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lunes, 30 de diciembre de 2013

ALZHEIMER

No sabría precisar cuando dejó de contar el tiempo. Bien pensado, era difícil ponerle una fecha al instante en el que dejó de interesarle todo. Cuántos años habrían transcurrido desde que su mente se sintió despoblada. Es posible que no hubieran sido tantos. Cuando la realidad es difusa se pierden las referencias. De manera que pudo ser ayer el último día en el que tuvo consciencia de sí mismo. Tanto daba.
Los que le conocíamos, sí podíamos precisar su bajón. Le habíamos ido viendo apagarse como un velón de  Semana Santa al finalizar la procesión, y, lo más triste, sin poder hacer nada para evitarlo. De aquella plenitud rayana en suficiencia que tuvo hasta en la risa,  sólo quedaban flecos deshilvanados, como esos cielos filamentosos que no ocultan en totalidad el ocaso del sol, pero lo enturbian. Un día era un nombre que no recordaba. Pero eso es normal a ciertas edades (o eso pretendíamos hacerle creer). En otras ocasiones era la conversación desmadejada., o el repetitivo recuento de sus dolencias el que nos hacía percibir su desmemoria. Sólo le quedaba la risa franca o alguna coletilla tan arraigada que, ocasionalmente, nos hacía dudar si nuestra percepción era cierta o es que estaba jugando al disimulo.
De repente un rostro se vuelve inexpresivo: los ojos divagan, la risa se hace mueca, las manos buscan algo desesperadamente. Puede que las preguntas se amontonen mientras haya lucidez para preguntarse; mientras uno siga reconociéndose en el rostro del otro; mientras el tacto nos devuelva sensaciones, pero las respuestas, cada vez más confusas, llegarán a diluirse hasta la negación.
Mi amigo estaba en esa etapa en la que la identidad aún le era propia. Hablaba de las cosas que fueron, de los hijos que volaron, de los amigos de la mili, del trabajo en el campo, de su padre que fue además amigo y consejero. Lo que no podía recordar era la pastilla que le correspondía tomar después de la cena o la conversación telefónica que habíamos mantenido días antes. Lo vi pasar de la desesperación a la resignación . Y aunque era una conclusión necesaria sentí pena; porque la resignación es la antesala del abandono, del olvido, de la muerte.
Y mi amigo estaba muerto. Le faltaba estar helado; le faltaba el ataúd, el traje de novio que, sí aún da la talla ( y si no también, porque para donde se va...) se utiliza para el último tránsito. Ya no me atrevía a llamarle por teléfono, porque cuando lo hacía, siempre respondía su mujer y la respuesta era invariable: está poco más o menos ,le duelen los ojos y siempre los tiene cerrados, hoy hemos ido a que le regulen el sintrón, le tienen que hacer una prueba nuclear en el cerebro para ver de donde dimana esta pérdida de memoria. Yo no quería oír aquella retahíla; yo quería oírle a él, sentir su optimismo, su risa contagiosa, su chiste al hilo de la circunstancia. Pero él, sentado en el sofá junto a su perra fiel, con la que intercambiaba miradas, quién sabe si entendimiento, era el silencio.

Cuando las cosas tienen que pasar, lo mejor es que pasen; que terminen. No entiendo la adicción al médico (propia o de los familiares) cuando el resultado, en el mejor de los casos va a ser una vida vegetativa. Mi amigo también debió entenderlo así porque una mañana, en un descuido de su mujer dio su último paseo por las vías del tren.