Lo conocía el sol, y el lucero del alba, y la perdiz, que al
traqueteo del carro, cruzaba el camino con su caterva de polluelos estirados y
ligeros. Lo conocía la lagartija que se asomaba entre las piedras del majano
cuando el sol comenzaba a calentar. Lo conocían los carreros con los que se
cruzaba y a los que saludaba cordial y campechano. Lo conocía el mastín del
vetusto aprisco. Y el pastor, y la madre tierra, que se esponjaba al paso de
sus firmes pisadas.
Al amanecer del lunes, aparejaba a su yunta de mulas:
Estrella y Colorá, no hay que ser más explícitos para saber por qué las llamaba
así. Era pura genética. A una la metía en varas y a la otra, si la carga era
pequeña la ataba atrás, a la sopuente
del carro.
No se olvida nada, pensaba dando un repaso mental a los
enseres y alimentos que deberían durar toda la semana, mientras el viejo
perrillo, de nombre Chaleco, aguardaba con las orejas estiradas la voz de
¡arre! . Era un ritual aunque la costumbre hacia el hecho cotidiano, ir
repasando todos los aspectos de la marcha. Los preparativos, como untar las
ruedas del caro, o lustrar con betún los arreos, o asegurarse de que los rayos
de la rueda estuvieran bien encajados se quedaba resuelto el domingo por la
tarde, que no era cosa de empezar perdiendo tiempo en un día de trabajo.
Así que, vestido como requería la ocasión: “vas hecho un pincel”,
le decía su mujer, y ufano de sentirse
pletórico, dirigía la pequeña comitiva que enfilaba las empedradas calles del
pueblo para llegar al tortuoso camino que se iniciaba una vez cruzadas las vías
del tren. Si la ocasión era propicia –era tímido ante la gente-, entonaba una
de esas canciones que tanto le gustaban y a las que daba un aire de fandango que podría haber hecho las delicias de cualquier
oyente: “toda la semana arando / con arao de vertedera / y no he podío llegar/
a tu ventana morena. ¡Arre! decía sin transición porque parecía que la mula se embelesaba con
el canto.
Lo de la vestimenta era otro ritual que ni los toreros. Y
aunque no se encomendaba a virgen alguna ni tenía ayuda de cámara, se acicalaba
con parsimonia y meticulosidad, porque una arruga en el peal o una camiseta
demasiado ajustada podían hacerle polvo la semana. Así que menudeaba en esos
pormenores hasta sentirse cómodo. No necesitaba un espejo –no lo tenía- para
saber que todo había quedado en su justo lugar: los peales, bien liados a los
pies, metidos en las albarcas (lo de abarcas le parecía demasiado rebuscado) y
recogiendo el negro pantalón de pana, al que el sol y las lavadas habían hecho
pardear. Luego lo sujetaba con una especie de tobillera de cuero que daba vuelta a la pierna y que abarcaba desde el
empeine hasta la finalización del tobillo fijándolos con unas hebillas. Ni que decir
tiene que el práctico artilugio, así como las abarcas, eran de fabricación
propia, cosa de la que se sentía orgulloso. Así que ya tenemos al labrador vestido de labrador: boina
encasquetada para que el aire no jugara malas pasadas mientras se iba arando en
dirección contraria, chaleco y pantalón de pana, camisa de vichy de algodón con
un dibujo a rayas que nuca variaba, cuello de tirilla, amplias mangas que si el
tiempo lo permitía arremangaba por encima del codo. Y como cinturón, uno trenzado
de cordetas si el tiempo daba para ello, si no, una simple cordeta hacía las
veces de un cinturón de diseño de esos que ahora son tan dados en sacar los
actuales diseñadores.
El recorrido hasta la quintería se hacía pesado y monótono. No era cómodo que digamos ir sentado en la
vara del carro , que, aunque estrecho, era el sitio ideal para subir y bajar
sobre la marcha cuando era necesario, ni aguantar sobre las posaderas el
constante traqueteo que los baches del camino
producían en su rodar. Casi todo el trayecto lo hacía a pie, a fin de
cuentas sólo había ocho kilómetros hasta llegar al corte y, como hemos dicho,
se sentía pletórico.
