I
Pedro tendría ocho años, nueve a lo sumo, aunque sus ojos parecieran los
de un hombre de sesenta. Era menudo, renegrido, fibroso. Visto desde arriba,
semejaba un sable. No sé por qué me viene a la mente esta comparación, pero eso
me parecía: con su pelo en forma de panocha, descuidado y mugriento, sus
hombros no muy anchos que bajaban hacia un cuerpo enjuto y liso del que pendían
las extremidades como desmadejadas, como si no hubieran sido creadas para fin
alguno.
Pedro -yo le llamo Pedro, aunque en realidad no sé su nombre- era gitano,
o rumano, o un gitano de Rumania; un inmigrante, en definitiva, de los muchos
que comenzaban a pulular por el pueblo desde hacía meses.
Yo lo había visto en diferentes ocasiones por los lugares comunes de la
población y siempre me llamó la atención la seriedad de sus ojos; deambulaba
como esos perros callejeros en busca de comida que no parecen ir a ninguna
parte. Ya sé que la comparación es degradante, pero decirlo de otra manera no
dejaría de ser un eufemismo. Quiero decir, que no era un niño al uso de los de
nuestra opulenta sociedad, que siempre suelen estar donde deben: si es jugando
a la pelota, en el frontispicio de la iglesia o del teatro, con su balón de
reglamento, sus guantes de portero y su camiseta de Morientes; si es jugando
con el patinete, en la calle peatonal, pertrechados de rodilleras de
marca, mientras sus padres sentados en las terrazas de los bares,
observan los giros de sus pupilos; si es camino de cole, con sus carritos
portadores del material escolar y sus uniformes impecables, oliendo a colonia
fresca y a champú antipiojos.
Pedro era la antítesis de las costumbres de este lado del mundo. Si era la
hora de la salida de la iglesia, o el día del mercadillo, o, simplemente la
gente salía a dar sus cotidianos paseos, allí estaba Pedro, en el centro del
tumulto, con su mirada seria y su mano tendida en ademán de súplica. Porque eso
es lo que hacía Pedro: mendigar, mientras su madre, sentada sobre el suelo de
la calle peatonal y con otro niño, este de meses, dormido sobre sus
piernas, recitaba a voz en grito una
especie de sermón en el que narraba todo su infortunio de la manera más
lastimera que alguien pueda imaginarse. Curiosamente, el pequeño, regordete y
hermoso, siempre estaba dormido. No faltaba quien aseguraba que drogaban a los
niños para que pudieran aguantar tanto tiempo inactivos. Y algo debía haber de cierto en aquella opinión, so pena
de que los niños rumanos fueran menos inquietos que los españoles.
La historia de Pedro, no pretende tener un final feliz, ni dramático; ni
siquiera un final. Porque la historia de Pedro, está repetida hasta la saciedad
entre los miles de niños inmigrantes que han llegado a España de la mano de
unos padres que buscan un mejor modo de vida, o simplemente piensan que la
miseria al lado de una sociedad opulenta es menos miseria. La Historia de
Pedro, como la de Andrés, el niño peruano que vestido de traje y corbata, iba de mesa en mesa tocando una flauta dulce
que de dulce sólo tenía el nombre, , o la de Tomás, que vendía discos piratas
junto a su familia, ojo avizor, no
fueran a llegar los policías a confiscarles la mercancía; o la de tantos
desheredados intentando sobrevivir en un mundo que no tiene un hueco para
ellos, no puede tener, todavía, un final
Pretendía escribir un cuento. Pero el tema es serio; demasiado serio para
inventarse posibilidades que no son tales; demasiado serio para ignorar la
degradación del ser humano; de todos los seres humanos que vivimos inmersos en
nuestros cotidianos problemas en esta sociedad de consumo aniquiladora que nos
ha convertido en sus esclavos; demasiado serio para intentar siquiera escribir
un cuento.
Que la vida es una cuestión de suerte es algo que salta a la vista. Lo que
ya no es cuestión de suerte es hacer que la vida no sea cuestión de suerte.
Decir esto a estas alturas, cuando han fracasado doctrinas políticas que
preconizaban la igualdad entre todos los habitantes de su comunidad; cuando se
está demostrando que el capitalismo , con su voracidad, no sólo destruye, sino
que insensibiliza a quienes tenemos que convivir con esa circunstancia; cuando
las religiones , todas, han demostrado su impotencia para conseguir hacer del
mundo la Tierra Prometida y han tenido que inventarse un más allá, en el que los
héroes, o los buenos, o los pobres, encontrarán la recompensa que les ha sido
negada en esta vida, es, poco menos que una temeridad. Todo está dicho, desde
todas las vertientes, desde todos los mensajes, desde todas las plumas, desde
todas las voces, desde todas las palabras. Sólo falta, ay, que los oídos
escuchen, que la voluntad comience a caminar por el verdadero sendero de la
vida; que el miedo y la inseguridad por nuestra propia subsistencia, sean
desterrados a través de una filosofía de estreno que comience hablando de la
muerte.
Pedro era un niño triste. Yo soy un Pedro triste. Y cualquiera que vea a
Pedro sufrir, será una persona triste. Porque a nadie nos gusta sentir que
poseemos lo que a otros les falta; al menos lo esencial que a otros les falta. ) Con qué derecho?, podemos preguntarnos
nosotros y puede preguntarse Pedro desde la orilla opuesta.
