Ahora que el libro ya ha tomado tal volumen
que es imposible moverlo de su atril,
abro sus hojas con un cuidado extremo,
tal si buscara una cita litúrgica o, no sé,
alguna de esas huellas amarillas de tiempo
en las que pude ser pretérita existencia.
Espero que se entienda la metáfora:
Yo soy el libro, las páginas escritas
paso a paso vivido. Con todos sus borrones,
también las tachaduras, los puntos suspensivos,
que tal vez fueron dudas, o posibles caminos
abiertos a otras tantas inquietudes.
Si logro descubrirme sonrío como el otro
que pude ser, me reverdezco, vuelto niño otra vez,
o acaso navegante por tanta tierra adentro
como he cargado ya sobre mis hombros.
El libro de mi vida no es tan interesante
que pueda despertar curiosidad.
Sólo a mí me transporta, sólo a mí me recuerda.
Puede que alguna historia tenga que ver con alguien,
pero le dará otra lectura; una versión distante
de la que en mí dejó memoria y rastro.
Con infinito esfuerzo retomo los capítulos pasados.
A veces son pequeñas pinceladas, esbozos de lo íntimo.
Aún sigue entre sus páginas aquel cabello rubio
que un día pudo hacerme pensar en el suicidio;
aún tiene acotaciones en los márgenes
- palabras entre líneas que sólo yo deduzco-;
aún huelen a verano las lilas de ese nombre
que, tras vanos intentos, no consigo saber a quién responde.
Hojeo entre sus páginas. Me detengo en aquellas
que me parecen dignas de un buen protagonista.
Pudo ser, pero aquello no lo he vivido yo,
no este que intenta aferrarse a un destello
-mareas de la sangre en un último intento de anegarme-
.
¡Hay tanta luz prendida entre sus páginas,
tanta entrega gozosa, tanta vida, que no sé si viví,
tanta distancia entre el ser y el no ser que me provocan!
Y aún debo de escribir el último capítulo,
inventarme un final, tal vez heroico...
O dejarme llevar, como hasta ahora, a merced de la vida.
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