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jueves, 29 de mayo de 2014

RECORDATORIO. (en memoria de D. Joaquín Moreno Chocano)


Este es uno de esos escritos que, como tantos, duermen en el cajón de mi escritorio. Gracias a esta herramienta puedo darlo a la luz como homenaje al que fuera párroco de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción en Manzanares, por quien únicamente fue escrito.



A una persona se la puede conocer desde los distintos ángulos por los que proyecta su personalidad. Para unos será bondadosa, para otros inteligente, para aquellos simpática, para los de más acá arrogante...y es esta manera tan superficial de conocimiento, la que  nos da pautas para hablar y hablar como si estuviéramos en posesión de una verdad que ni el propio sujeto se atrevería a dar como cierta.

No está de más, cuando se trata de hacer una glosa, abundar en las excelencias y cualidades que adornan al homenajeado (máxime si éste ya ha dado su cuerpo a la tierra), pues es, casi siempre, la única manera de reconocer, post morten, lo que por pudor, timidez, o cualquier otra circunstancia, no se ha reconocido en vida.

Este recordatorio, que no pretende ser una glosa, pues no alcanza mi conocimiento del personaje hasta tal punto, si es, sin embargo, un emotivo chispazo, una de esas improntas en las que el alma del que habla se te cuela directamente al corazón.

Íbamos, pura coincidencia, D. Joaquín Moreno Chocano y yo, hacia Valencia. No nos vimos en el andén de Manzanares, pero quiso la casualidad., que lo hiciéramos en el vagón restaurante y compartiéramos una de esas comidas preparadas, que alguien pensó, con poco acierto, para dar un servicio rápido y sin excesivo costo de personal.

Teníamos un largo trayecto por delante y comenzamos a hablar de nuestras cosas personales (nos contamos algún pasaje de nuestras vidas, vaya). Aquella conversación ocupó el rincón de las anécdotas y sólo la recuperé en contadas ocasiones. Es hoy, cuando la ausencia de este hombre pesa sobre sus propias palabras, la ocasión propicia para darlas a la luz,  por lo que de ejemplares y humanas tienen:

"Cuando inicié mi sacerdocio, me destinaron a un pequeño pueblecito de la sierra. Era mi primer destino como párroco y en él puse todo mi empeño e ilusión. Como es de esperar, nada extraordinario podía sucederle a un joven sacerdote en un lagar de tan pocos habitantes, si no era la especial simpatía que provocaba por su juventud y buena disposición.
Una vez acoplado al lugar, mi vida se hizo un tanto rutinaria, y una de mis  ocupaciones
favoritas en el tiempo libre que me dejaba la parroquia, era dar largos paseos por las afueras de la población, extasiándome de la belleza de aquél paisaje rural.

En uno de aquellos paseos coincidí con un anciano de aspecto huraño que, según referencias, había pertenecido a la CNT. Yo lo sabía por medio de esas lenguas avisadoras que en todo pueblo que se precie hay, pero no me pareció motivo como para evitar su compañía. Así que, decidido, inicié una conversación con aquel hombre que resultó ser un ameno contertulio
con el que valía la pena hablar.

Me llamaba niño, un apelativo que supongo fruto de nuestra camaradería, y que a mí me agradaba  tal vez porque me recordaba a mi propio abuelo:

-Niño - me decía- no te juntes conmigo si no quieres tener una reputación que no te conviene.

La verdad es que nunca pensé que aquella amistad pudiera traerme consecuencias graves. Era una de las ovejas de mi rebaño y yo era su pastor.

Con el tiempo, nuestra amistad se hizo entrañable. Nunca fue a la iglesia, pero aceptaba mis teorías y mis convicciones como si la verdad que en sus ideales había buscado, saliera por mi boca.

Fue un domingo lluvioso. Yo estaba oficiando Misa Mayor y vi, azorada, a la anciana que desde la puerta del templo me hacía señas urgentes de que algo grave estaba ocurriendo. Convencido de que aquella situación requería mi presencia, suspendí la ceremonia religiosa y acompañé a la mujer hasta su casa. Mi amigo, el viejo idealista estaba agonizando. Aún tuvo fuerzas para mirarme y decir:

-Estás aquí, niño.

Mi amigo murió con una de sus manos entre las mías mientras en un último esfuerzo intentaba repetir el Padrenuestro con el que yo suplicaba su entrada en el Reino de los Cielos"

La historia era así, más o menos ajustada a mi recuerdo. Los ojos de D. Joaquín,  brillaban con la misma luz con la que debieron brillar en aquellos primeros años de entrega a su sacerdocio. Y yo supe que estaba escuchando a un buen hombre.