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miércoles, 16 de julio de 2014

PIRUETAS DEL DESTINO.

       Siempre imaginé que la vida, que sin duda tiene sus caprichos, me conduciría por sendas insospechadas; pero lo más sorprendente estaba por venir.

 Inicio este relato desde un idílico lugar frente a la Ría de Arosa, en Cambados, (Pontevedra). Todo, en este hermoso pazo invita al sosiego, a la meditación, al reencuentro con tanta historia diluida en mi peculiar andadura. Es el Parador Nacional de Cambados un hermoso intento por conjugar armónicamente progreso y medio ambiente, lujo y tradición, gastronomía y acervo cultural. Desde su soleado jardín y acariciado por una brisa que mas parece el roce de un suspiro, intento recordar...

       Yo tendría unos siete años, y mi madre, viuda de guerra, se ganaba la vida con penosos menesteres; normalmente, su jornada comenzaba al salir el sol; recuerdo su mano tibia, que en un gesto protector, ponía sobre mi frente todos sus buenos propósitos; después, cogía su raida toquilla de sobre la silla y con un suspiro de resignación y un gesto a modo de cruz sobre su pecho salía a la calle.

      Ya, a tan tempranas horas, algunas de las vecinas más madrugadoras, barrían su parte de calle y mi madre entrecruzaba con ellas palabras de saludo.
-Buenos días hermana Petronila , ¿qué, como siempre?.
-Haber, hija mía, este es el cuento de nunca acabar. ¿Y tú, con quién estás ahora?.
-Voy a casa del hermano Remigio que desde que quedó viudo necesita una mujer que le lave la ropa.
-Hoy no te llevas a Pedrín.
-No, hace mucho frío en la cuadra de lavar, y aunque echaremos alguna gavilla para calentar el agua, no quiero que esté allí no vaya y se queme.
-Bueno hija mía, resignación. Verás como vienen tiempos mejores.

      Se perdía la voz de mi madre a lo largo de la empinada calleja mientras yo, arrebujado en el lecho que compartíamos, intentaba recuperar ese calor corporal que enfriaba su ausencia.

Por aquel entonces, la escolarización contaba con enormes deficiencias y aunque existían colegios públicos, éramos muchos los niños que por diversas causas no podíamos asistir a la escuela. Para compensar esta deficiencia, mi madre, a la que nunca podré agradecer bastante sus desvelos, me llevaba a la casa de un buen hombre, llamado por mal nombre "tronchapilas", quien en una pequeña dependencia, que era a la vez cocina y escuela, y por una modestísima cantidad, me inició en las cuatro reglas básicas para no ser considerado analfabeto.

Don Acisclo, que así se llamaba aquel maestro, era un hombre entrado en años ( a mí entonces me parecían muchos los cincuenta o cincuenta y cinco que luego supe que tenía ) que por causas de depuración había sido cesado de empleo y sueldo y vivía  haciendo honor a aquel refrán que alguna vez oí y que decía: "Pasas más hambre que un maestro de escuela".Por lo demás, D. Acisclo era un hombre serio y profundamente enamorado de la enseñanza. Nunca sabrían los ganadores de la contienda civil el gran daño que hacían al país eliminando, por cuestiones políticas , a personas como Don Acisclo.

Y fue en aquella humilde habitación donde prendió la chispa del deseo en mi corazón ; chispa que ya nunca dejaría de arder y que solo se apagará, cuando los designios que configuran mi existencia me acojan en el lecho final.

