Este
hacerse mayor sin delicadeza,
Esta
espalda mojada de moscatel
Este
valle de fábricas de tristeza
Esta
espuma de certeza,
Esta
colmena sin miel.
Joaquín
Sabina
Cuando la edad rompe el corsé de la costumbre
Y te permites, aunque sólo sea de vez en
cuando
Darte un paseo despacioso por las calles de
tu pueblo,
Curioseando, mirando escaparates,
Observando lo cotidiano con distintos ojos,
Haciendo pausas sobre lo que la prisa nunca te dejó ver,
te das cuenta de lo mucho que ignoras
sobre ti y sobre ese lugar en el que ha transcurrido tu vida.
Las imágines te van guiando por galerías
jamás exploradas,
Y vas abriendo puertas a una conciencia
Que casi siempre estuvo soterrada,
Persiguiendo los propios logros.
Porque no nos engañemos,
Sólo hemos tenido ocasión para lo nuestro.
Y lo nuestro ha sido ganarnos una vida
Que no nos lo puso fácil.
Si nos ha sobrado tiempo
Lo hemos regalado en personales aficiones,
En altruistas labores humanitarias,
En misiones que, pagadas, no hubiéramos
aceptado.
Porque la naturaleza es así: caprichosa y
voluble,
Y hace aquello que le cuadra por el simple
placer de hacerlo.
La ciudad presenta infinidad de rostros,
Diferentes lecturas, para quien como yo ahora
Intenta verla sin perturbaciones.
Sus gentes, sus profesiones, sus motivos,
Todo lo que en ella se cuece,
Le aceleran el pulso, la hacen hervir
En una amalgama de sensaciones que la
humanizan.
Es novia, esposa, madre,
A veces madrastra –si las madrastras fueran
Como el común del vulgo afirma-.
Es origen y llegada,
Inicio y final. Lugar de referencia
Para quienes, lejanos, añoran sus paseos,
Las huellas imborrables de sus pasos de
niños.
Ha pasado una vida, me digo mientras observo:
En el escaparate del retratista, la novia,
Sonríe con emoción a quien algún día será su
verdugo.
La peluquera oferta en su vitrina productos
para el cuidado del cabello
Que prometen más que cumplen;
El bazar, para eso estamos en la Mancha,
Ofrece quijotes y sanchos entre una amalgama
De utensilios que no sabríamos dónde situar,
El joyero, tras su escaparate blindado,
Insinúa que un diamante es para siempre
Cuando todos sabemos que, para siempre,
Aún no se ha concebido nada, si no es la
nada;
El comerciante de tejidos
Liquida retales de épocas gloriosas
Con la única intención de quitarse de maulas,
El mueblista salda sus existencias
Porque ha llegado al final de su época
activa;
El herrero, el carpintero, el mecánico…
Se afanan en sus talleres que a través de las
entreabiertas puertas
Dejan percibir los honestos olores del
trabajo.
La vida, en fin, es una constante oferta,
A través de un intercambio de objetos y miradas
Que incitan el deseo de poseer aquello
Que si no nos pusieran delante de los ojos
No necesitaríamos para nada.
Así la humanidad ha ido creando un monstruo
De siete mil cabezas que nos sonríe desde
todas sus bocas,
Que nos anima con sus alardes mentirosos
A poseer, a gozar, a ambicionar lo que al día
siguiente
Consideraremos inservible.
Puede que una sonrisa displicente haya asomado a mi rostro
Porque
ya soy mayor
Y empiezo a entender lo necio del
comportamiento humano.
Pero aún sigo aquí, en este pueblo que me vio
nacer,
Contemplando, aprendiendo,
Viendo cómo la ciudad, a pesar de los años
transcurridos, nunca se hace vieja
Porque se remoza con la llegada de nuevas
generaciones,
Y cambia su fisonomía con la apertura de nuevas calles,
Y sus establecimientos modifican las
fachadas,
Y el pavimentado se adapta a los nuevos
vehículos,.
Y la iluminación decora y embellece rincones y monumentos.
Puede que la ciudad sea la misma. O no.
Puede que lo único que cambie sea mi forma de
mirarla.
No sé. Estoy aquí. Y la siento.
Huelo el limpio perfume de su esencia,
Percibo la calidez de su entraña
Mientras las campanadas del viejo reloj de la
torre
Confirman que este es el lugar en el que
querría descansar
Bajo la sombra vigilante de un ciprés
centenario.