ÍDOLOS.-
Manzanares,
como todos los rincones de España, por pequeños que fueran y apartados que
estuvieran fue un clamor durante el campeonato
mundial de fútbol desarrollado en Sudáfrica. Lo que parecía imposible a
juzgar por el inicio con Suiza se convirtió
en probable con Honduras, Chile, Portugal, Paraguay, Alemania (el mejor partido
en cuanto a juego limpio y, finalmente Países Bajos, caracterizado por el juego
sucio de esta selección, motivado tal vez por la inutilidad de sus esfuerzos
para ganar un partido que España supo jugar con inteligencia como todos los
anteriores.
Nunca el flamear de banderas fue tan
esplendoroso: Balcones, coches, motos, bicicletas, cualquier lugar era bueno
para dejar mostrar con orgullo nuestra identidad de españoles.
Lo que otrora fuera considerado como una
manifestación fascista y eludido por los
representantes de las fuerzas llamadas progresistas para no ser confundidos con
los contrarios, fue en esta ocasión, por generación espontánea, una muestra de
solidaridad entre quienes sentían los colores de la selección como propios
(entendemos que no todos los que hicieron flamear sus banderas y aún las
mantienen en coches y balcones
serían fachas).
¿Y ahora qué? Cabe preguntarse una vez pasada
la euforia. Pues
ahora, mientras dure la crecida de estas aguas inconstantes por las que el
deporte navega, homenajes y más homenajes a los triunfadores: Nominación de
calles y pabellones deportivos en sus respectivos lugares de origen, títulos
honoríficos como el que dejó caer el presidente Barreda refiriéndose a Iniesta
a quien llamó Príncipe de la Mancha, salidas en la prensa rosa, reconocimientos
a todos los niveles (no duden que serán los próximos Príncipe de Asturias al
Deporte), y dinero, ríos de dinero por publicidad, reportajes, entrevistas,
besos a la novia y todas aquellas veleidades que, quien puede, sea capaz de
pagar. Amén de los seiscientos mil euros –no sé si esta cifra será correcta-,
que se embolsaría cada jugador si conseguían ganar la competición.
No se trata de minimizar una labor a todas
luces excelente de este grupo de esforzados
que dieron lo mejor de sí mismos,
pero sí de matizar las consecuencias de su logro, la exaltación que nos ha
dominado no ha tenido parangón en la historia reciente de España y los deportistas
han sido elevados al sublime pedestal de los ídolos, algo que hubiera
desbaratado un mal bote del balón, un penalty mal pitado o la simple mala
suerte que los perdedores han podido considerar que tuvieron.
Si miráramos con detenimiento las consecuencias de esta idolatría , caeríamos en la cuenta de
lo nefasta que puede resultar para quienes se deben esforzar día a día para
llevar un salario más o menos digno a su casa , o para aquellos que tienen que salvar
trabas y más trabas para conseguir un puesto de trabajo, o para quienes tienen
que superar unos estudios largos y tediosos para conseguir una licenciatura que no les garantiza un
trabajo adecuado a sus conocimientos, o para quienes llegan a final de mes
gracias al subsidio del paro y no ven horizontes de que esto acabe de otra
manera..
¿Agorero?, no creo, simplemente objetivo.
Todo tiene un análisis y a veces lo bueno puede tener consecuencias negativas
como lo malo las puede tener positivas (de lo malo se aprende). ¿Qué nos mueve
a tomar las plazas, a bañarnos en las
fuentes públicas, a escandalizar como posesos, a sentirnos únicos? ¿Es la
victoria o es la simple necesidad de salirnos de esa rutina que nos marca, de
esas limitaciones que nos anulan, de esos deseos que no podemos satisfacer?
Todo está
bien, pero en su justa medida.. Los jugadores de élite están superpagados,
supermimados y supervalorados, por realizar su trabajo con la misma dedicación
con la que lo hace un maestro ante una clase de jóvenes díscolos, o un médico
en su consulta, o un minero en su mina. A lo mejor hay algo que se me escapa,
porque el fútbol levanta pasiones y el resto de las ocupaciones sólo levantan
el personal estímulo de la labor bien hecha. A lo mejor a los jugadores se les
paga porque nos entusiasmen con su juego, porque nos hagan olvidar que después
del partido del domingo tenemos que coger la escoba, o el metro –incluido el de
medir-, o tenemos que subirnos a un andamio. A lo mejor la vida es un continuo
juego y son ellos los únicos que saben jugarlo.
Hemos tardado muchos años en poder. Ahora nos
hemos dado cuenta de que podemos. Ojalá este convencimiento nos sirva para superar todas las dificultades que como
país europeo estamos teniendo en los últimos años; ojalá nos imaginemos como
componentes de una selección en la que debemos colaborar dando lo mejor que hay
en nosotros. Podemos. Cada uno, desde su parcela, puede mejorar lo que hace. No
es suficiente con tener una selección
vencedora. Tenemos que formar parte de esa selección.