1
Cuando el primer rayo de sol se deslizó por el angosto tragaluz orientado al saliente, el viejo se rebulló sobre la humilde saca de paja en la que yacía vestido, como era la manera habitual de los campesinos manchegos. El incesante manoteo de la "Española" reclamando su pienso, hizo que, de manera mecánica, se incorporara definitivamente e introdujera los pies sobre las derrengadas albarcas. Con paso cansino se dirigió al pesebre que limpió de granzones babeados arrojándolos sobre el suelo de la cuadra mientras en una cantinela hartamente repetida, decía dirigiéndose a la mula : "sooooóhhh, Española; cejatrás, mula"...; expresiones, éstas, que el animal parecía entender a la perfección dando un paso atrás y dejando libre el espacio necesario para que el viejo efectuara su tarea sin agobio.
Fue después a la pajera de la que cogió un puñado de paja seca que extendió en el comedero mezclándola con una buena almorzada de cebada, ante la impaciente glotonería de la bestia que hundió su belfo entre el preciado manjar. Esta tarea, repetida tres veces a lo largo de la noche, era imprescindible para que la acémila tirara con brío del arado durante las muchas horas en las que iba a estar sometida a tan dura labor.
Intentó tararear una conocida canción, estribillo a modo de salutación con el que todas las mañanas salía al paraor (especie de explanada lisa que quedaba entre la puerta y el terreno de labor), una vez desatrancada la desvencijada puerta de la casucha que se llenaba de la incipiente luz matinal mientras las sombras, en sorpresivo aluvión, dibujaban la miseria que albergaba el recinto.
La hermosa mañana, como una pincelada de Iniesta uno de los más insignes pintores de paisajes manchegos a quien el viejo tenía el privilegio de saludar , se le introdujo por los sentidos y la respiró a pleno pulmón. Era, aquella, la única forma de vida que conocía; la que habían vivido sus padres y mucho antes sus abuelos; la que a él le gustaba vivir a pesar de que sus hijos se hubieran marchado a la capital atraídos por una vida menos arrastrada que la que en el campo se llevaba. Movió la cabeza en gesto desesperanzado y el corazón provocó un vuelco de sangre que asomó a sus ojos en forma de furtivas lágrimas. " Es la vida", se dijo mientras se dirigía a la pila de piedra en la que el agua, fresca por el relente de la noche, actuó como sedante sobre su rostro curtido.
2
El viejo tenía edad suficiente para estar en una de las residencias para ancianos que se habían construido en el pueblo; alguno de sus parientes y conocidos habían ido a parar allí después de haber repartido el pequeño patrimonio entre los hijos. Nunca entendería cómo ahora, los hijos podían desprenderse de los padres con tanta facilidad, cuando él recordaba a los suyos ocupando un lugar preferente junto al fuego de la chimenea o en la mesa. Ahora era distinto; no hay sitio en los pisos, decían las nueras... "puñeteras", maldijo en su interior.
Y aquí estaba, por propia decisión, junto a su mula "Española" que le miraba con ojos de compañera, labrando el pequeño quiñón mientras sus fuerzas, cada vez más escasas, se lo permitieran. Aquí tenía todo lo que podía necesitar: Un pozo al que uncía al noble animal cada vez que quería regar la pequeña huerta en la que no faltaban hermosos tomates, esculpidos pepinos, aterciopelados pimientos , tiernas habichuelas de las de sin hebra, patatas tempranas de piel tersa y casi blanca, almibarados melones , sandías azucaradas que se deshacían en la boca, cebollas crujientes y dulces, jugosas habas...; todo en pequeñas porciones de terreno junto a la casa; suficiente para su sustento y para conseguir unos dinerillos de quienes, sabedores de la bondad de sus productos, se acercaban a comprarlos. Y, para gozar de su paradisíaca sombra además de saborear sus exquisitos frutos, alguien había plantado un melocotonero, un ciruelo y una frondosa higuera bajo la que siempre soplaba una ligera brisa y en donde su padre había construido una especie de rústico cenador con piedras del terreno.
