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martes, 19 de agosto de 2014

MI AMIGO JUAN.

Cosas de Hombres.-
                                                     
 ( 1 )Mi amigo Juan.-

Mi amigo Juan es un hombre decidido, enérgico, intuitivo, capaz de hacer pleita  o encaje de bolillos si se lo propone. Mi amigo Juan es un hombre de campo, con recursos para salir de cualquier atolladero por difícil que este sea. Sus dotes de improvisación le permiten arreglar sobre la marcha cualquier apero de labranza que se averíe en el corte, o hacer una cura de urgencia al tractor para que le permita regresar al pueblo en caso de verdadera necesidad; lo mismo  hace una instalación eléctrica que arregla una radio o levanta una casa; con el motor de un viejo frigorífico y una cámara usada se fabrica un compresor de aire o una pistola para pintar su portada. No sé, y lo digo desde una admiración rayana a la envidia, si habrá alguna cosa que se le resista. Mi amigo Juan sabe que sabe, aunque eso no le resta ningún mérito a sus muchas cualidades. Mi  amigo Juan es un hombre curtido en la lucha por la supervivencia. Nada en su aspecto refleja su gran sensibilidad, pero esa impresión solo dura un instante, porque enseguida te das cuenta de que su sensibilidad es pareja a su corazón, a su entrega generosa, a su amor por los animales, por la tierra, por la viña que antes fuera de su padre y antes aún de su abuelo; a su sincera y leal amistad, de la cual me siento receptor. Mi amigo Juan siente pasión por la lectura; colecciona los premios planeta; se para en los puestos de viejo que de vez en cuando extienden su parada en la explanada del Gran Teatro y husmea entre los títulos sugerentes o los autores más representativos hasta encontrar el libro o los libros que el intuye que le van a gustar. Mi amigo Juan es, en definitiva, un hombre que hace cosas de hombre.

(2) Yo.-

Yo soy la antítesis de mi amigo Juan, quizás por eso, nuestra amistad dura ya tantos años; tantos, que sería difícil encontrar el origen de nuestra amistad. Yo soy, a pesar de mi ascendencia rural, un hombre de ciudad. Mi oficio, profesión, medio de vida, o  como quiera llamárse a lo que hago, es el de comerciante. Como aficiones más representativas tengo la de la música , en la que he participado de forma activa durante bastantes años y la de la poesía, en la que aún sigo inmerso y a la que me gustaría poder dedicarle la decena de años que aún considero posible disfrutar con buenas entendederas.
Siempre he sido de constitución débil; esto, unido a mi astigmatismo /hipermetropía/ divergencia ocular, hizo que fuera rechazado para los trabajos más duros a los que sin duda estaba destinado y me entregaran a los cuidados de un comerciante del pueblo que me tomó como chico de los recados. Nunca he sido capaz de arreglar la más mínima avería, pero he tenido buena mano para el comercio. De ahí, que después de muchas peripecias y andanzas, me encuentre hoy establecido en mi ciudad natal de la que salí para abrir los ojos y a la que regresé porque no quería tenerlos tan abiertos.
Hasta aquí, las divergencias entre mi amigo Juan y yo. Tan claras como para no tener nada en común que de pie a una relación tan continuada y leal como la que mantenemos. Pero la amistad es algo que surge de manera espontánea y a poco que se la cultive, echa unas raíces tan firmes y sólidas que supera todas las diferencias que encuentra en su camino.

