“Nunca
hubo una guerra buena ni una paz mala”
Benjamín
Franklim
Han pasado tantos años desde nuestra
cruenta guerra civil, que ya, ni quienes
rozamos la ancianidad, recordamos, si no es por referencias y por la
historia, versionada según bandos, que aquí hubo un desastre de ingentes magnitudes que dejó importantes secuelas de las que, creo, aún no
nos hemos recuperado.
Tan grande fue el daño que el pueblo
español recibió en aquellos tres años de contienda, y tanta la represalia de quienes, tras la victoria,
debieron ser magnánimos y sólo fueron vengadores, que el miedo, instalado en
las bocacalles de nuestro pueblo, en el aire que susurraba entre las chimeneas,
en los corrillos que en voz inaudible relataban hazañas bélicas; en las torvas
miradas de quienes, recelosos, seguían
odiando a los del bando contrario, se enquistó en el raciocinio de quienes, por encima de
razones, circunstancias o motivaciones, únicamente seguirían recordando a sus
muertos inocentes, a sus padres, hermanos, novios, amigos masacrados por esa
“Ley del talión” de la que ya hablaba la Biblia y la a que tan dados somos los
mortales humanos.
Hablar a estas alturas de una guerra que
nadie ha sabido archivar en los baúles del olvido y cuyos efectos, bien sean psíquicos o físicos, aún
persiste en el fichero de la memoria colectiva, tiene, hoy, una razón que no
escapará a los ojos de los observadores que, tal vez sin razones apremiantes,
barruntan aires de confrontación entre
las distintas maneras de afrontar una crisis que va para largo y de la que tan mal parados
están saliendo muchos de los más desafortunados.
Puede que no se den, y ojalá que nunca
se dieran, las circunstancias que motivaron aquella barbarie. Mal que bien, han
pasado setenta y cuatro años desde que aquella paz impuesta se aposentó entre
los españoles para ir, si no restañando heridas, sí haciéndolas más llevaderas.
La dictadura de Franco dio paso, afortunadamente, a una democracia
incruenta en la que se impuso el buen
criterio de quienes apostaron por el aperturismo a la pluralidad política y el
avance de una sociedad anquilosada que supo adaptarse a los modos y maneras de los nuevos tiempos.
Pero el problema de los largos periodos,
en todos los órdenes de la vida, es el
de la decadencia, la desidia, el conformismo o el olvido. Como si a un largo
periodo de sequia, durante el cual nos hemos
atrevido a edificar en los terrenos del seco cauce porque nadie recordaba que
el río llevara agua alguna vez, no pudieran seguir largos periodos de lluvia e
inundaciones. Y son los jóvenes (los más
proclives a sufrir las consecuencias de este nuevo periodo: paro, marginación,
inseguridad en el futuro y tantas
circunstancias derivadas de la desaceleración económica a la que, por mandato
de estamentos superiores, hemos llegado), que no saben hasta donde pueden
llegar las consecuencias de una confrontación, los que, probablemente se
encuentren de manos a boca con que, la dilatada paz que gozamos, presenta un
horizonte borrascoso.
Corresponde a quienes toman decisiones
evitar el caos. No se trata de salir de una crisis a la que, tarde o temprano
nos acostumbraremos y con la que, mejor o peor, conviviremos: se trata de dejar
sentadas unas normas para la paz, para que la paz siga enarbolando su blanca
bandera más allá de nuestra propia existencia
para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, sigan ignorando
los tintes de la tragedia. Se trata de entender
que una sociedad bien fundamentada, no puede basarse en la desigualdad
con la que se miden las injusticias, en la mentira o en la corrupción; se trata
de entender al individuo como parte de un todo en el que nadie puede conseguir
mejores logros si no es por su tenacidad o su esfuerzo y, aún así, entendiendo
que los menos aptos, cosa que no siempre depende de la propia persona, tienen el mismo derecho a la vida y al
reparto equitativo de la ventajas o inconvenientes de la riqueza o pobreza que un país o el
mundo generen.
Se trata de cambiar el concepto de la
existencia y comprender que el regalo de la vida es algo tan sagrado que
ninguna guerra debe dar al traste con su realización. Se trata, en fin, de
aceptar que por encima del poder, del dinero, del orgullo de llegar más alto o
más lejos, está la razón de una existencia
en armonía como la que nos llega desde cualquier elemento de la naturaleza.
Y sin querer hablar del dramatismo que
suponen los daños colaterales de una guerra: hambre, enfermedades, epidemias,
desarraigo y todo cuanto hoy, a pesar de los malos momentos que atravesamos, ignoramos por quedarnos
lejos, si sería bueno pensar que esos daños, impensables en épocas de bonanza,
son los primeros en llegar si las escarbaduras en el pasado no nos dejan ver el
color del sufrimiento.