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miércoles, 21 de octubre de 2015
INSTANTES DE VIDA.
1
Cuando Federico Romero Puértolas, conocido por "El Sable", consideró que había llegado su hora, planificó su suicidio: Mañana se dijo la noche de la víspera , llegaré hasta la cochera donde guardo el tractor, y cogeré del vasar una de las botellas sobrantes del herbicida que he utilizado este año para matar las malas hierbas; con algún resto será más que suficiente. Espero que no sea muy dolorosa la ingestión del veneno; por lo menos tiene buen color, aunque el olor es bastante desagradable. Miró a su mujer que dormía plácidamente y sintió deseos de abrazarla, pero se dio la vuelta y se colocó mirando hacia el balcón; en esa posición se quedó hasta que le despertaron las luces del alba. Buscó su reloj, aunque sabía sobradamente la hora . Eran muchos años levantándose de madrugada, cuando el gallo en el corral entonaba su potente quiquiriquí y su vecino Andrés, que casi siempre andaba preparando los aperos cuando él salía a hacer lo propio, entonaba una cantinela que, por más que ahora lo intentaba, no podía recordar.
Pero aquella mañana no le importó que su vecino le cogiera la delantera y no salió, como otras, apresurado y envidioso de la ligereza de Andrés. Se recreó unos minutos en sus tortuosos pensamientos mientras unas lágrimas ardientes y pesadas surcaban su rostro. Era consciente de la estupidez que se proponía hacer, pero también tenía presente la inutilidad de una existencia repetitiva y monótona.
¿Que me ha ocurrido pensó de esa forma maquinal con la que últimamente le llegaban todos los pensamientos para sentir esta imperiosa necesidad de quitarme de en medio? ¿Qué va a pensar mi mujer pobrecilla cuando dentro de unas horas alguien venga a darle la noticia? ¿Se culpará?, ¿se sentirá liberada?; porque en el fondo tengo que reconocer que no le he hecho muy feliz la vida. Es una buena mujer; tuve suerte en conocerla. De no ser por ella, no sé que habría sido de mí .
Se rebulló en la cama la mujer que, normalmente, se levantaba cuando él. ¿Qué hora es? preguntó.
Las siete respondió como si la pregunta no incitara al movimiento.
¿Las siete?, ¡si no he oído de cantar al gallo!
Yo tampoco, pero no importa. Hoy es un día especial -dijo desperezándose de forma felina .
Se volvió hacia la mujer y abrazó aquel cuerpo que era como una prolongación del suyo.
¡Vamos Federico, no es momento!
Es momento. Es el único momento dijo encajando su cuerpo en las sinuosidades del de ella.
Consumó el acto carnal de manera salvaje. Nunca antes se había entregado de tal forma; ni en su noche de bodas que ya se diluía en lo recóndito de la memoria.
La mujer se dejaba hacer, entre sorprendida y gozosa. No recordaba aquella fogosidad, aquel empuje, aquella posesión incontrolada. Lloró por ella; lloró por él; por el recuerdo de tantos años de esfuerzo en el que nunca tuvieron tiempo para si mismos. Se quedó abrazada a aquel extraño que era su marido, el hombre con el que había compartido hijos y trabajo, y al que ahora, en ese frenesí inusual, desconocía.
Apenas pasaron unos minutos la adquirida conciencia del deber se impuso a los deseos de abandono. Se incorporó el hombre y se quedó sentado sobre la cama en un último intento de prolongar la pereza
2
Cuando cruzó las vías del ferrocarril sintió ganas de viajar. Siempre le sucedía los mismo. Imaginaba aquellas compartimentos llenos de gente aventurera; gente distinta a la que, con él, compartían lo rutinario de su existencia; gente de mundo que sabía hablar de las cosas que contaban los periódicos. Nunca había leído un periódico. En toda su vida había salido de aquel lugar en el que se hizo viejo sin apenas darse cuenta. Y ahora, ya, era tarde. Además, no sabría estar en otro ambiente que no fuera éste que se le había introducido en la sangre.
Miró el preparado químico en el que el dibujo de una calavera prevenía del peligro de su ingestión. Sacó del bolsillo de la chaqueta el doblado papel en el que días antes había escrito las razones de su suicidio. No sentía miedo. Estaba decidido y resuelto, y este día, en el que el sol brillaba sobre un cielo inmaculado, le parecía tan bueno como cualquier otro para llevar a cabo su cometido.