* * * * * * * * *

Aquella noche, mi madre, desde la seriedad de su negra indumentaria, me miraba con especial interés.
-¿Que ocurre madre?, pregunté desde la cortedad de mis temores.
Mi madre exhaló un suspiro hondo y cogiendo mi mano entre las suyas agrietadas y toscas me dijo: -Mira Bernardo, ya tienes once años y eres fuerte; tú sabes que te quiero con toda mi alma y que nunca permitiré que te ocurra nada malo. Si viviera tu padre, sería su brazo seguro el que ganara el sustento necesario. Pero ya ves, murió antes de que tú pudieras decirle papá y desde entonces solo hemos logrado sobrevivir de mala manera. Todo el mundo abusa de quien no puede defenderse, y yo, pobre de mí, apenas se poner mi nombre. No se como voy a poder sacarte adelante; cada vez me parece más difícil pagarle a don Acisclo las doce pesetas que nos cobra por enseñarte a leer y escribir. Y eso que el buen hombre me dice que no me preocupe. Además me siento cansada y tengo miedo de que algún día te quedes solo. No puedo vivir con esta pena...
     -Madre, yo...
    -Déjame continuar hijo. Verás, la vida es una lotería. Hay quien tiene la suerte de cara y todo le sonríe. Pero otros..
No pudo contener un sollozo hondo y se llevó las manos a la cara tratando de ocultar su debilidad.
    -Yo te cuidaré, madre; trabajaré mucho; te compraré un vestido precioso. Te...
    -Hijo mío, nunca dejes de ser generoso. Tu padre también lo era. Y recuerda siempre que es mi amor por tí el que me hace dar este paso tan doloroso...

     Por primera vez, aquella noche fría de finales de noviembre, dejó sobre mi carne las huellas del desconsuelo. Me sentí pequeño, tan pequeño que casi me desvanecía bajo la mortecina luz de los candiles. Mi madre lloraba mansamente incapaz de continuar hablando. Sentí por mis venas una sensación extraña. Yo no sabía entonces lo que era la rabia. Pero debí sentir rabia, impotencia, desesperación, miedo... todo en un mismo vuelco de sangre. De pronto me sentí mayor, casi viejo.
A la mañana siguiente, supe lo que mi madre no pudo terminar de decirme. En la cocina, junto a la puerta que daba al patio, una vieja maleta presagiaba el desenlace.

-Ven conmigo, dijo mi madre con una energía que contrastaba con la ternura de la noche anterior.
Me dejé conducir receloso y cabizbajo. Caminábamos deprisa, sin contestar a las vecinas que miraban extrañadas deteniendo por instantes sus escobas.

Después de cruzar todo el pueblo, llegamos a la parada del renqueante autobús que nos conduciría hasta Madrid en un viaje que a mi me pareció triste y largo, y en el que lejos de ilusionarme con el paisaje y las novedades del trayecto, me sentía como siempre me imaginé que debían sentirse los pajarillos que se caen del nido. No sé porqué asociación de ideas me vino esta imagen a la mente; yo era, en ese instante, un ser tan desvalido como aquellos pajarillos de angustioso piar, que sin duda reclamaban el cálido rebujo de las plumas maternas.
Mi madre, desde la severidad de su rostro, no parecía invitar a confidencias, y yo no alcanzaba a imaginar el porqué de esa actitud; aún tardaría algunos años en comprender que era solo dolor lo que mi madre trataba de disimular.

     Por fín, llegamos a Madrid. Para quien nunca había salido de la calma de un blanco y pequeño pueblo manchego, aquel tráfago resultaba ensordecedor. Mi madre, decidida como yo nunca  la hubiera supuesto, sacó un arrugado papel del bolsillo y preguntó a un guardia por la dirección que allí rezaba.
-Pero eso está lejos, señora; debería Vd. coger el tranvía que pasa por Atocha y que les dejaría en Cuatro Caminos; desde allí está muy cerca la calle que buscan.
-Vd. dígame como puedo llegar andando, dijo mi madre sin perder su apostura.
Tras dilatada andadura, salpicada de numerosas pérdidas y otras tantas preguntas, llegamos a la casa que respondía a aquella dirección.
En ella vivían las herederas de una acaudalada familia de nuestro pueblo, dos mujeres de mediana edad y aspecto reservado y pulcro que se miraron sonriendo.
-Aquí lo tienen ustedes, dijo mi madre, empujándome ligeramente hacia ellas.
Yo intentaba resistir el movimiento que inevitablemente provocaba el empujón. Miré  a mi madre sin querer comprender y vi dureza en su mirada. Volví la vista hacia las dos mujeres que aguardaban y noté en sus ojos una dulzura extraña, casi tímida. Me alargaron sus brazos y lentamente, inicié los tres pasos que me separaban de ellas...


