Llevamos ya más de una década con la moneda única. No sé
quién nos vendió la sibilina idea de que con el euro tendríamos todas las
ventajas de la Europa comunitaria. Y es posible que España, a nivel de estado,
y cuando era un país receptor neto, es decir, recibía más que entregaba, se beneficiara con las ayudas económicas que convertidas en
euros llenaban las arcas del estado y de todos los recepcionistas que por
alguna razón tenían derecho a ellas. Así, enormes latifundios improductivos,
recibieron fructuosas ayudas de la PAC (Política Agraria Comunitaria); en
general todos los agricultores se beneficiaron de unos ingresos que el campo no
daba y que les permitieron arreglar sus casas, renovar la maquinaria, comprarse
fincas, etc. Y supongo que todos los sectores de la economía española se
beneficiaron en igual medida de subvenciones europeas Los ayuntamientos remozaron sus pueblos y
ciudades, se renovaron carreteras, se crearon aeropuertos y hospitales,
residencias de ancianos, escuelas… España dio un salto cualitativo que nos hizo
afirmar (les hizo afirmar a nuestros gobernantes) que éramos la décima potencia
europea.
Pero llegó la época de las vacas flacas, de los recortes en
las subvenciones, de la mayor aportación española a la comunidad, del desplome
del ladrillo… y nos dimos cuenta de la cruda realidad: éramos pobres. Pero
pobres de solemnidad. Y lo que es peor: endeudados hasta las cejas. Si ahora
hablamos de corrupción, de gastos superfluos e innecesarios y de toda la
letanía de errores que nos asolan, no sé qué habrá ocurrido en estas décadas en
la que el dinero ha entrado a mares. Lo que está claro es que no hemos sido
previsores, que no hemos creado un tejido social compacto y que estamos a
verlas venir. Y ahora la pregunta:
¿nadie de los que tenían la obligación de saberlo se daba cuenta del asunto? Y la respuesta:
parece que no. Aquí nos vendría bien la fábula de la cigarra y la hormiga:
hemos cantado tan alegremente como ahora lloramos nuestro infortunio.
Y es ahora cuando intuimos (nosotros sólo podemos intuir,
imaginar –no tenemos nivel para otros análisis-) que el euro nos está
asfixiando. Sí, porque la proporción salarial entre unos y otros países de la
Europa comunitaria es tan desfasada que lo que a los ricos enriquece, a los
pobres empobrece. Nuestros salarios siguen siendo depreciados por las
congelaciones y por las subidas de todos los productos; el comercio, incluso en
épocas de rebajas, se queja de una
facturación que nos retrotrae a años del pasado siglo y de unos
impuestos que ya casi nadie puede pagar; el paro, salvo oscilaciones propias de
determinadas épocas, sigue estancado.
Ya sé que es una estampa pesimista para un principio de año.
Yo quisiera tener motivos para el optimismo, y contagiarlos. Claro que si estos
motivos existieran realmente, se notaría en el ambiente y no haría falta que
nadie diera ánimos. Mientras tanto, y como mal menor, sólo nos queda el recurso
del pataleo, porque ¿qué otra cosa podemos hacer?