Llegado a la humilde casa que serviría de morada durante la
semana era el momento de poner cada cosa en su lugar: Los siete panes blancos
en la orza de barro que a duras penas aguantaría hasta el sábado sin endurecerlos
demasiado; el tocino salado, algún chorizo y un puñado de carne para guisar, en
la fresquera, otro de esos inventos que se colgaban de una viga y que hacía una
doble función: la de proteger el condumio de roedores u otros animales, y de mantenerlo todo lo fresco que aquél
recipiente permitía. La sal, el azúcar, los ajos, el aceite, la harina de almorta y todo aquello que no era
propenso a ponerse malo iba a para a los vasares, a los que para dar cierto
empaque , la mujer había protegido con unos trozos de tela de cuadritos azules.
El vino era mejor dejarlo suspendido en el brocal de la noria pues su trago
fresquito, era lo más apetecible en una comida después de largas horas de ir
tras la yunta.
Mientras la mulas descansaban y se reponían con un pienso,
llegaba el momento de terminar con otros menesteres, que si no precisos, sí
eran necesarios: llenar la cuba del agua, mullir la saca de paja, preparar el
fuego, hacer el almuerzo -casi siempre unas gachas que entonaban y daban un
inusitado vigor-, cambiar la torcía del candil, llenar el abrevadero de las
mulas, airear la pajera. Todo esto hecho con movimientos seguros, casi
mecánicos, coordinados y rápidos, que no era cosa de que entrara la mañana sin
haber empezado a arar antes que los demás linderos; claro que ese era el
pensamiento de todos, así que era difícil ser el primero en nada…
Ya descansadas las mulas, organizado lo esencial, y
recuperadas las energías, era el momento de prepararlas para la larga faena, lo
que obligaba a extender los mantujos sobre el suelo y mullirlos para que no
provocaran mataduras al tiro los animales, posteriormente, serían acoplados al
cuello de las acémilas mediante la collera; por delante de todo esto el
horcate, utensilio de madera sobre el que se enganchaba el tiro que arrastraría
el arado y, si procedía, el hubio o yugo que emparejaba a las mulas para que el
tiro no fuera desacompasado.
Hoy vamos a salir arando desde la casa, pensaba. Y con la
vista puesta en la Mesnera, que era un lugar de referencia en la frontera
sierra, trazaba una partición que ni con
tiralíneas. Le gustaba ver cómo, tras hendir la tierra, una bandada de palomas y pájaros de
todas las especies, iban picoteando en busca de alguna lombriz o de cualquier
cosa comestible. Esa era una estampa inenarrable, que lo hacía tan feliz, que
nada le importaba el cansancio, ni la tierra que se depositaba sobre sus ojos,
su boca o su camisa. Era un momento tan mágico que ninguna otra
circunstancia podía turbar el pensamiento.
Era su vida. Una vida que transcurría en armonía con la
naturaleza. Una vida ajena a ruidos, a problemas económicos - aunque los
hubiera, pues era cuestión de comer más patatas y menos carne-, a discusiones
sobre el trabajo, a preocupaciones financieras… Era una vida simple y hermosa.
Tan hermosa que los enojos, que también los habían, se diluían en el aire a
través de iracundas expresiones, o de malintencionadas cancioncillas que
inventaba sobre la marcha, al hilo del motivo del enfado.
Nunca supo hacer otra cosa. Nunca quiso hacer otra cosa. Tuvo
oportunidades, puede que las tuviera, o no. Él decía que sí, que en la mili, un
compañero, industrial de Barcelona, le ofreció un puesto en su fábrica. O que
un pariente con cierta influencia le sugirió colocarse en RENFE. Pero algo lo
llamaba a seguir siendo labrador; algo que no era dinero, ni comodidad, ni siquiera
un buen trabajo. Era la llamada de la tierra, de las raíces, de la familia que
había dejado cuando una guerra, a la que lo llevaron con apenas diecisiete años
y a la que nunca hubiera querido ir, le permitió regresar desde uno de esos
campos de concentración en los que sobrevivió de milagro.
Y así vivió, hasta que la vida, que al final parece más
madrastra que madre, se le puso mal. Y vio cómo la enfermedad anulaba su
energía. Y comprendió que era la hora de rendir cuentas. Aunque yo, que le
conocía bien, sé que tenía pocas cuentas que rendir; que toda su vida fue un
hombre honrado y trabajador y que si hay cielo, como debería haber, iría, sin
paradas intermedias, a reunirse con los suyos para seguir labrando en paz las
besanas de la gloria. Y todo esto lo sé, porque este hombre del que os he
hablado era mi padre.