(3) Yaco.-

Yaco era hijo de Mafalda, una hermosa y pacífica perra bretona de largas guedejas blancas y manchas de color canela. Fue fruto de un parto múltiple -forma común de parto perruno- en una sosegada noche otoñal. A pesar de la nobleza y tranquilidad de la madre, el padre debió ser de baja estopa, por lo que el pedigrí del neófito, bajó muchos enteros; no obstante, Yaco, sacó el blanco color con manchas canela de su borrega madre, si bien su pelo nunca llegaría a formar los mismos rizos que aquella luciera con tanta coquetería. Todo ello no fue obstáculo para que su ternura e indefensión de recién nacido  cautivara a mis hijas, de corta edad entonces, que durante días, y con la pesadez que caracteriza a los niños, me dieron la tabarra hasta conseguir su propósito, que no era otro, que yo me llevara el perro a casa. Se me olvidaba decirles, que la perra Mafalda, era de mi amigo Juan, quien deseoso de hacer felices a mis hijas, insistía también desde otro frente con el mismo propósito.
Ni que decir tiene que caí en sus redes y que aún sin destetar porque a la madre se le amontonaba el trabajo, Yaco comenzó a formar parte de nuestro entorno familiar.
Para qué contar lo que supuso para nuestra tranquilidad la llegada de aquel pequeño ser que emitía lastimeros gemidos llamando a su madre o  recordando, quizás, la tibieza de los rosados pezones -manantial para su glotonería- y el calor de sus hermanos de camada. Yo, nada experto en la crianza de perros, vi preocupado, cómo rechazaba el recipiente de leche que pusimos en sus hocicos mientras observaba el crescendo de su inconsolable gemido. Incapaz de encontrar solución al problema llamé a mi amigo, quien en tono jocoso y experimentado me dijo: " Ya comerá". Y en efecto, comió. Y meó. Y cagó. Y fue para nosotros un suplicio tener que acostumbrarnos y acostumbrarlo a unas mínimas normas de conducta que hicieran posible mantener la jerarquía familiar, rota de repente por aquel inquieto/ juguetón/travieso/desobediente torbellino que nos había tocado en suerte.
No voy a extenderme en recuerdos que sabido es  por quienes han tenido perro serían interminables. Lo cierto es que Yaco crecía a buen ritmo y pronto sus gracias pasaron a ser gamberradas  insostenibles, razón por la cual le habilitamos una caseta de madera, y  en una amplia terraza interior, bien resguardada del aire y de la lluvia, asentó sus reales el puñetero perro. Yo , que por razones que merecerían otra historia, también tengo campo, me vi en la obligación de sacar al nuevo inquilino todos los días para que sus necesidades de espacio y de ejercicio se vieran satisfechas y para evitar algo tan usual como desagradable en quienes tienen perros en casa: que los excrementos orlaran las calles de la ciudad con la impunidad de quienes, mirando hacia otro lado, consideran que esa es una situación a la que tienen que someterse quienes pasean dichas calles.

(4) Domingo

Era una espléndida mañana que en nada presagiaba la triste tarde que se nos avecinaba. Después de salir a comprar el periódico y las entradas para la función de teatro que tendría lugar esa misma tarde, le sugerí a mi mujer la posibilidad de irnos a comer al campo. Llamamos a algunos familiares y sobre la marcha, organizamos la estimulante excursión.
Cuando Yaco oía revuelo, sabía que había salida a la vista y comenzaba a ladrar desaforadamente porque no tenía ninguna duda de que él sería viajero de excepción. Se acomodaba en el asiento delantero , entre las piernas del abuelo Rafael y sacaba la nariz por la rendija de la ventanilla para ventear esos aromas que solo él percibía y que le ponían inquieto y deseoso de que la puerta se abriera y la cadena dejara de ser una traba en sus deseos de libertad. Esta costumbre, adquirida a lo largo de los nueve años que vivió entre nosotros, era la más gratificante que Yaco recibía durante la semana, ya que por mis ocupaciones y la peculiar manera de ser del animal, no era posible realizar esos paseos diarios que son tan del gusto de quienes -sean animales o personas-  tienen limitados sus horizontes.
Aquella mañana, salió, como siempre, marcando territorio y evacuando las apretaderas del intestino para, después, olfatear por enésima vez cada piedra o mata del camino; cada señal dejada por él en anteriores salidas, cada rastro de liebre o conejo que se cruzara en su recorrido. Yo, reducía la velocidad para ir a su paso, aunque en ocasiones lo perdía de vista; pero no me preocupaba en exceso, ya que era tal la querencia del animal que siempre llegaba a la casa, aunque, a veces, transcurrieran algunas horas que posiblemente dedicara a satisfacer a alguna perra en celo, o a jugar con alguno de los perros que salían a su encuentro y que no ofrecían peligro aparente.
No muy alarmado, yo miraba hacia el lugar por donde Yaco solía venir dibujando una perfecta diagonal para acortar el trayecto - siempre me asombró esa aparente simplicidad- esperando verle aparecer en cualquier momento.
- No viene el perro , dijo mi mujer al cabo de un buen rato.
- No te preocupes , se habrá entretenido jugando. Verás como viene, le contesté.
Y en efecto, regresó. Pero su llegada, por un sitio inusual, me extrañó sobremanera.
Se fue derecho al balde de agua como siempre que llegaba sofocado. Lo llamé y acudió a mí con la cabeza gacha. Fue entonces cuando me dí cuenta de la anomalía: su cuello estaba manchado de sangre.