II
Amanecía, cuando Dolores, una yonqui que, junto a dos niños de cuatro y
tres años, ocupaba una chabola en los suburbios de una monumental ciudad -y
omitimos citar alguna deliberadamente, ya que cualquier ciudad, por bella que
nos parezca, tiene arrabales o
suburbios, donde se dan cita los pobres y los marginados -, volvía a la
triste realidad de su vida en aquel inmundo lugar en el que se refugiaba como
una rata más de las que pululaban por cloacas y alcantarillas.
Unos débiles gemidos la alertaron de la adormidera con la que había
aderezado la noche.
-Ya voy, ya voy..-dijo mientras intentaba abrir la cerradura de la
desvencijada puerta.
Al oído de aquella voz, que para bien o para mal, era la voz de la
costumbre, se oyeron los gemidos con más insistencia.
-(Que ya voy, coño!.
Mañana os voy a aumentar la dosis a ver si así os dormís para toda la vida. (Joder con la mierda de los niños! (Tenía que haber hecho lo que me dijo el
cabrón de vuestro padre: ir a la casa de aquella puta a que me dejara limpia.
Pero una, que tiene corazón y además es tonta...
Dolores fue una niña que creció deprisa. A los catorce años estaba tan
armónicamente desarrollada y su cuerpo era tan deseable, que pronto se dio
cuenta de las miradas de lascivia que provocaba en el sexo opuesto. Fue primero
un compañero de colegio, quien después de guerrear con casi todos los de su
edad, conquistó el corazón de Dolores. Una historia de amor precoz que podría
haber prosperado si al muchacho no lo hubieran metido sus padres en un colegio
interno por causa de sus tormentosos amores
y las malas notas. Después fue un
militar, a Dolores le gustaban los uniformes y
aquel cabo primero lucía los galones como si fueran las estrellas de un
teniente coronel, pero se fue a Kósovo y murió en accidente de circulación.
Entonces conoció a un guaperas, propietario de un descapotable de cuarta mano
que la metió en ambientes que al principio la fascinaron y que luego terminaron
por esclavizarla y degradarla hasta el extremo de convertirla en una sombra de
la belleza que fue. Cuando el chulo se cansó de ella la dejó con las dos
criaturas y en la más completa indigencia. Desde entonces su vida fue un
rosario de problemas: enganchada a la heroína y con dos bocas que alimentar,
tuvo que prostituirse, y aún así, sólo la aceptaban en bares de mala muerte
frecuentados por borrachos que no le hubieran hecho ascos a la mujer de Popeye.
Tenía buena voluntad con los pequeños, pero de ahí no pasaba. Los niños estaban
la mayor parte del día jugando delante de la puerta de la chabola mientras
Dolores dormía las trancas que pillaba por las noches. De cómo se alimentaban
aquellos dos infortunados, habría que escarbar en la milagrería que para tanto da, o aceptar que la naturaleza es
sabia y saca provecho de las situaciones por difíciles que estas sean.
De nuevo debo dejar el cuento sin final. Porque, desgraciadamente es un
cuento tópico. Tópico porque esta historia tiene visos de credibilidad a juzgar
por las veces que la televisión muestra situaciones parecidas. Tópico porque no
rompe esquemas en su desarrollo y, posiblemente, tampoco sorprenda a quienes
estamos ya insensibilizados ante tanta imagen triste. Tópico, en fin, porque
esto ya se ha contado de todas las maneras posibles. Y tanto daría terminar el
cuento diciendo que los niños murieron atropellados por un camión que se salió
de la carretera y arrolló su chabola, que decir que habían muerto en un
incendio o que la madre, incapaz de seguir con aquella carga durante más tiempo
los había asfixiado mientras les cantaba una tierna canción de cuna.
Buscarle un final feliz, seria ideal. Y no digo que no pudiera darse ese
final. Hoy hay medios: Asociaciones, ON gés, Servicios Sociales Municipales, y,
a escala nacional, el Tribunal Tutelar de Menores... pero aún así, se ha
demostrado que a veces las soluciones pasan por fases tan terribles para los
niños que, deben andar de la ceca a la meca, como para quienes les acogen, que
siempre estarán con el miedo de si, superada su crisis personal, la madre
luchará por recuperar lo que biológicamente le pertenece.
La realidad, la cruda realidad, es que la sociedad no sabe, no puede, o no quiere tomar partido en asuntos de tal
delicadeza.
La realidad es que la marginación, es algo que escapa a consejos,
recomendaciones, terapias, cultura o posición económica de los progenitores.
La realidad...
Esto daría para un tratado y no para un relato de como máximo cinco
páginas a doble espacio y por una sola cara. Esto, en el fondo, no es más que
un intento de conseguir el premio de relatos de la Rebotica para satisfacer con
ello el ego del que suscribe. Esto, en resumen, es una mierda más de esas que
vamos soltando, envueltas en celofán, quienes al final nos contentamos con
aquello de )y qué podemos hacer nosotros?
Puede que, algún día, sobre esta sagrada Tierra, tome forma un ser
evolucionado que, consecuente con su finitud, no ambicione otros bienes que no
sean los del espíritu. Puede que los Pedros, y las Dolores de mi historia sean
un anacronismo en una posible sociedad establecida en base a unos parámetros
universales. Puede que el mundo, ese mundo lógico en el que todos deberíamos
gozar de las misma oportunidades, aún esté por hacer.