No sabría precisar
cuando dejó de contar el tiempo. Bien pensado, era difícil ponerle una fecha al
instante en el que dejó de interesarle todo. Cuántos años habrían transcurrido
desde que su mente se sintió despoblada. Es posible que no hubieran sido tantos.
Cuando la realidad es difusa se pierden las referencias. De manera que pudo ser
ayer el último día en el que tuvo consciencia de sí mismo. Tanto daba.
Los que le
conocíamos, sí podíamos precisar su bajón. Le habíamos ido viendo apagarse como
un velón de Semana Santa al finalizar la
procesión, y, lo más triste, sin poder hacer nada para evitarlo. De aquella
plenitud rayana en suficiencia que tuvo hasta en la risa, sólo quedaban flecos deshilvanados, como esos
cielos filamentosos que no ocultan en totalidad el ocaso del sol, pero lo
enturbian. Un día era un nombre que no recordaba. Pero eso es normal a ciertas
edades (o eso pretendíamos hacerle creer). En otras ocasiones era la
conversación desmadejada., o el repetitivo recuento de sus dolencias el que nos
hacía percibir su desmemoria. Sólo le quedaba la risa franca o alguna coletilla
tan arraigada que, ocasionalmente, nos hacía dudar si nuestra percepción era
cierta o es que estaba jugando al disimulo.
De repente un
rostro se vuelve inexpresivo: los ojos divagan, la risa se hace mueca, las
manos buscan algo desesperadamente. Puede que las preguntas se amontonen
mientras haya lucidez para preguntarse; mientras uno siga reconociéndose en el
rostro del otro; mientras el tacto nos devuelva sensaciones, pero las
respuestas, cada vez más confusas, llegarán a diluirse hasta la negación.
Mi amigo estaba en
esa etapa en la que la identidad aún le era propia. Hablaba de las cosas que
fueron, de los hijos que volaron, de los amigos de la mili, del trabajo en el
campo, de su padre que fue además amigo y consejero. Lo que no podía recordar
era la pastilla que le correspondía tomar después de la cena o la conversación
telefónica que habíamos mantenido días antes. Lo vi pasar de la desesperación a
la resignación . Y aunque era una conclusión necesaria sentí pena; porque la
resignación es la antesala del abandono, del olvido, de la muerte.
Y mi amigo estaba
muerto. Le faltaba estar helado; le faltaba el ataúd, el traje de novio que, sí
aún da la talla ( y si no también, porque para donde se va...) se utiliza para
el último tránsito. Ya no me atrevía a llamarle por teléfono, porque cuando lo
hacía, siempre respondía su mujer y la respuesta era invariable: está poco más
o menos ,le duelen los ojos y siempre los tiene cerrados, hoy hemos ido a que
le regulen el sintrón, le tienen que hacer una prueba nuclear en el cerebro
para ver de donde dimana esta pérdida de memoria. Yo no quería oír aquella
retahíla; yo quería oírle a él, sentir su optimismo, su risa contagiosa, su chiste
al hilo de la circunstancia. Pero él, sentado en el sofá junto a su perra fiel,
con la que intercambiaba miradas, quién sabe si entendimiento, era el silencio.
Cuando las cosas
tienen que pasar, lo mejor es que pasen; que terminen. No entiendo la adicción
al médico (propia o de los familiares) cuando el resultado, en el mejor de los
casos va a ser una vida vegetativa. Mi amigo también debió entenderlo así
porque una mañana, en un descuido de su mujer dio su último paseo por las vías
del tren.