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      La habitación a la que me condujeron era confortable, luminosa. Un amplio ventanal, daba a un jardín exterior de hermosas plantas que yo no sabía denominar. La cama, de hierro y latón, estaba cubierta con un blanquísimo edredón con aplicaciones bordadas simulando un sol emergente tras una inevitable colina. Un armario amplio, en el que mis escasas pertenencias se perdían, flanqueaba la habitación por la derecha y un escritorio de nogal, austero y fuerte, lo hacía por la izquierda.

      No pude evitar la comparación, ni el rubor que encendió mis mejillas al comprender que aquello despertaba en mí encontradas sensaciones que nunca hubiera imaginado sentir. Algo parecido al júbilo, como aquella vez que mi madre me llevó un caballito de cartón cuando yo tenía cinco años, se intentaba colar en mi entristecido corazón.

Aquella noche, lloré como nunca recuerdo haberlo hecho; ni antes ni después de aquel momento. Pero eso fue todo. Definitivamente, acepté el magnánimo sacrificio de mi madre.

A partir de aquel día, mi vida dio un giro insospechado. Mis tutoras, a las que llegué a querer sinceramente, tenían todo previsto para mi llegada; uniforme, libros, lápices, cuadernos...
y sin más dilación me presentaron al director del que sería, por primera vez en mi vida, mi colegio. Era éste, un centro privado , dependiente de una orden religiosa, al que solo accedían los hijos de la más selecta sociedad madrileña. De cómo me integré en aquel ambiente, prefiero guardarlo en el arcano de mi alma, porque los hijos de la más selecta sociedad madrileña no me lo pusieron nada fácil. Pero yo era, pese a todo, fuerte. Y las lecciones del buen don Acisclo, de quien ni siquiera pude despedirme, fueron buena referencia, para no sentirme marginado en el aspecto educativo. Así, al cabo de unos meses, conseguí ganarme el respeto de quienes, en un principio, vieron en mí a ún tímido chico de pueblo del que parecía fácil burlarse.
             
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      Hablar de mis tutoras, sería cuando menos, una muestra del agradecimiento que durante toda su vida les profesé. Y aún hoy, cuando la ausencia ha puesto entre nosotros barreras eternales, no tengo por menos que recordarlas con una veneración pareja a la que profeso a mi madre.

Elena y Remedios, eran dos almas gemelas que por razones de timidez, o de otras que me atrevo a imaginar, se quedaron para vestir santos. Su padre, oriundo del mismo lugar en el que nací, descendía de una familia importante en la que todos los hermanos eran notarios; alguno creo que llegó a ser notario mayor del reino, y él mismo, fue general de división. Debió ser un hombre severo, a juzgar por las fotos que presidían la pared principal de la dependencia utilizada como biblioteca, aunque ya se sabe que las fotos son solo una pose. La madre fue una distinguida señorita de Madrid que había cursado estudios de piano en el real conservatorio de la misma ciudad y que llegó a tener notoriedad como concertista. De esta unión, y como única descendencia, nacieron mis dos tutoras que con una escasa diferencia de edad parecían fruto de una misma concepción; quedaron sin madre a temprana edad, y su padre las ingresó en un internado de señoritas en el que recibieron una amplia y severa educación. Poco después de alcanzar la mayoría de edad, falleció su padre, empedernido fumador, de un cáncer de pulmón irremediable, con lo que Elena y Remedios se vieron solas, tristes, y dueñas de una inmensa fortuna que entre bienes rústicos y urbanos, rentas, cosechas, alquileres y una considerable suma en monedas de oro, les hicieron sentir el peso de una responsabilidad para la que no estaban preparadas. Posiblemente esta causa, las hizo retraídas y algo desconfiadas por lo que no hubo partido, y los tuvieron, que pareciera  conveniente a sus recatadas mentes.

