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jueves, 18 de junio de 2015

FLORES MARCHITAS

En realidad, no tenía sueño. O sí, pero en mi cabeza zumbaba un enjambre de sensaciones encontradas. Por qué lo hice si era lo último que pensaba hacer. O, sí, sí; hiciste lo que tenías que hacer, lo que se merecía ese depravado que toda su vida estuvo abusando de tu inocencia. Tenía encendida la luz de la mesilla de noche. Cogí un libro de los varios que siempre tengo a medio leer, el más pesado, con el que invariablemente me entra una modorra imposible de superar; pero ni con esas.

Mi nerviosismo no estaba motivado por ningún temor. Si me descubrían, cosa poco probable, la condena sería menos grave que el ultraje al que venía siendo sometida. En último término, la edad a la que fui obligada a aceptar vejaciones, y los atenuantes que todos mis vecinos conocían, pesarían en mi defensa. Mi nerviosismo estaba motivado por una reacción que no cabía en el organigrama de mis emociones. Desde pequeña aprendí a obedecer, a temer a un padre de mano larga que daba las hostias a tajo parejo, a vivir de la lástima de quienes veían mi indefensión, el abandono en el  que mi materna orfandad me había dejado desde cortos años.

Después fue aquel internado, al que llegué porque alguien de buen corazón denunció el estado en el que me encontraba. No diré nada del trato recibido en esa etapa de mi vida por si a alguien se le ocurre pensar que levanto falsos testimonios. A fin de cuentas fueron los únicos años en los que a alguien se le ocurrió enseñarme a leer y escribir y eso siempre lo agradeceré, porque abrieron ante mí una ventana por la que asomarme a los sueños de los demás y por la que  lanzar al viento mis propios sueños.

Nunca he sentido odio hacia nada ni hacia nadie. Quizá he sido cobarde, aunque creo más bien que era sumisa, como esos perrillos que cuando ven que alguien se acerca hacia ellos se tumban boca arriba como diciendo: tú mandas. Como casi todas las cosas que me sucedían eran malas, cuando veía que algo bueno pasaba de cerca me esponjaba de gratitud. Recuerdo mi primera muñeca como el mayor regalo que la vida me ha dado nunca. Y digo la vida porque a mí nadie me ha querido de verdad. Digo la vida, porque en la vida también  hay cosas buenas, aunque a quien las piense o las ponga en práctica sólo le muevan intereses personales; pero quién no busca en su actuación la propia satisfacción. Eran aquellos tiempos en que los alcaldes de los pueblos juntaban a los niños pobres en el destartalado cine que servía para todas las manifestaciones, sociales o culturales,  y enviaban a los reyes magos con su cargamento de humildes juguetes; bendita sea la causa y la gente por la que yo tuve en mis brazos aquella primera muñeca.

Pero el tiempo no se detiene. Ojalá se hubiera detenido en aquella circunstancia en la que por un momento sentí como niña, me creí niña. Era demasiado pedir. A los dieciocho me pusieron en la calle, bueno, no exactamente en la calle. Me colocaron como sirvienta en una casa en la que entré como pupila y en la que, mi vida, volvió a ser un infierno. Con un trato esclavizado y un trabajo que parecía crecer por momentos, apenas tenía tiempo para reflexionar sobre lo que hacer con mi vida. Incontables veces pensé en marcharme, pero ¿adónde? Aquí tenía una habitación y un plato de comida. Nada más. ¡Pero era tanto...!

Por razones de naturaleza, mi cuerpo no iba parejo a mis personales circunstancias. Crecía pleno, exuberante; mi rostro era agraciado y no tardé en darme cuenta de las miradas de lascivia que provocaba en quienes conmigo se cruzaban. Requiebros, piropos soeces a pie de andamio, proposiciones económicas a cambio de servicios de placer... Yo era terreno abonado para que germinara en mí toda aquella ponzoña con la que la vida se encargaba de torturarme.