(5) Desenlace fatal.-

 En un primer intento de exploración, no se apreciaba una herida de consideración. Le quité la correa para observarlo mejor y debí rozarle la parte herida porque me mordió la mano. Fue el suyo un bocado de aviso: -cuidado que me haces daño, pareció decirme. Y fue en ese momento cuando descubrí mi falta de autoridad sobre Yaco. Tal vez porque nunca tuve el tiempo suficiente para educarle, o porque el instinto natural del animal denotara mi falta de carácter, lo cierto es que nunca pude decir que el perro me obedeciera. Digamos que me toleraba y que como en definitiva yo era quien le daba los paseos que a él tanto le gustaban, aceptaba su dependencia hacia mí de manera resignada.
Si me extiendo en estas reflexiones, es porque son importantes para los hechos que relataré en su momento. Ahora, voy a referirme a una tarde en que estábamos en el campo con bastantes de nuestros familiares y amigos, entre los que se encontraban algunos niños. El día transcurría con normalidad; los niños jugaban y el perro correteaba a su alrededor. Ignoro si alguno de ellos pudo hacer algo que molestara a Yaco, porque de pronto oí gritos y furiosos ladridos. Por suerte, llegamos a tiempo de evitar lo que hubiera sido una trágica circunstancia en aquel apacible día. Muy enfadado con la conducta inusual de Yaco y disgustado por las lamentaciones de los allí presentes, quise demostrar mi autoridad dando un merecido castigo a tan violento proceder. Le regañé airadamente dándole unos supongo que ligeros cachetes que no tuvieron el efecto deseado, pues volvió su furia sobre mí. Suerte que mi amigo Juan  estaba también con nosotros y que, como dije al principio, su carácter es decidido. Sujetó al perro de la cadena y le estuvo propinando golpes en la cara hasta que éste sangró por la nariz. El perro ni rechistó, y yo sentí que nunca sería capaz de actuar de esa forma para imponer mi autoridad.
Así las cosas, yo sabía que en el insospechado cerebro de aquel bruto, existían unos límites para la tolerancia y que cuando él quisiera impondría sobre mí su animalidad.
Transcurrió el tiempo sin que sucediera nada que demostrara mi teoría salvo en una ocasión en la que no aceptó el baño al que le sometíamos regularmente, y para confirmar que mi razonamiento no estaba del todo desencaminada, me mordió la mano. Eran sus mordidas templadas, sin apretar en exceso, como de advertencia: -Cuidado no te pases - parecía decir-, ya sabes quien manda.
Pero volvamos al día de autos y sigamos con el relato en el punto justo en el que yo intentaba hacer algo por aliviar el dolor del pobre animal que, instintivamente, buscó el refugio del coche como único lugar donde sentirse seguro. Nuevamente insistí en mi deseo de saber hasta donde llegaba el daño y con una garrafa de plástico traté de lavar la herida haciendo chorro sobre la parte manchada de sangre; y nuevamente, Yaco intentó morder lo que para él era una molestia añadida.
No quiso comer, siendo un voraz comilón, y siguió en su refugio taciturno y receloso.
Con no poca precaución conseguí volver a ponerle la correa y regresamos a la ciudad. Como era de esperar, la querencia de su casa facilitó la labor de llegada -que yo en mi fuero interno temía- y si no fuera porque se plantó en la escalera como petrificado para evacuar una larguísima meada, todo hubiera sucedido con normalidad. Una vez en su caseta, se metió en el rincón más recóndito de su cerebro, al cual nunca volví a tener acceso.
A la mañana siguiente volví a las andadas tratando de acercarme con palabras suaves y cariñosas hasta la parcela de sus cavilaciones,  pero el animal seguía ausente de toda intención social. A media mañana salió de manera lastimosa a beber agua y pude comprobar la tremenda hinchazón de su cuello que denotaba, por fin, que la herida era de consideración.
Localizar al veterinario fue una ardua tarea que no sirvió para mucho, pues el buen señor no hacía visitas a domicilio y su recomendación fue que me llevara unas pastillas analgésicas -que tenía de propaganda´y por las que me cobró mil pesetas- y tratara de dárselas mezcladas en la comida o en el agua, cosa que no pude lograr porque el perro no volvió a hacer intención de comer.
