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domingo, 13 de julio de 2014

PONGAMOS QUE HABLO DE MADRID (título robao a Joaquín Sabina)

1

La ciudad ha  amanecido gris, con un deje mortecino en el ambiente; la lluvia repica en el asfalto impasible y opaco. La ciudad cobra ahora un aspecto de huérfana que se hubiera quedado sin cenar esta noche. No es que sean más tristes las gentes esta mañana, es que las gentes tristes se dan cuenta de su aguda tristeza y dejan sus destartaladas buhardillas o sus míseras pensiones con el ánima a ras de suelo, mientras la esperanza bosteza intentando desasirse de la tela que, a su alrededor y durante siglos han urdido las arañas .

Hay mucha gente triste en la ciudad; gente que añora un tiempo de esplendor, gente que aún no ha podido conseguir un trabajo; gente que vive pendiente de un canuto, de un pinchazo, de un instante de evasión;- eso es: la evasión es el origen de la dependencia-; gente que mendiga, que roba, que pulula, por este inmenso solar en busca de un reflejo en el que encontrarse. Y en esta mañana triste en la que el agua chapotea en el asfalto impasible y opaco, se agigantan los miedos, la soledad, la incertidumbre, las ansias por encontrar esa estabilidad, esa salida, esa felicidad que, aparentemente, se adivina en los ojos del vecino, pero que , con toda seguridad. el vecino intentará adivinar en los nuestros.

Pero no solo los marginados son tristes esta mañana; también los acomodados sienten que la "grisura" se les cuela en los huesos. También los que tienen una ocupación cotidiana sienten el hastío subiendo sangre arriba hasta enquistarse en el hueco de la desesperanza, que puede ser el corazón o el estómago, que vaya usted a saber desde dónde llegan esos inoportunos reflejos hasta el cerebro.
Esta mañana, acaso porque el calendario señala martes y trece, o porque realmente en el ambiente flotan iones negativos, se han producido trastornos en el ánimo de las gentes; y el taxista reniega del tráfico, el comerciante se lamenta de la crisis, al portero del hotel le molesta el cuello alzado, al sacerdote le gustaría que suprimieran el celibato, a los médicos les inquieta el alboroto de la sala de espera, a las putas se les corre el rímel, a los barrenderos les pesa el cepillo, a los estudiantes les asusta el profesor de cálculo, el policía maldice en su silbato a todos los conductores que, mira por donde, hoy parecen principiantes...                    
       Y así podríamos enumerar a toda esta ingente masa que cohabita en la ciudad y que en constante acelero transita de aquí para allá como si le fuera en ello la vida . Porque en la ciudad no hay lugar para el relajo, ni siquiera en los días en los que parece que el tiempo invita a detenerse. Antes al contrario, todo parece amontonarse, como si la maquinaria que mueve el pulso urbano perdiera algún diente del engranaje y se produjera, irremediable,  el caos.

En cambio los pájaros alardean como nunca, y los árboles parecen más lozanos; y  no hay ardillas, ni conejos, ni perdices; pero si las hubiera, sentirían que la vida les regala este día en el que el aire se purifica con aromas de sierra y de jarales. Y la tierra, procaz y parturienta, daría a luz nuevos brotes de su vientre fecundo; ni un ruido diferente rompería la armonía o el pulso de la vida, de esa vida inocente que se basta a sí misma.

Pero esto es la ciudad; el lugar donde los humanos se arraciman y viven colgados los unos de los otros en altos edificios de cemento, simétricos y exactos, desde los que la miseria cae por propia gravedad hasta las cloacas en las que, millones de ratas viven en continuo alboroto aguardando el momento de su supremacía; la ciudad donde los abuelos no caben - porque los pisos tienen solo dos dormitorios y éstos tan pequeños que el 1,15% de hijos que corresponde al matrimonio, duermen hacinados en literas (porque es curioso que en el reparto del 1,15 familiar, sean las familias más humildes las que acaparan el 3 o el 4% redondeado)- y hay que mandarlos a la residencias/almacenes que el gobierno, acuciado por las presiones sociales y en un loable intento de conseguir sus objetivos políticos, ha construido, dotándolas de unos excelentes servicios en los que, menos descubrir una brizna de amor, todo es posible.
      Esta es la ciudad, hoy, porque el estado de ánimo ha rodado hasta el suelo empujado por los grandes goterones de agua, y el corazón ha sentido ese vaho maternal que emana de los alcorques de los álamos blancos, y ha sentido nostalgia de esa tierra que un día dejó por venir a descubrir nuevos medios de vida - que no horizontes-, porque los horizontes se quedaron allí, donde la vista abarcaba las sierras cuando ya los ojos se cansaban de divisar llanura, o se mostraba el sol con insolencia en todo su magnífico esplendor .