Transcurrieron algunos años de una relativa calma  espiritual, en los que ambas hermanas apadrinaron toda suerte de eventos en favor de los más desposeídos. Pero su natural bondad, les inculcaba la necesidad de sentir esa entrega en propia carne. Así que algún día de los que regresaban al pueblo para controlar sus fincas y casas de labor, debieron conocer a mi madre y saber de nuestra difícil situación, tras lo cual, y hechas las oportunas negociaciones, mi madre convendría, pensando en un mejor porvenir para mí, en cederme en calidad de pupilo.  
  
Yo era un chaval de natural alegre, y una vez superados los recelos, fuí para sus vidas mortecinas, como una chispa de luz que les abrió nuevos horizontes. Mi formación progresaba con normalidad contribuyendo a ello en gran medida, la solidez de conocimientos de mis tutoras; Elena había estudiado música y era, como su madre, una virtuosa concertista que si bien dió algunos conciertos en Madrid, nunca quiso salir al extranjero por no dejar sola a su hermana; Remedios era una consumada pintora que pasaba largas horas delante del caballete en un soleado estudio que era algo así como su santuario; por la misma razón que Elena, nunca quiso exponer sus obras a pesar de solicitárselo prestigiosas galerías de arte.

Y en este ambiente culto en el que la armonía reinaba por todos los rincones de la casa fuí desarrollando esta etapa crucial de mi personalidad, sin olvidar ni un solo instante que todo se lo debía a aquella abnegada mujer que fue capaz de renunciar por amor a sus derechos de madre.( ¡ Ah, madre, si alguna vez pudiera devolverte el bien que me has hecho !).

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Pero el destino, que va tejiendo en nuestras vidas su tela de araña, me tenía reservados otros caminos que si bien, ya nunca fueron nefastos, dejaron un gran vacío en mi corazón.
Una mañana, mis tutoras entraron en mi habitación con gesto serio; levanté la vista del libro de historia que estaba estudiando y las interrogué con la mirada. MI corazón latió descompasado, adivinando tal vez el desenlace. Por fin, Remedios, en un hilo de voz, me d la triste noticia. Mi madre había muerto. Una gran soledad invadió mi alma; musité :¡ madre !...y llegaron en oleada los recuerdos de aquellos primeros años en los que su figura era todo mi horizonte.
Regresamos al pueblo para efectuar las exequias. El pequeño camposanto jalonado de cipreses, era un hermoso lugar para el inicio. Porque estaba seguro de que aquella muerte era tiempo de inicio para mi madre; de que su sufrimiento tendría en equidad la justa recompensa de una vida gozosa en un lugar acaso presentido en su corazón.

Mi mayoría de edad, supuso un nuevo rumbo en mi existencia. No sabía como decir a aquellas dos almas buenas que la mía necesitaba aventuras; que yo era un volcán incapaz de contener por más tiempo la ardiente lava de mi sangre; que necesitaba conocer mundo, vivir nuevas experiencias, estar allí donde la vida prologaba sus conquistas.

Se quedaron sobre la escalinata del portón, con su mano levantada en un triste gesto de adiós. Sus ojos querían decirme lo que su timidez les impedía transmitir con palabras. Dejé la maleta sobre la acera y corrí hacia ellas para fundirme en su abrazo.
- Nunca os olvidaré.

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     Han transcurrido muchos años. Mi rostro se ha curtido por vientos de guerra, por genocidios, por tragedias que nunca he sabido comprender. Mi nombre ha cobrado triste fama como corresponsal en el extranjero para diversos periódicos. He contado la guerra desde el lado de los perdedores; he intentado hacer comprender al mundo el sin sentido del fanatismo, el error de las armas, el dolor de las almas. He luchado, desde la palabra por la paz, por la democracia, por el desarrollo de las zonas más deprimidas de la tierra. He hecho mía la oración que cada mañana entonan todos los elementos de la naturaleza; he descrito la armonía que envuelve el Universo y la otra pequeña de las almas que como Elena, como Remedios, como mi madre... se esfuerzan por llevar su carga pesada o liviana con toda la dignidad de la que son capaces.