Vivirás bien, me dijo aquella mujer, más pintada de lo habitual, que regentaba una casa de citas. Te acostumbrarás a que tus relaciones sean mecánicas. Los hombres son más tontos de lo que se creen y son fáciles de manipular. Si eres inteligente y sabes sacarle partido a  tu cuerpo, en unos años podrás retirarte...

Pero no fui inteligente. De haberlo sido, ni hubiera intentado aquella experiencia. Si, durante toda mi vida, por unas causas u otras, me sentí esclavizada, la sensación, ahora, fue en aumento. Me pagaban. Y tenían todo el derecho a mancillarme, a tratarme como a basura. Yo era mercancía. Pura y simple mercancía al alcance de ricos depredadores. Hombres insaciables, irascibles, maníacos sexuales, dominadores, violentos, egoístas, sucios, borrachos. Esa era la parroquia con la que tenía que lidiar en aquel lugar que al final resultó ser un prostíbulo de mala muerte.

Una noche fui requerida por un hombre que pagó generosamente a la meretriz que regentaba la casa. Nuestra salida al salón, entre tules y transparencias que dejaban ver más que tapaban, era uno de los obligados ritos a los que éramos sometidas cuando la ocasión lo requería. Un sobresalto me recorrió entera al contemplar de cerca al hombre que, hasta ahora, permanecía en la penumbra de la habitación. Era mi padre. Aquel hombre era mi padre. Con su chulería, su apostura, su suficiencia que los años no habían conseguido mermar. Él no pudo reconocerme, habían transcurrido bastantes años desde que me quitaron de su lado; años en los que yo pasé de niña a mujer sin que él se hubiera interesado por mi persona. Y ahora lo tenía allí, reclamando los servicios pagados. Recordé moches de oprobio, de violaciones repetidas, de malos tratos. Recordé cómo el monstruo exigía de mi inocencias y debilidad cosas que, ni en este oficio, me habían solicitado. Sentí un odio visceral. Un deseo de hacerle daño de la única manera en que, desde mi situación, podía ser capaz. Y sonreí...

Apagada su fogosidad. Fumó un cigarrillo y se durmió. Había pagado por toda una noche de compañía y  esta no había hecho más que comenzar. Mentalmente maquiné varias formas de asesinarlo, pero en casi todas podría ser descubierta y daría con mis huesos en la cárcel. Que no es que me importara porque una cárcel había sido toda mi vida.

Pero ahora era yo la que dominaba, la que tenía la mejor baza. Preparé un cubalibre al que eché una buena dosis de raticida; lo agité, lo removí a conciencia y lo puse sobre la mesita auxiliar sobre la que estaban su mechero y su paquete de Ducados. Lo desperté entre sugerencias y mohines. Me froté junto a su cuerpo y comprobé que respondía a los estímulos.

Miró la mesa y vio el cubalibre tentador. Tenía sed, siempre que se levantaba tenía sed. Debió pensar que era una cortesía de la casa y lo apuró de un trago. El resultado fue instantáneo. Murió entre fuertes dolores de estómago. Adiós papá, le dije mientras la sorpresa, o tal vez el dolor agrandaban sus ojos.

No tenía sueño. O sí. Pero me embargaba una gran placidez- A mi lado, yacía inerte el hombre que me destrozó la vida. Nadie podría imaginar que una prostituta de tres al cuarto hubiera asesinado a un cliente. Más si el cliente era conocido por sus grescas, que las armaba casi a diario en todos los bares que frecuentaba, y por su chulesca manera de enfrentarse a todo bicho viviente. Yo era sólo una furcia, venida, como tantas, de horribles experiencias. Había dejado atrás pasado, nombre, familia... Sería difícil descubrir mis orígenes. Pero si, llegado el caso, alguien descubría mi participación en aquella muerte, no me importaban las consecuencias. Mayores penas que las infringidas por la vida hasta ahora, no serían las que me infringiera la justicia.

Cogí uno de los libros que reposaban sobre mi mesita. El más pesado, con el que invariablemente me entraba una modorra imposible de superar. Mañana estaba lejos...