Se sentó en la piedra, bajo la frondosa higuera cuajada de negras brevas. Le gustaba aquel fruto dulzón y carnoso que llenaba el paladar con su sabor único. Se vio junto a su padre, haciendo el hoyo para plantar esta higuera que tenía casi sus mismos años, y recordó el trágico día en el que descubrió el cuerpo querido pendiendo de una soga sobre la misma rama que ahora sacudía para recoger su fruto. Nunca entendió aquel suceso que le amargó para siempre la memoria. Ahora sí; ahora comprendía que la vida cansa y que no tenía ningún sentido vivirla en vaciedad. Siempre sintió esa llamada aunque quisiera ignorarla; aunque buscara mil maneras de evadirse de su imperioso mandato.
Leyó el papel; no tenía una letra fea para lo poco que pudo ir a la escuela; faltas sí debía tener, pero no lo sabía, "claro, si lo supiera no las tendría" sonrió ante este pensamiento ; repasó lo escrito anteriormente asintiendo con la cabeza; a lo lejos, se escuchaba el canto seco de la perdiz en el momento de su apareamiento.
Por primera vez en su vida no tenía prisa. Vio a los linderos afanados en sus labores y se sorprendió de no sentir ese aguijonazo que le predisponía a su tarea. No era envidia, o sí, no lo sabía. Lo cierto es que cuando uno de ellos iniciaba una labor determinada, todos los demás sentían la misma urgencia; lo mismo daría comenzar a estallicar a la semana siguiente, pero si Paco "el artillero" comenzaba a hacerlo, no había tiempo que perder; igual ocurría con la simienza, o el levantado de los rastrojos, o la poda, que se iniciaba en enero y podía alargarse hasta el día de San José.
Movió la cabeza en sentido negativo; así era el ser humano. Siempre insatisfecho, siempre queriendo ser el primero. Y no podía sustraerse de ese afán. Ahora sí, ahora Federico sabía que no tenía afanes; aunque también era otro afán el que le había llevado hasta este momento: El afán de andar el camino más deprisa; el afán de enfrentarse a ese final incuestionable sin esperar a que éste llegara por sí solo.
Abrió la botella y se espandió un olor a almendras amargas que espantó al gorrión que trinaba sobre una de las ramas higuera.
Qué fuerte se oyó decir en alta voz. Recordó los brebajes que alguna vez le hizo su madre para combatir los resfriados y su poca disposición para tomarlos. "Es el momento" pensó , y levantó la cabeza mientras llevaba la botella hacia los labios.
El rayo de sol, colándose entre el ramaje, hirió sus ojos. Fue una sacudida brutal; como un trallazo sobre sus blancas espaldas; como el más impetuoso trueno que pudiera recordar.
Frenó su movimiento y miró la calavera del frasco con ojos de terror. Arrojó la botella lejos y se tapó el rostro con ambas manos.
Así lo encontró Andrés, su vecino, quien avisado por la mujer de la tardanza en regresar de Federico, se acercó hasta el pequeño quiñón que éste labraba.
¿Qué haces ahí? Preguntó Andrés receloso.
-Me he debido quedar dormido dijo Federico separando con esfuerzo las manos que parecían pegadas a los ojos.
Se sorprendió de que ya fuera casi de noche. No sabía si aquello era la realidad o estaba sumido en un sueño post-muerte.
¡Pero hombre!... vámonos y tranquiliza a tu pobre mujer, que no le cabe la camisa en el cuerpo.
3
El crepúsculo era una llama roja. Sobre el horizonte, se recortaba la silueta de unos vencejos en un último vuelo hacia su nido; las cigarras y los grillos entonaban su chillona letanía mientras el primer lucero hacía su aparición en el firmamento. Y con ser aquello cotidiano para un hombre como Federico, avezado a los sonidos y a las claridades que una espléndida luna ponía sobre la noche, fue, en esta ocasión, una sensación distinta la que le embargó; como de reencuentro consigo mismo. Recordó la madrugada, aquél insospechado arrebato del que fue presa, y el calor inundó su sangre; recordó la cantinela de su vecino Andrés, que ahora, por algún extraño designio, si entendió, y se rió de su letra picarona. No podía precisar si estaba vivo o muerto aunque, su mano, en un gesto mecánico, hubiera cogido del bolsillo de la raída chaqueta el papel con las razones que motivaban su suicidio y haciendo de él pequeños trozos, los fuera esparciendo al viento durante el camino de regreso -tal era su grado de ensoñación-; pero fuera cual fuese el estado en el que ahora se encontraba, decidió que, esta que hasta ahora había llevado, era la única forma de vida que, de haber podido, habría elegido vivir.