Incapaz de solucionar el problema, vi cómo transcurría un nuevo día sin que los acontecimientos tomaran otro giro. Si noté, sin embargo, que el perro recelaba cada vez más en mis intentos de acercamiento. Su cara no era de tristeza, era de seriedad, de desconfianza; el tercero de sus bocados fue más incisivo; sentí su fuerza en mi dedo y el miedo ante una reacción rabiosa se apoderó de mí, cosa que, estoy seguro, el perro notó de inmediato.
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Se cernían sobre mí siniestras imaginaciones que, desgraciadamente, tenían todos los visos de ser reales. Y tomé una decisión que, en caso de que no cambiaran los acontecimientos, llevaría a la práctica a la mañana siguiente.
Nada más levantarme, salí a ver si se había producido algún cambio en el estado general de Yaco. Todo parecía seguir igual. Estaba en su rincón, en posición supongo que fetal y sin ningún interés por mis reiteradas palabras de aliento. El recipiente de la comida, que le habíamos dejado por si decidía comer, seguía intacto. Le acerqué una croqueta hasta la boca animándole: -Vamos yaco. Come. La lamió levemente y no intentó nada más. Definitivamente, su abatimiento era difícil de superar. Pero curiosamente, o quizás lógicamente, su recelo seguía en aumento y a uno de mis movimientos que debió parecerle extraño, respondió incorporándose vivamente y enseñándome los dientes, cosa que hasta este momento no recuerdo que hubiera hecho antes.
En el transcurso de la mañana volví a interesarme por su evolución y vi con sorpresa que estaba tendido en uno de los rincones que normalmente utilizaba en según que hora del día, ya que siendo la terraza todo su territorio había descubierto los lugares más acogedores para protegerse del sol, del frío o del calor, dependiendo de  las circunstancias. Incorporó la cabeza que tenía apoyada sobre sus estiradas patas delanteras y me miró con seriedad. De su belfo caía una hebra de baba y sus ojos estaban lechosos. Cuando intenté el ademán de acercarme a él, se incorporó débilmente y se refugió en su caseta. En las dos ocasiones que volví a intentar acercarme, salió presto de su refugio enseñándome los dientes en un gesto inequívoco de defensa. Definitivamente, Yaco había decidido que yo era su enemigo.
Eran muchas las razones para actuar con prontitud. Me lancé en busca de un nuevo veterinario que pudiera ayudarme a resolver el problema. No lo pude localizar por lo que dejé el recado en el contestador telefónico temiéndome alguna evasiva;  por fortuna no tardó en contestar a mi llamada. Poco después decidíamos que lo mejor para todos era el sacrificio de Yaco.
Las horas que pasaron hasta que se produjo el hecho, fueron de verdadera tortura moral. Nunca hubiera pensado tomar una decisión parecida. Hubiera preferido mil veces su muerte en la pelea que a buen seguro se produjo aquella mañana fatídica, que tener que decretar su sacrificio.
A esta situación se sumó el hecho de tener que actuar de forma aparatosa, pues siendo imposible, al menos para mí, conseguir reducirlo para ponerle la inyección letal, tuvimos que recurrir a la pareja de la policía local, quienes desde una ventana dispararon un dardo narcótico que le durmió rápidamente.

(6) Problemas de conciencia.

Nunca pensé sentir la muerte de un animal como si la de un familiar se tratase. El hecho de su abatimiento y la trágica manera de dar fin a su existencia, han supuesto días de verdadero sufrimiento. Algo en mí se rompió cuando Yaco yacía en el suelo definitivamente muerto y las lágrimas inundaron mis ojos de manera espontánea.
Si yo hubiera sido decidido como mi amigo Juan, o hubiera tenido sus recursos para salir de las situaciones difíciles, o su capacidad para hacer frente a mi miedo, posiblemente Yaco, hubiera permitido su curación y esta historia habría tenido un final distinto.
Si Yaco hubiera tenido un hermano de camada que le lamiera la heridas, no se habría encerrado en su dolor, aislándose por completo del entorno que le fue habitual durante tantos años.
Pero yo soy esencialmente miedoso y nunca tendré el temple necesario para imponerme a mis instintos, y Yaco no tuvo cerca un hermano de raza que pudiera aliviar su  sufrimiento.
Si hubiera podido actuar de otra manera...
Pero como dice mi amigo Juan: -Actúes como actúes, siempre podrías haberlo hecho de otra modo.
Que a pesar de la incertidumbre, es un consuelo.