"Esta casa es un fuerte y el agua horchata...", pensó sin saber porqué aquellas palabras venían a su mente con relativa frecuencia. Se las oía a su padre como una invocación cuando de pequeño descansaba bajo aquella sombra bienhechora , inconsciente de que su trabajo de niño, sería mirado con el paso del tiempo como una bárbara explotación.
El viejo no sabía lo que querían decir quienes denunciaban que en el tercer mundo los niños eran explotados. Su vida siempre fue así, como la de esos pequeños fotografiados en actitud de trabajo, y nunca se sintió triste por ello. Es más, sentía el orgullo de ser útil; de ir, junto a su padre echando la semilla sobre el surco; de aparejar la mula, que entonces no era la "Española", para engancharla al arado mientras preguntaba: "¿Puedo hacerlo yo, padre?", cosa que el padre, con mirada de profunda satisfacción, aprobaba. Aquél interés partía de él; nadie lo explotaba. Esa sería su vida en el futuro y debía prepararse para ella.
3
El viejo se quedó solo aquél invierno en el que una epidemia de gripe se enquistó entre los más débiles. Y su mujer era débil; siempre fue algo enfermiza, aunque no por ello dejó de ocupar su lugar en la casa; le dio tres hijos -a los que no supo o no quiso retener-, que ahora andaban por distintos lugares de la península y que apenas habían vuelto por el pueblo. Cuando vinieron todos para el entierro, fue cuando conoció a sus cinco nietos. Los sintió extraños, pero no se sintió solo. Ninguno le dijo: "Véngase con nosotros, padre", o "¿qué va a hacer usted ahora?"; pero no se sintió solo. El sabía que su vida estaba allí, en aquél lugar del que nunca salió y del que nunca querría salir. Y, llegado el momento -ojalá que las fuerzas no le flaquearan demasiado pronto con esta irremediable ausencia-, descansaría en aquél pequeño cementerio rodeado de cipreses y arrullado por el monótono zureo de las palomas.
Despertó de su ensoñación, ¿ habría sido sueño? Es probable que se hubiera quedado dormido después de aquél frugal almuerzo de pan sentado, un tanto correoso, y tocino salado, regado con un buen trago de vino de la tierra, mientras la "Española", amaneada, triscaba entre los brotes tiernos de la correhuela; últimamente, el viejo, no controlaba su organismo con la misma prontitud que en sus años mozos. Ahora era lento en sus acciones y, de vez, en cuando, un ligero temblor sacudía sus manos que no acertaban a enganchar el tiro en el arado, o a mullir el mantujo que habría de poner en el cuello del animal para que, sobre él, descansara la collera y sobre ésta el horcate con los tiros; pero eran, éstas, reacciones momentáneas que , una vez superadas, no tenían mayores consecuencias.
4
Por el límpido cielo, cruzó una bandada de grajos que rompieron el silencio con su característico grito que parecía decir: "Juan, Juan"; siempre le había hecho gracia aquella manifestación sonora. Se incorporó y desató a la mula cuya extrema docilidad no hacía necesaria tal precaución. "Nunca se sabe", reflexionó el viejo, recordando la estampida que el aguijonazo de una avispa provocó en una yunta de mulas enganchadas a una trilla siendo él niño.
Siguió arando hasta bien entrada la mañana admirado de la intrepidez de las numerosas aves que se acercaban a picotear en la tierra removida. "Es curioso, pensó, los pájaros son asustadizos por instinto y sin embargo apenas se estremecen cuando el arado pasa cerca de ellos..."
"Sooóh, Española; vente bonita, sooooóhhh" , el viejo guiaba con sus palabras los movimientos de la mula mientras la reja del arado hendía la tierra que se abría como una promesa de redención. "La Tierra es la vida", pensaba el viejo mientras levantaba con inusitada energía aquél vetusto arado denominado arte y efectuaba la maniobra de dar la vuelta para abrir el siguiente surco en sentido contrario.
