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lunes, 18 de noviembre de 2013

EL BUSCADOR DE TESOROS

(Del acervo popular)
                                               I
Un padre dejó en herencia a su hijo una pequeña viña en la que, según dijo en su lecho de muerte, había escondido un tesoro. Y al punto, espiró.
"Ya podía habérmelo dicho en vida", pensó el hijo. ¿Ahora, cómo sabré el lugar en donde está enterrado? ¿Bajo qué cepa tendré que cavar para llegar a encontrarlo?
Y apremiado por el deseo de conseguir el codiciado  legado, se puso a cavar con frenesí. Cepa tras cepa, fue dejando su  rabia y su esperanza de que estuviera en la próxima, removiendo la tierra como tal vez no había sido removida nunca. Pero fue en vano.
¿Cómo es posible que mi padre me haya mentido? Siempre fue un hombre honesto y cabal, se decía el desalentado hijo que pasado algún tiempo, y por segunda vez volvió a remover la tierra por si acaso esta vez encontraba el tesoro.
Su desencanto aumentó en la misma proporción que los sarmientos de aquella viña que, llegada la primavera  y con el despertar de la nueva savia se hicieron fuertes y vigorosos, dando paso a  un fruto tan dorado y abundante que era una bendición mirarlo. Dándose además la circunstancia de que durante la temporada  de maduración  no hubo pedriscas y si abundantes lluvias, la viña produjo una cosecha tan extraordinaria que el hijo, asombrado, recogió, dando gracias a la perspicacia con la que su padre supo inculcarle el afán de remover la tierra del majuelo.  
-Gracias padre- dijo el hijo comprendiendo que el tesoro no estaba bajo tierra, sino en la producción que gracias a aquella ambición incontrolada, sirvió de laboreo, para que la tierra lo devolviera generosamente.

                                               II

Hasta aquí la historia que alguna vez oí contar a mi padre. Una de esas historias que calan en los hijos -a pesar de que parezca que no nos escuchan-, hasta el extremo de que hoy, ya en esa edad  en la que podrían llamarme viejo, la recuerdo como una lección ejemplarizante que, tal vez sin saberlo, he puesto en práctica durante toda mi vida.
La sabiduría popular está plagada de afortunados ejemplos que han sobrevivido por trasmisión oral. Historias que no formarán parte de la literatura, pero que forman parte de la vida haciéndola armoniosa y fructífera.
Lástima que hoy no se escuche a los viejos. Las diferencias generacionales son tan alarmantes y están plagadas de tantos artilugios que no queda tiempo para  la reposada conversación al amor de la lumbre. Aunque bien mirado, hoy ya no hay lumbre.
Es probable que hayamos ganado con el progreso, aunque muchas veces me pregunto en qué hemos ganado. También entiendo que cada generación, que cada persona busque su camino; que la vida ha seguido por unos derroteros que hacen difícil la convivencia; que el espacio del viejo se ha reducido hasta el punto de la anulación de su personalidad, dando lugar a esos grandes  almacenes llamados residencias,  donde refugian sus últimas horas.
Tal vez, no hemos sabido buscar el tesoro.