Cruzaba las palmas de las manos y las
ahuecaba de modo que se formara una concavidad, cerraba con los dedos cualquier
posible fuga por la que el aire pudiera escapar y soplaba por el pequeño
orificio que, a la altura de la falange, dejaban los pulgares unidos
longitudinalmente. El sonido que se producía era similar al silbido del tren,
aquel silbido que, cuando la mañana estaba buena, traspasaba el silencio de los
campos y llegaba con nitidez hasta su oído.
Por aquel
entonces, el zagal, no había visto de cerca un tren. Lo había visto,
sí, cruzando la extensa llanura manchega
como un monstruo fantástico; conocía su sonido, que el eco repetía insistente,
y sabía modular, con la lengua pegada al paladar anterior como si fuera a pronunciar la letra ch, el ritmo
uniforme de su marcha. Pero eso era todo lo que sabía sobre aquel misterioso
ingenio. Eso, y que los destellos con que el sol irisaba los cristales de las
ventanillas eran la frontera entre su triste realidad y sus tímidos sueños.
Porque, cuándo él, un pobre zagal que
pastoreaba parte de las ovejas de un hacendado ganadero desde que el sol hacía
acto de presencia a través del angosto tragaluz de la humilde casucha que, en
la majada, servía para albergar a los pastores, hasta que se ocultaba tras las
sierras de Villarrubia, iba a tener
ocasión o motivo para subir en aquel artilugio ruidoso. Cuándo, un ignorante
muchacho, que apenas había tenido oportunidad de ir a la escuela y que
difícilmente unía las letras para escribir su nombre, iba a poder zafarse de
aquella forma de vida para la que estaba
predestinado como la había estado antes su padre y mucho antes su abuelo,
porque ser pastor era el oficio de los suyos y lo demás, pertenecía, como las
secuencias de esas películas que anunciaban en las carteleras del cinematógrafo
a otro mundo.
El ladrido del perro lo sacó de su
embeleso; mecánicamente lanzó una piedra contra algunas de las ovejas que se habían puesto a pastar en
la siembra lindera. Acto seguido, sacó
del zurrón la hogaza de pan blanco y el untuoso tocino que, como todas las
mañanas le serviría de almuerzo. Recostado sobre el cayado, como sólo pueden
hacerlo los pastores, comenzó a dar buena cuenta del frugal condumio, ajeno por completo a sus anteriores
reflexiones.
Pero cuando al día siguiente, el tren
volvía a asomar por los predios de su pastoreo el zagal no podía evitar aquella
punzada que era como el aviso despótico del amo diciéndole: ANo te hagas ilusiones, tú has nacido para
pastor, como tu padre@.
@ Pero alguien lo guiará@, se oyó decir una vez rompiendo el
borbolleo de sus pensamientos. AAlguien tendrá que ir pendiente de que no
se salga de las vías, o de frenar cuando llegue a alguna estación@.
Sin saber bien por qué, o aún sabiendo que
aquello era uno de esos sueños imposibles, tan imposible como el de tener una
bicicleta verde como la de Julianón, el hijo del amo, aunque fuera de tercera
mano y hubiera que arreglarle el sillín
o la cadena, en su mente se iba haciendo firme la idea de ser conductor de
trenes. No era consciente de cómo podría salir de su actual situación para
llegar a ese destino que en algún lugar de su cerebro estaba tomando cuerpo.
Tenía claro que necesitaría ayuda y que esta no llegaría de ninguna de las
personas con las que compartía su cotidiana existencia, bien por egoísmo o bien
porque nunca lo miraron con excesiva simpatía. Desde ese mismo instante supo
cuál sería su reto el resto de su vida: ser maquinista. Se imaginaba cruzando
las tierras de España y saludando a todos los pastorcillos que viera en su
camino; se imaginaba vestido con su traje azul marino de botones dorados, su
gorra de visera, su bigote bien perfilado (porque para ser maquinista habrá que
dejarse el bigote como seña de autoridad), cruzando sierras, valles, lagos,
grandes desfiladeros por los que su tren se deslizaría como una sinuosa
serpiente de cascabel en busca de una presa a la que nunca lograba alcanzar.
A(Maquinista!@, pensó con firmeza. )por qué yo no voy a poder ser
maquinista?
Sólo quien ha sentido la obligación de
madurar por sí mismo sabe de lo que es capaz el alma humana, de la fortaleza
que encierra, del tesón que pone en alcanzar sus propósitos. Juan, justo es que
conozcamos ya el nombre de nuestro protagonista, era de esa pasta; todo en su
aspecto denotaba al voluntarioso hombre que llegaría a ser. Sólo necesitaba que
alguien le indicara el camino a seguir. Era diligente, despierto, esforzado,
tenaz, cualidades estas, suficientes para descubrir nuevas veredas, nuevos
modos de vida más acordes con sus inquietudes. )Pero cómo?