Cuando el sol acortaba la sombra hasta el extremo de confundirla con el propio cuerpo, era la hora de regresar al refugio de la casa; con la camisa empapada y desdibujada por la tierra que se había ido posando sobre ella, los labios secos y cuarteados y el hosco pelo amasado bajo el sombrero de paja, se hacía imprescindible el regreso a aquél bastión que la casa suponía, para que ambos, hombre y acémila -aunque aquí, dada la dependencia del uno sobre la otra y viceversa, el orden pudiera variarse-, recuperaran las maltrechas energías.
Una vez desuncida del arado, la Española se dirigía hacia la pila donde saciaba su lujuriosa sed con una avidez propia de quien no tiene que guardar protocolo, para, acto seguido, dirigirse hasta la sombra protectora de su cuadra en la que, el viejo, que aún no había saciado la propia, terminaba de quitarle los arreos y le echaba un merecido pienso que la mula devoraba con fruición; después y con una lentitud infinita, el viejo, sentado sobre el poyo que hacía las veces de camastro, descalzaba sus entumecidos pies y, metiéndolos en una palangana con agua, se quedaba durante unos instantes en situación de éxtasis; acto seguido, y sin enmendar la postura, echaba mano de la botija que colgada de una estaca, para beber un deleitoso e interminable chorro de agua que, como una cristalina y fresca fuente de vida, hacía que la sangre volviera a circular por sus arterias devolviéndole las mermadas fuerzas. Era entonces, cuando el viejo -que antes de salir hacia el corte había puesto a cocer junto al fuego un puchero de patatas con unos trozos de carne que conservaba en la fresquera-, echaba en el caldero el humeante guiso , que , a juzgar por el sabroso aroma, repondría con satisfacción las necesidades de su maltrecho estómago.
5
Con la llegada del invierno, el viejo regresaba al pueblo. Vivía en una casa antigua a las afueras del lugar; un rectángulo de una sola planta con corral y cuadra a los que se accedía por una portada de madera en franco deterioro; estas dependencias, comunicaban con un patio y, desde éste, se accedía a las humildes habitaciones de la casa. En el muro de separación entre ambos cuerpos se había abierto un ventanuco y se había instalado una pila por la parte del corral en la que la mula era sacada a beber dos veces al día; al otro lado del muro, en el patio, se hallaba situado el pozo, de brocal redondo, construido en piedra y argamasa y en el que un arco de hierro soportaba la carrucha sobre la que se deslizaba el zaque en un chirriante ir y venir.
Tras la larga temporada estival, el viejo se quitaba las malolientes y deterioradas ropas y las ponía en remojo en una caldera de cinc; después se sometía a un minucioso lavado en aquel cuarto que hacía las veces de aseo y lavadero y en el que un fogón, situado en uno de los extremos de la habitación, tenía como única misión, la de calentar el agua para la colada y el aseo personal. Era, éste, un largo proceso, ahora agravado por la ausencia de su mujer que siempre se anticipaba a sus necesidades. Solo y mermado, le costaba un enorme esfuerzo preparar todo lo que necesitaba para este menester al que no conseguía acostumbrarse. Se sentía incapaz, pero no quería pedir socorro. Haberlo hecho, supondría su ingreso en una de aquellas residencias a las que él llamaba almacenes de trastos inútiles.
Se acercó a la barbería, de su amigo Germán. Siempre le había caído bien aquél barbero no demasiado hablador y conocedor de su oficio. Lástima que se hubiera tenido que retirar por aquellos temblores de mano que le impidieron seguir ejerciendo so pena de rebanarle el cuello a algún cliente. Ahora el negocio era llevado por un hijo y un nieto del maestro, quienes se habían especializado en el corte de pelo a navaja y, poco a poco, habían conseguido cambiar la clientela hasta el punto de que apenas quedaban clientes del abuelo Germán, por lo que miraron al viejo con recelo.
"¿Qué va a ser?", dijo el muchacho.