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Mis tutoras fallecieron con un corto intervalo de tiempo entre ambas muertes. No podía ser de otra manera. Era tal el sincronismo de sus almas que una no pudo soportar la ausencia de la otra. Yo estaba incomunicado en una de esas guerras cruentas en cualquier lugar del mundo, intentando, por enésima vez comprender el origen de tanto odio, de tanta sangre, de tanta sinrazón...
De pronto me descubrí solo. Fue una sensación distinta a cualquiera de las vividas en los momentos difíciles de mi existencia. Decidí poner fin a aquel largo y voluntario exilio; regresé a Madrid cuando ya España había iniciado un apoteósico desarrollo; nada recordaba , en esta primavera de Mil novecientos ochenta y cinco a aquella otra España de la que huí tratando de encontrarme en algún recodo de mi camino. 

     Y sin embargo , nunca había sentido la soledad llenando las estancias, rebotando en los cuadros, colgando en las lámparas, deslizándose por las notas de una fermata...Aquella casa, en la que viví los años más dichosos de mi existencia, seguía manteniendo una especial armonía en su abandono; el piano, aguardaba manos que sacaran de su entraña el sentimiento tantos años acumulado, el caballete soñaba un lienzo para atrapar un gesto; los muebles reclamaban vivencias en su estática inmovilidad; la penumbra soñaba con la luz; el sol desperezaba, a intervalos, la plácida quietud de mis fantasmas.
Lo decidí de pronto: Recorrería España; esta España de la que se hablaba en los foros internacionales y a la que se ponía como ejemplo de una transición democrática; esta España luminosa y multicolor, donde las autonomías iniciaban una recuperación  de valores y tradiciones. MI corazón saltó gozoso; anhelaba sentir que la vida tenía una claridad en la que nunca había reparado; que mi tiempo reclamaba bonanza y que mi lucha había tocado a su fin. 

Podía permitirme unos años de relativa complacencia. Nada había que tuviera potestad sobre mí, salvo la propia vida. Era el momento de iniciar la reconquista.
Conocía un medio único para descubrir las zonas más pintorescas del país. Ya, en ocasión de unas jornadas veraniegas, había ido con mis tutoras a uno de los lugares más tranquilos y  hermosos que recuerdo: La Hostería de Alcalá de Henares, emplazada en el antiguo Colegio Mayor de San Jerónimo, en la que los paseos bajo sus arcadas,  la belleza de su Patio Trilingue, armónicamente ajardinado y el cálido ambiente de sus instalaciones, abrieron ante mis atónitos ojos un mundo de posibilidades hasta entonces ignorado.

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Y aquí estoy, apurando los tibios rayos de sol que reconfortan mi espíritu en este pazo gallego convertido hoy en Parador Nacional; reviviendo un pasado de luces y sombras que dejó huella en mi sangre; pero sabiendo que es, éste presente, un tiempo de apacible bonanza por el que aún podrá deslizarse mi vieja arboladura.

Ya no espero nada. Ya no aspiro a nada. Simplemente a estar, a sentir el embrujo de estos enclaves únicos donde la vida detiene su prisa, su inquietud, su empuje...
De Bielsa a Benavente; de Jarandilla de la Vera a Guadalupe;de Ciudad Rodrigo a Cervera de Pisuerga; sin orden, sin prisa, a merced del destino caprichoso; anotando la magia, la belleza plural de estos rincones; bebiendo atardeceres a sorbos decididos; restañando mis viejas cicatrices con esta nueva forma de terapia.

Se cruzan mis caminos con nombres conocidos. Y es el abrazo, entonces, un eslabón que anuda mis vivencias. otras veces, coincido con colegas en seminarios que tienen como marco alguno de estos hermosos paradores que trazan la silueta de esta esquina de Europa en la que la vida tiene sabor a mañanas recién estrenadas, o a noches compartidas en apacible tertulia. Algunos me incitan a que de conferencias; recibo invitaciones para coloquios y mesas redondas que, o bien eludo, o cuando me entero en alguno de mis regresos a la casa de mis tutoras -nunca sabré decir mi casa y eso que me nombraron heredero legal de algunos de sus cuantiosos bienes- están canceladas.

Tal vez después, me digo, mientras preparo la nueva excursión jugando a la ruleta sobre el mapa de España.