Todo transcurre por cauces más o menos
establecidos, pensaba Juan, sin saber que lo pensaba: el agua de los ríos, el
apareo de las perdices, las estaciones climatológicas, las cosechas, incluso el recorrido de las
piedras que lanzaba con su honda para retornar al rebaño la oveja descarriada,
eran fruto de unas constantes: destreza y fuerza, que las impelían hacia el
lugar deseado. )Cómo no iba a existir un camino, una luz
que disipara sus tinieblas interiores y le abriera esos horizontes presentidos?
Se lo dijo a su madre una de las veces que
bajó al pueblo para procurarse el hato y renovar la muda. La mujer lo miró
entre sorprendida e incrédula, con un punto de admiración en su mirada mansa,
acostumbrada a que las cosas fuesen como habían sido siempre: antes, cuando vivía su marido, y ahora que el hombre
descansaba en la paz del camposanto y su
Juan, el zagal al que apenas pudo llevar al colegio, había ocupado el puesto
del padre. Algo en su interior le decía que aquello no era vida para un niño,
que su hijo era listo y podía aspirar a algo más, pero eran reflexiones que no
conducían a ninguna parte dada la precariedad de su situación económica. Por
eso, cuando Juan, con gesto decidido, le había contado su propósito, sintió un
legítimo orgullo recorriendo su sangre y miró hacia el retrato del hombre que
presidía la humilde sala como preguntando )y tú que dices a esto?
Alguna corriente debió transmitirse entre
aquel inane retrato y la apocada mujer,
pues, poniendo una mano sobre el hombro del hijo y mirándolo con gesto
resuelto, dijo: ADice tu padre que lo intentemos@.
Don Leandro, el viejo maestro que durante
unos meses dio clases a Juan antes de que los acontecimientos que impidieron la
continuidad de las mismas se
precipitaran , era un hombre bondadoso, algo que denotaba su semblante y
se percibía en sus palabras. Cuando tras el fallecimiento del padre, el niño
tuvo que contribuir con su trabajo al sustento del hogar, y la madre,
compungida, decidió que debía abandonar
el colegio, D. Leandro suspiró y dijo:@lástima de muchacho, con lo que vale@.
@Es la vida@, dijo la madre apenas sin aliento.
Era la vida. Una vida que casi nunca era
justa; una vida en la que los que no tenían recursos estaban condenados a
seguir sin recursos; una vida que cada cuál vivía de puertas para adentro y en
la que los problemas ajenos eran eso: ajenos, lejanos. Lamentable, sí, pero )qué se podía hacer si resolver los propios
ya era difícil cuestión? Era la vida.
Pero ahora había comprendido que era
necesario enfrentarse a esa vida. Y si alguien podía poner alguna luz en
aquella mente ignorante, ese sería Don Leandro. Resuelta, la mujer se dirigió a
la casa del señor maestro. Sabía que en la vida surgen ocasiones,
circunstancias, detalles que son irrepetibles, que no se pueden dejar de
perder. Y este gesto de su hijo era una de esas circunstancias.
Don Leandro asentía cuando la mujer, con
vehemencia, le manifestaba los deseos del muchacho: AY he venido a verle a usted porque sé que
le tiene ley al zagal, que ya me dijo usted cuando tuve que sacarle de la
escuela que era una lástima. Lo malo...- dudó la madre-, es que no sé como voy
a pagarle si usted está de acuerdo en enseñar a mi Juan. Puedo venir a
limpiarle la casa dos veces por semana. Puedo...@
AVamos a hacer una cosa, dijo Don Leandro
tomando las riendas de la situación. Lo primero será hablar con el amo, que no
es mal rucio. Tenemos que convencerle para que, dos días a la semana, lo deje
bajar al pueblo. Si somos capaces de convencerlo, que lo dudo, empezaremos
desde el principio; yo le prestaré los libros a su hijo y le orientaré en las
lecciones; si veo que su progreso es bueno, no le cobraré nada hasta que él, no
importa cuándo, me lo pueda pagar. Y ahora dejemos correr los acontecimientos@.
No dijo nada la mujer. Podía haber dicho
Dios se lo pague, es usted un santo, ay si viviera mi marido. Pero no acertó a
decir nada. Pugnando por evitar las lágrimas que inundaban sus ojos miró al
maestro como si en él viera reflejada la venerada imagen del Santo Patrón.
-(Que no, Don
Leandro, que he dicho que no!
-Pero vamos a ver, Lucas, volvía insistir el
maestro ante el ganadero, )qué interés tienes tú en que el muchacho
sea un analfabeto de por vida?
-Para ser pastor no hace falta tener
cultura.
-Para ser un pastor inculto, querrás decir,
porque lo que no está escrito en ningún sitio es que un pastor no pueda ser una
persona cultivada.
