La promesa.-
Se asomaron al patio, donde la parra, en sazón, mostraba sus prietos racimos dispuestos ya para ser vendimiados; bajo los soportales, sendas cortinas listadas protegían las puertas de acceso a las distintas viviendas de la casa y en el centro, como presidiendo aquel paradisíaco lugar, un viejo tonel hacía las veces de macetón en el que una palmera de considerables proporciones mecía sus ramas a impulsos de una apacible brisa; alrededor, y en viejas latas de pintura, geranios de todos los colores, ponían su toque de frescor en aquel encalado lugar que las vecinas se encargaban de tener tan primorosamente limpio.
-Mira Juliana -dijo, asomándose, un hombre que aparentaba tener unos setenta años-, está igual que antes de marcharnos.
La mujer corrió la cortina y sintió en sus ojos la herida de luz de la hermosa mañana. Se hizo sombra con la mano a modo de visera y escudriñó todos los rincones con detenimiento.
-Como si no hubiera pasado el tiempo -dijo rememorando una época en la que ella era parte activa en el bullicio de aquella casa.
Habían transcurrido casi cuarenta años desde aquella mañana en la que Alfonso, su marido, le comunicó su decisión de marcharse del pueblo.
Y bien mirado, fue lo mejor que pudieron hacer; porque en Barcelona, a pesar de las dificultades de los primeros años, se les abrieron caminos que en el pueblo no hubieran conseguido ni soñar. No fue fácil, es cierto, pero consiguieron comprar un piso en L¨Hospitalet -un cuarto sin ascensor, pero quién lo necesitaba entonces-, en el que nacieron sus hijos y en el que fueron haciendo frente a la vida desde la seguridad que da un techo propio.
Luego, los chavales, que salieron buenos, consiguieron trabajo en la floreciente industria textil catalana; trabajo que compaginaron con estudios de contabilidad e idiomas, que les permitieron salir del peonaje y ocupar puestos de responsabilidad. Ellos, los hijos, eran catalanes, pero sus padres se encargaron de inculcarles el amor por su pueblo manchego. Un pueblo que, por circunstancias de trabajo, no habían tenido ocasión de conocer, pero del que sabían que tenía un Gran Teatro, un Paseo de los Pinos con su Banco de la Paciencia; una Fábrica de Harinas tan hermosa que parecía un palacio, un Hotel Casino que era envidia de propios y extraños... y, sobre todo, el más hermoso nazareno salido de las manos de un imaginero: el Cristo del Perdón, el Patrón del pueblo, del que tantas veces habían oído hablar.
Estas eran las señas de identidad de un lugar: el lugar en el que nacieron sus padres y antes sus abuelos; el lugar en el que sus apellidos se repetían desde hacía varias generaciones; el lugar en el que aún conservaban la humilde vivienda familiar a la que nunca quisieron renunciar.
-Como si no hubiera pasado el tiempo -buscó Juliana la mano de su marido y la apretó con ternura.
Después de tantos años imaginándolo, ahora les parecía imposible aquella realidad. Remozada la casa, jubilados ya y satisfechos por el deber cumplido, orgullosos de haber conseguido que, a sus hijos, les pareciera necesario recuperar aquel hogar lejano del que un día tuvieron que partir.
Y aquí estaban, hoy, todos. Y , en la calle, sonaban las cornetas y tambores con esa marcialidad de las grandes ocasiones. Porque era Fiesta Mayor; la mayor fiesta; la Festividad de Nuestro Padre Jesús del Perdón. Y esta noche, desde el silencio, desde la emoción, iban a cumplir una promesa que hicieron al marcharse, hacía ya cuarenta años: salir descalzos detrás del Cristo...
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