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miércoles, 12 de marzo de 2014

VERÓNICA (Estampas de la Pasión)

 Jerusalén, amaneció radiante. Nada, en la hermosa mañana, presagiaba los siniestros acontecimientos que se avecinaban.  tan solo hacia occidente  unos pequeños cúmulos rompían en arabescos la uniformidad del intenso tono azul de las primeras horas de aquella jornada.
Madrugadoras, las mujeres que vivían en los aledaños se dirigían hacia el lavadero con las cestas de ropa sobre la cabeza...
-Dicen que es un hombre fuerte y con unos ojos negros que te miran desde el fondo de su ser.
-La madre Heliodora, que le oyó predicar en la montaña, dice que tiene una voz que te tranquiliza; y que sus palabras están llenas de amor.
-Yo lo vi de espaldas y puedo asegurar que un reflejo luminoso rodeaba toda su figura...

Hablaban las mujeres, de aquel hombre a quien llamaban Jesús el Nazareno o Jesús el Galileo -  pues fue en aquella región de Palestina donde pasó la mayor parte de su tiempo predicando en el templo-, que días antes, con motivo de la Pascua, había llegado a Jerusalén acompañado de sus discípulos y montado sobre un asno, y al que salieron a recibir gran cantidad de personas que alfombrando de flores y ramas de olivo su camino, gritaban sin cesar: ¡Hosanna! ¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor.
-Quien iba a pensar, entonces, que iba a ser ajusticiado, dijo una mujer rechoncha que tiraba de un pequeño rezagado.
-Las apariencias engañan, manifestó otra de las mujeres.
Transcurrió la colada entre chascarrillos más o menos atrevidos mientras la ropa era retorcida y vapuleada en la gran pila comunitaria.
-Hoy no nos vamos a perder el acontecimiento, dijo una mujerona en tono festivo
-Mujer, de algo nos tenía que servir vivir en las afueras
.
Era de suponer, según las palabras de las lavanderas, que el recorrido del reo se dirigiría hacia la zona de huertos y tumbas denominada Gólgota, que estaba situada a la salida de la población; era, éste, el lugar en el que ajusticiaban a los condenados a morir en la cruz, por tratarse de  una zona elevada en la que la ejecución podía verse desde una mayor distancia, sirviendo así de escarmiento y ejemplo para quienes tuviesen en mente realizar alguna fechoría.
 Apenas pasaron unas horas, cuando un creciente murmullo se adueñó de la ciudad. El cortejo ascendía con lentitud por la polvorienta calle abarrotada de curiosos. El espectáculo era dantesco; los reos que serían ajusticiados eran tres y cada cual portaba sobre sus hombros la cruz en la que iba a ser crucificado. Uno de los reos iba coronado de espinas y su debilidad era extrema; de su frente, resbalaban grandes gotas de sangre y su cuerpo, maltrecho, se inclinaba hacia el suelo agobiado por el peso del enorme madero. Los soldados impedían cualquier intento de ayuda a los condenados que, con gesto ensimismado, inclinaban la cabeza hacia el pecho intentando conseguir las fuerzas necesarias para terminar la ascensión hacia el Calvario.
Según avanzaba la comitiva, el murmullo iba dando paso a un silencio expectante .Flagelado y atormentado hasta la extenuación, Jesús el Nazareno hacía esfuerzos sobrehumanos por no caer.

Asomadas a las últimas casas de la ciudad, estaban algunas de las mujeres que fueron por la mañana al lavadero; habían puesto a secar la ropa lavada sobre las ramas de unos acebuches que quedaban a la espalda de la casa y aguardaban, impacientes, la llegada del cortejo. El cielo, se había teñido de  unos nubarrones amenazantes y el miedo a lo sobrenatural  iba adueñándose de aquellos impresionados espectadores que nunca habían visto de cerca a aquel hombre del que se hablaban cosas tan dispares.
El trayecto que quedaba para llegar al montículo atravesaba ahora un ejido despoblado, pero aún así, se agolpaban a ambos lados de la comitiva gran cantidad de personas  divididas entre la imprecación  y las súplicas por el más castigado de los reos.
Fue en ese instante, cuando una mujer llamada Verónica, cobró el ánimo necesario para salvar el miedo a los soldados y cogiendo uno de aquellos  lienzos, aún húmedos, sorteó la guardia y se acercó hasta Jesús enjugando su rostro en aquella burda tela.
-¡Eh, tú!- dijo uno de los soldados arrojando con malos modos a la mujer sobre la multitud- ¡largo de aquí!
Apenas pudieron mediar una palabra Jesús y la piadosa mujer, pero sus miradas se cruzaron y ya se sabe que las miradas tienen un idioma propio...
-Mujer, ¿no temes por tu vida?
-¡Santo Dios, perdona lo que hemos hecho a tu hijo!
-Mujer, te guardaré un lugar en mi reino.
-Es un cordero... sus ojos son mansos y su rostro noble...
Aquel instante quedó grabado para siempre en la historia de la Pasión. Y aquel pedazo de tela, con las huellas ensangrentadas del rostro de Cristo, se convirtió en la reliquia más fidedigna del magno acontecimiento.