La distancia entre el ayer y el hoy, parece tiempo muerto; apenas se percibe. Acaso no queremos darnos cuenta del paso inexorable de esos minutos que se convierten en horas, días, meses, años...
Todo depende del punto desde el que se miren, a veces pasan lentos, otras veces son tan rápidos que casi no los saboreamos. De cualquier forma, el tiempo siempre corre en nuestra contra, y aunque tratemos de eludirlo con mejor imagen, liposuciones, estiramientos, gimnasio, alimentación..., llega un momento en que nos cierra el paso y, de repente, se convierte en un muro infranqueable.
Y aquí estamos, pasando, como el agua, en un constante avance hacia el destino, por mucho que, en ocasiones, su avance y el nuestro, nos parezcan estáticos. Y de aquí este poema, esta reflexión, esta metáfora del tablero de juego, de esa partida que, por mucho que lo intentemos, nunca ganaremos.
Nada, si no son unas pequeñas manchas en la piel,
refleja la enorme distancia desde la que me miro.
Todo en mí está tan virgen como el día
en que hice el primer verso.
Mis palabras se llenan de inocencia cuando vuelvo la vista
a aquel niño que soy bajo esta piel manchada.
Y siento que la vida es como un juego
al que alguien le hubiera puesto reglas
para ganar un premio que consiste en llegar al final,
como si fuera este final victoria y no derrota.
Sólo si se descubre que al ganar se termina la partida
y que es el entretanto el que nos llena de emoción y de empeño,
empieza uno a mirar desde el asombro
la casilla de inicio en el tablero.
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