"Corte de pelo y afeitado", respondió el viejo cuya encrespada barba se retorcía en todas direcciones.
"Será mejor que lo afeites tú", dijo el muchacho dirigiéndose a su padre.
6
A medida que pasaban los días el viejo comenzó a sentirse mal. En el campo era distinto, tenía muchas cosas que hacer y sabía hacerlas; nunca por difícil que fuera la situación, se sintió incapaz de salir del atolladero. Ahora, entre estos muros desconchados, la casa se le venía abajo, la soledad había cubierto todos los rincones con su musgo amarillento y el corazón volvió a provocarle otro vuelco de sangre; las lágrimas se deslizaron por sus rugosas mejillas, pero esta vez no quiso detenerlas. "Carmen, Carmen", musitó.
Muy de mañana se dirigió hasta la plaza. Allí estaban los corredores, sin otra misión conocida que la de enterarse de quién vendía o quién compraba.
"Vendo todo", dijo el viejo sin atreverse a mirar a aquel hombrecillo al que, por mal nombre, llamaban Miracielos.
"Te buscaré comprador", respondió el hombre. "Ya sabes que es el dos por ciento..."
"Hecho", dijo el viejo. Y regresó a su casa.
7
Lo que más trabajo le costó al viejo fue desprenderse de "La Española". El animal volvía la cabeza hacia el que durante tantos años había sido su amo y retardaba el paso consciente de que aquella salida era distinta a las otras.
"Vamos bonita", dijo el viejo mientras un hondo sollozo pugnaba por llegar a su garganta.
La casa y el quiñón se los quedó un lindero. "Si lo hubiera sabido, nos habríamos ahorrado lo del corredor", dijo éste.
"¡Qué importa eso ahora!", dijo el viejo en tono resignado.
Metió todo el dinero en una talega de cuadros y sacó de encima del armario la vieja maleta de cartón que le dieron en la dote y que nunca, hasta hoy, había utilizado; la llenó con su humilde ropa y entregó las llaves de la casa a su nuevo dueño.
"¿Adónde va usted ahora?", inquirió el hombre.
"Voy a morirme".
Con todo el peso de la vida sobre sus hombros, dejó la vieja casona. No miró hacia atrás, tenía miedo de que su pasado le saliera al encuentro recriminándole aquel abandono. Trabajosamente, como si la maleta contuviera la carga de toda su historia, encaminó sus pasos hacia la residencia de las Hermanas de la Caridad.
Llamó tímidamente al timbre y apareció la hermana portera.
"Qué se le ofrece, buen hombre".
"Vengo a quedarme", dijo el viejo.
"Pero eso es imposible -dijo la monja-, hay que guardar turno, ver si hay plaza libre..."
"No tengo tiempo. Acabo de vender mi casa y no tengo adónde ir".
La hermana portera llamó a la directora.
"Pero hombre de Dios dijo la buena mujer al comprobar la desolación del viejo , ¿cómo es que no nos ha avisado antes?"
"No pensaba que esto pudiera ocurrir", susurró tímidamente el viejo.
"¿Y sus familiares"
"No tengo familia" "Esta es mi familia", adelantó la talega que contenía el dinero.
La superiora miró con extrañeza aquella bolsa sin sospechar lo que podría contener. La abrió y miró al viejo sorprendida.
"Pero"...
"Esto es para ustedes; por cuidarme hasta el día en que me muera"...( que será pronto), pensó sin atreverse a decirlo en alta voz.
"Veamos como podemos regularizar esta situación" , dijo la directora. Pase usted a la sala de televisión y espere hasta que le llame.
El viejo se asomó al amplio recinto. Sobre cómodas butacas, dormitaban algunos ancianos; otros intentaban incorporarse con ayuda de andaderas; algunos babeaban embelesados en sus propias visiones.
"Es el fin", se dijo. Se dejó caer en un rincón aislado y apoyó la cabeza sobre las manos. Por el límpido cielo de su imaginación, una bandada de grajos gritaba "Juan, Juan...."
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