I
Porque soy de una tierra seca como el
esparto
donde la piedra es nido para que el sol
la acune,
porque en este paisaje huraño del que
parto
apenas una sombra de espigas nos reúne,
porque la luna asoma su corazón de
estaño
sobre esta vastedad de suelo a contravida,
porque se anega el alma de soledad y
extraño
las manos que la ausencia llevó de
amanecida,
porque es el tiempo un luto por tanta
vida rota
y se mueren de olvido las antiguas
querencias,
porque apenas un árbol se asoma en la
remota
vastedad de estos llanos cuajados de
inclemencias,
porque recuerdo un tiempo de corazón y
apuros
bajo la ardiente imagen de un florecido
anhelo,
porque la infancia habita tras
insondables muros
y se me va perdiendo el ímpetu del
vuelo,
quiero volver la vista a ese recuerdo
amigo
de un almendro que aún vive plantado en
mi memoria,
acaso voy en busca del único testigo
que tiene entre sus ramas retazos de mi
historia.
II
El mundo era un silbido de trenes a lo
lejos
un humear que el viento robaba a la
llanura
un sol que desgajaba metálicos reflejos
al avión que, raudo, surcaba aquella altura .
El mundo era el almendro que al lado del
camino
se cuajaba de flores de exótica belleza
el mundo era mi padre contento de su
sino
aunque fuera su sino de una extrema
dureza.
El mundo era aquel fruto tan dulce como
un beso
que en capachos de esparto llegaba a la
bodega,
el mundo era, en resumen, el lógico
proceso
de un alma que iniciaba sus sueños de
andariega.
No sé por qué el recuerdo me llena de
añoranza
si al decir de los muchos era una vida
ingrata,
acaso porque siempre buscamos semejanza
entre aquello que somos y aquello que
nos ata.
Y a pesar de los muchos caminos
recorridos,
uno vuelve los ojos al lugar de la
infancia
y llega a comprender, hurgando en los olvidos,
que entre el ayer y el siempre, apenas
hay distancia.
III
Bordaban los vencejos su vuelo matutino
al filo de una hermosa mañana de
vendimia
caminaba la mula con su paso cansino
mientras yo imaginaba una inocente
alquimia.
El almendro aguardaba como un fauno
travieso
la carga que mi padre llevaba a la
bodega
y así, como al descuido, con su ramaje
espeso,
se apoderó del garfio, tan preciso en la
briega
de mover los capachos enganchado a su
esparto.
No es nada de importancia, mas perdura
el recuerdo
después de tantos años, después de
tiempo harto,
en estos pajonales de infancia en que me
pierdo.
La historia es tan sencilla que casi no
me atrevo
a desgranar en verso la solución al caso
pero también hay algo que me dice que
debo
buscarme en claridades al borde de mi
ocaso.
Ufano de su logro aquel almendro altivo
mostraba su conquista pendiendo de una
rama.
Ya ustedes se imagina que fue lo
sucesivo:
Descolgar, entre risas, la labriega oriflama.
IV
Acaso lo curioso de toda esta odisea
no sea sino el poso del rústico suceso
acaso no es la vida, por mucho que se
crea,
más que un recuerdo vivo que aguanta por
su peso
entre todo el bagaje que nos cabe en el
alma
y aguarda allí, impasible, el momento preciso
en el que la memoria se desande en la
calma
de un hombre al que ya solo le cabe el
paraíso.
Después de tantos años volví a andar el
camino
en el que el viejo almendro aún vive en
soledumbre
y me llenó de gozo saber que, mortecino,
aún por abril destellan sus ramas como
lumbre.
Yo te venero almendro, pues eres la
inocente
razón de que mi sangre florezca en un
poema,
de que este último tiempo que amenaza
doliente
se agarre a tu recuerdo como una
estratagema
para hacer que la espera no resulte
enojosa
ahora, cuando sabemos que ya la pasajera
vida nos va poniendo al borde de la fosa
como a vencidas ramas de vieja
enredadera...