(Del acervo popular)
I
Un padre dejó en herencia a su hijo una pequeña viña
en la que, según dijo en su lecho de muerte, había escondido un tesoro. Y al
punto, espiró.
"Ya podía habérmelo dicho en vida", pensó el hijo.
¿Ahora, cómo sabré el lugar en donde está enterrado? ¿Bajo qué cepa tendré que
cavar para llegar a encontrarlo?
Y apremiado por el deseo de conseguir el codiciado legado, se puso a cavar con frenesí. Cepa tras
cepa, fue dejando su rabia y su
esperanza de que estuviera en la próxima, removiendo la tierra como tal vez no
había sido removida nunca. Pero fue en vano.
¿Cómo es posible que mi padre me haya mentido?
Siempre fue un hombre honesto y cabal, se decía el desalentado hijo que pasado
algún tiempo, y por segunda vez volvió a remover la tierra por si acaso esta
vez encontraba el tesoro.
Su desencanto aumentó en la misma proporción que los
sarmientos de aquella viña que, llegada la primavera y con el despertar de la nueva savia se
hicieron fuertes y vigorosos, dando paso a un fruto tan dorado y abundante que era una
bendición mirarlo. Dándose además la circunstancia de que durante la
temporada de maduración no hubo pedriscas y si abundantes lluvias, la
viña produjo una cosecha tan extraordinaria que el hijo, asombrado, recogió,
dando gracias a la perspicacia con la que su padre supo inculcarle el afán de
remover la tierra del majuelo.
-Gracias padre- dijo el hijo comprendiendo que el
tesoro no estaba bajo tierra, sino en la producción que gracias a aquella
ambición incontrolada, sirvió de laboreo, para que la tierra lo devolviera
generosamente.
II
Hasta aquí la historia que alguna vez oí contar a mi
padre. Una de esas historias que calan en los hijos -a pesar de que parezca que
no nos escuchan-, hasta el extremo de que hoy, ya en esa edad en la que podrían llamarme viejo, la recuerdo
como una lección ejemplarizante que, tal vez sin saberlo, he puesto en práctica
durante toda mi vida.
La sabiduría popular está plagada de afortunados
ejemplos que han sobrevivido por trasmisión oral. Historias que no formarán
parte de la literatura, pero que forman parte de la vida haciéndola armoniosa y
fructífera.
Lástima que hoy no se escuche a los viejos. Las
diferencias generacionales son tan alarmantes y están plagadas de tantos
artilugios que no queda tiempo para la
reposada conversación al amor de la lumbre. Aunque bien mirado, hoy ya no hay
lumbre.
Es probable que hayamos ganado con el progreso,
aunque muchas veces me pregunto en qué hemos ganado. También entiendo que cada
generación, que cada persona busque su camino; que la vida ha seguido por unos
derroteros que hacen difícil la convivencia; que el espacio del viejo se ha
reducido hasta el punto de la anulación de su personalidad, dando lugar a esos
grandes almacenes llamados
residencias, donde refugian sus últimas
horas.
Tal vez, no hemos sabido buscar el tesoro.