-Yo me entiendo. La gente debe saber de
aquello en lo que trabaja. Lo demás son adornos que no valen pa ná .
-Entonces )por qué a tu hijo Julián lo mandas al
colegio?
Calló el ganadero como pillado en falta.
Aún quiso porfiar.
-Lo de mi hijo es distinto. Tiene que manejar una hacienda y se está
preparando para ello. Y ni eso sería necesario. Yo he conseguío tó lo
que tengo sin apenas saber leer ni escribir. Trabajar es lo que hace falta,
trabajar sin hiel como yo he trabajao desde mu chiquitillo.
-Sólo te pido que lo dejes bajar al pueblo
dos días a la semana, los que tú consideres que perjudicarán menos su trabajo.
Y si su rendimiento baja, o no cumple con sus obligaciones como lo está
haciendo hasta ahora, daremos por zanjado este asunto.
-(Un día! (Y no se hable más! -dijo Lucas de forma
tajante al advertir que Don Leandro iba a volver a las andadas.
Hoy puede parecer imposible una
conversación de estas características, en la que una persona pueda erigirse en
amo de alguien y disponer de su vida a cambio de un salario miserable. Pero
estamos hablando de una época oscura en la que la ignorancia, siempre temerosa,
se doblegaba ante el poderoso. Eran los Niños Yunteros que cantó Miguel
Hernández con palabras nacidas de la rabia y la pena.
Pero para Juan empezó una nueva vida. Su
ilusión por saber, ponía alas a sus pies que volaban por el pedregoso camino
que conducía al pueblo. En el umbral de
la casa de Don Leandro, arrugó la boína
y se la guardó en el bolsillo de la raída chaquetilla de dril. Llamó con
timidez.
-Hombre Juan, pasa...
Fueron años duros; no era fácil compaginar
trabajo y estudio; máxime cuando el trabajo requería un gran esfuerzo físico y
el estudio eran horas robadas al necesario y reconfortante sueño. Pero Juan no
desfalleció. El silbido del tren era su acicate, la puerta en la que su destino
se abría de par en par. Estudió con ahínco y a la par que su cuerpo, creció su
conocimiento. Don Leandro no salía de su asombro, sabía que el muchacho valía,
pero aquello era mucho más de lo cabía esperar en alguien con una dedicación
tan limitada.
Sentado en el pequeño jardín de su casa
adosada, el anciano cruzaba las palmas de sus manos y las ahuecaba hasta formar
una concavidad , juntaba los dedos pulgares en paralelo y dejaba un pequeño
orificio a la altura de las falanges, por el que soplaba emitiendo un sonido
similar al del silbido del tren. Juan, el viejo, Juan, jubilado de RENFE con la
honrosa categoría de maquinista, no pensaba en los viajes, siempre
sorprendentes, que hizo a través de todo el territorio español. Tenía miles de
anécdotas grabadas en su memoria; anécdotas que iban desde la máquina de vapor
hasta el tren Talgo; desde los eternos viajes con paradas en todas las
estaciones del recorrido hasta la prodigiosa velocidad de los que sólo paraban
en las principales estaciones; desde su iniciación en RENFE como soldado tras
aprobar aquellas pruebas para las que se estuvo preparando durante toda su
juventud, hasta los distintos exámenes para acceder a los cargos por los que
fue ascendiendo hasta el escalafón soñado; desde las lecciones y consejos del
bueno de D. Leandro hasta los libros especializados en la materia por la que
iba a opositar; desde las noches en la majada, luchando contra el sueño bajo la
mortecina luz del candil, hasta aquellos años de pensión en Madrid con
habitación individual y tiempo disponible para ampliar sus estudios; desde la
reprimenda del amo cuando comprendió que aquel zagal, al que ojalá no hubiera
consentido tanto, iba a levantar el
vuelo y, por lo tanto, se iba a quedar sin un buen pastor, hasta las lágrimas
de su madre, temerosa siempre de la velocidad de vértigo de aquellos enormes
artilugios y vieja ya para soportar la separación de quien había sido durante
toda su vida su única compañía; desde aquella foto de niño andrajoso y cetrino,
hasta esta que presidía el salón de su casa y
en la que se apreciaba a un distinguido señor de blancos cabellos y
esmerado bigote; desde aquella juventud que nuca disfrutó hasta este momento
sereno en el que los frutos de su paso por la vida eran la justa recompensa a
sus muchos desvelos Sí, Juan tenía tantas anécdotas, tanta vivencias, que bien
podría escribir un voluminoso tomo de memorias. Pero para Juan, el recuerdo más
nítido, el único que verdaderamente merecía el esfuerzo realizado, era el de
aquellas mañanas de pastoreo en las que el tren asomaba su estela de humo por
el horizonte e iba avanzando hasta hacerse sonido y presencia en los ojos de un
niño que, desde ese momento, comenzó a soñar que todo podía ser distinto.