnos algún acontecimiento en el que pudiera haber hecho de héroe o de villano.

“Fue un mes de Abril, recién estrenada la primavera. Tendría unos dieciocho años y estaba pescando en aquel pantano cercano a su pueblo. La pesca era una de sus aficiones favoritas. Le gustaba la soledad de aquellas mañanas de domingo en las que, cargado de pertrechos dejaba el pueblo en su modesta moto y recorría los escasos kilómetros que le separaban del idílico lugar. Le daba tiempo a todo: a pensar, a contemplar la naturaleza, a disfrutar con los vuelos de los patos que durante el verano recalaban en el pantano, a soñar con lo que la vida podría depararle… Y de pronto la vio. La lancha neumática zozobró inesperadamente y los dos tripulantes cayeron al agua. Había una considerable distancia hasta la orilla por lo que, aunque los náufragos fueran buenos nadadores les costaría llegar. No lo pensó. Ni siquiera recordó que sólo tenía la experiencia de todos los chiquillos que alguna vez se habían bañado en los recodos del río que daba origen al pantano, pero no era momento de tener miedo. Se lanzó a las quietas aguas y nadó en dirección a los infortunados que, al verle, se dirigieron hacia él. La odisea pudo costarle la vida, bien lo supo cuando dejando la orilla se metió en aguas más profundas, pero la providencia o su buen hacer que nunca sabría de dónde le nació, consiguieron el salvamento de los accidentados. Aquello sucedió. Y sin más alardes volvió a su tarea de pesca. Nadie sabría jamás de su heroica acción..”

¿Y por qué no imaginarnos algún desliz en su ejemplar vida de padre y esposo? Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Ya sabemos que nadie la tiró. Y también sabemos que la carne es débil y que la tentación se ofrece  insinuante…

“Como un come come, que le producía hervores de sangre, le llegó el recuerdo de aquella exuberante mujer –todo senos y piernas-, con la que coincidió en uno de sus viajes de trabajo. . Ella hacía auto stop en una carretera secundaria a la salida de una población con una sonrisa que le cubría toda la cara y un desparpajo prometedor al que nuestro hombre no supo negarse. Detuvo el coche y la invitó a que subiera. El habitáculo se impregnó del sensual aroma que emanaba la mujer y sus piernas poderosas taladraron el rincón donde permanecían ocultos los deseos que, por acostumbrados, nunca le llegaron a obsesionar. La cosa estaba cantada; la meretriz, pues eso era la autoestopista,  se ofreció por un módico precio a prestarle sus servicios sexuales, bien en el coche, al amparo de alguno de los arbolados que surgían junto a la carretera o en algún motel discreto en el que no pedían datos de los clientes. Se decidió por el motel y en un apresurado trajín de muslos entrecruzados y caricias circunstanciales acabó, más pronto que tarde, una faena que no le satisfizo, pero que le removió todo aquello que por la rutina  y la monotonía creía dormido. Se vieron en alguna otra ocasión, hasta que el buen tino de sus razonamientos, le hizo comprender que así no podía continuar si no quería poner en peligro su bien ganada reputación y, lo que era más grave, su matrimonio. Nunca más, se dijo. Y lo cumplió”.

Así podríamos ir posponiendo el final pues son muchas las cosas que de una vida podrían contarse, pero no era el propósito de este relato ser eterno. Bástenos con saber que estas pinceladas sobre nuestro hombre nos han dibujado en esbozo de lo que, cuando se quiera, puede ser ampliado. Dejémosle aquí   en este plácido pasar hacia el lugar de las ausencias.

Bien sé –se decía con más frecuencia de la que sería de desear-, que si alguna vez salgo de aquí será con los pies por delante. Pero ya no me importa. La vida es también esto: el preludio hacia la muerte. Y  por más que quisiera ponerle remedio, no lo encontraré. Ahora me queda la tarea de saber envejecer, de encontrarle sentido a este final anunciado y de comerme el miedo como tantas veces. He sido afortunado y a pesar de que este no sea el mejor momento de mi vida, he de dar gracias por todo lo que he sido capaz de vivir. Sí, puede que esté triste; puede que si hubiese vivido mi mujer estuviéramos en algún apartamento cerca de la playa (le gustaba el mar); puede que aún ocurrieran cosas dignas de ser contadas. Pero lo que es, es. Y a ello me atengo”.


Parece, este, el final más lógico para un relato que se fraguo a raíz de una frase circunstancial. Por varias razones: porque deja a la fantasía del lector la capacidad de imaginarse al protagonista, de ponerle cara, cuerpo, edad, incluso ropaje; porque es un final abierto a otras muchas posibilidades de final; porque podrían irse fraguando historias al hilo de lo narrado y sobre todo de lo no narrado. Y porque, en fin, nos ha parecido oportuno.