      Es curioso cómo el pulso se hace universal en esos instantes en los que el individuo es sacudido por atávicas emociones ( y dejan de tener valor esas conquistas que un día parecieron inalcanzables y que hoy son -al menos eso quiere creer uno- hitos esperanzados plantados en el duro camino de la vida), para volver los ojos a esa serenidad con la que las cosas se suceden en el medio rural, donde este mismo día contribuye a hermanar a quienes, suspendidas sus tareas momentáneamente, se juntan en los soportales de la plaza para hablar de los preparativos de la cercana simienza, o de cómo los hijos que se marcharon a la ciudad están ganando " dineros a espuertas, si no, no hay más que ver al hijo del hermano Heraclio que el domingo estuvo aquí con un cochazo que no cabía en la calle Mayor y parecía mismamente un marqués".

     Como aves migratorias que encontraran su apoyo en inmensas colonias de  congéneres, el ser humano abandona su individualidad para sumergirse en este laberinto con el único instinto de encontrar una salida. Pero el laberinto es intrincado y difícil. Y sólo los audaces alcanzarán  la puerta de la salvación. El resto, esa gran masa gris y maloliente, con las ropas empapadas y la esperanza hundida, seguirán su continuo deambular en busca de ese rayo turbador que no llegará nunca a iluminar su senda.

      Esta es la ciudad, en la que las estatuas reflejan el paso de los siglos y miran impotentes las escenas vandálicas de quienes, incapaces de asumirse, derraman su ignorancia en los pies amarillos del héroe o del artista, o rompen las farolas, o siegan las cabezas de ingenuos angelotes, mientras quedan , pisadas en el suelo, las últimas palabras que producen los labios de un hombre diferente.

2

Hoy no llueve en la ciudad. Yes Domingo. Y la gente dibuja su mejor sonrisa cuando se cruza con el vecino en el rellano del décimo. Es una sonrisa de cercanía, familiar, de añoranza. Se conocen, se saben. Y saben , quién lo duda, que hoy ganará su equipo. Y saben que ambos son de pueblos cercanos - lo adivinaron un día por el parecido acento y por algunas palabras comunes-. Y saben que hay que dejar atrás las preocupaciones y aparentar una calma que se está lejos de poseer. 

Porque hoy es domingo. Y no llueve. Y hay que llevar a los niños al parque. Y comprar el periódico y mirar las hojas de economía con gesto de suficiencia. Nadie debe saber que las letras de la hipoteca obligan a trabajar más horas de lo habitual, ni que el hijo mayor se ha dado a las drogas, ni que uno quisiera volverse a aquel pequeño pueblo del que nunca debió salir. ¡A quién le importa!. Eso queda para los días de lluvia. Para cuando uno tiene que coger el autobús que le llevará a un trabajo que queda a dos horas de distancia. Para cuando uno siente allí, en el hueco del corazón, o del estómago, que vaya usted a saber de donde vienen aquellos reflejos, esas punzadas de inseguridad ante un futuro imprevisible.

Pero hoy es domingo. Y el hijo del hermano Heraclio - ese que se fue a la ciudad y gana los dineros a espuertas-, llevará a sus hijos al parque y se le ensanchará el corazón cuando la ilusión, la mágica ilusión que cabe en la sorpresa, ilumine sus rostros. Y se reirá sonoro con las gracias gastadas del payaso callejero o con la vieja cabra que baila al ritmo de una música ramplona, o se admirará de los malabaristas que se cruzan teas encendidas, o alcanzará a ver al mimo de dorados destellos, que semeja otra estatua desfasada en el tiempo, al que acuden, solícitos, asombrados infantes que dejarán, sobre la repisa de su falsa peana, un gramo de metálica ilusión para que los ojos del inanimado artista brillen por un instante y con un gesto cómplice, inviten a los demás niños a vencer su timidez; se parará después en el pequeño guiñol donde se cuentan fantásticas historias, a orillas de un estanque en el que los peces sacian su glotonería con gusanitos y migas de pan. Porque como, como hoy es domingo, y no llueve, hay vida en el parque; vida que se arremolina alrededor del  músico callejero o del vendedor de patitos nadadores, o del pintor que intenta atrapar ese instante en la quietud de su lienzo, o del vendedor que pone en almoneda los heredados libros..

3

La ciudad tiene mil caras, dos mil caras.; rostros para cada ocasión, vestidos para cada circunstancia. Es, puede ser, fantástica y vulgar, pordiosera  y opulenta, lo mismo desborda alegría que rezuma tristeza; deslumbra desde su brillo o incomoda desde su fango. La ciudad es así .Y nadie podrá, nunca, ahondar en su misterio.