Hoy toca hablar de Suárez. Un hombre con alzheimer, que
durante un tiempo de su vida fue Presidente del Gobierno. También se podría decir al revés. Pero
no. Porque a Adolfo Suárez como más se lo va a recordar es como hombre. Claro
que si no hubiera sido presidente a lo mejor este escrito tampoco hubiera tenido efecto.
Lo primero que produce hablar de Suárez, o contemplar alguna
de sus fotos, antes y después del alzheimer, o leer alguna anécdota sobre su
vida, es honda emoción. Y eso, es un raro efecto tratándose de personas que
tienen que tomar decisiones que no siempre son del agrado de todos.
Quiero decir, que es raro que un político sea juzgado con la benevolencia con
la que se está juzgando a este hombre. Y creo que eso es precisamente porque
nunca pareció un político.
Su aspecto inteligente, su honrada fisonomía, su naturalidad
al prometer (¿recuerdan? “Puedo prometer y prometo”) que venía a ser como decir “Esto
lo prometo porque sé que lo puedo cumplir”, daban a su imagen una impresión de
naturalidad que era algo a lo que los españoles de aquella época estábamos poco
acostumbrados. Las mujeres lo veían guapo. Un guapo al estilo Rodolfo
Valentino. Y, probablemente, de haber sido otras sus circunstancias, podría
haber sido el galán protagonista de
alguna película romántica.
Confiamos en él. Era impensable que un hombre de su aspecto
se valiera del engaño para conseguir sus fines. Supo hablar con todos, querer a
todos. Y fue ese talante conciliador, además, supongo, de otras circunstancias
que se darían y en las que ni sé ni quiero entrar, el que hizo que nuestra
transición fuera ejemplar.
Fue, como Cristo, un
hombre de encargo (valga la expresión desde el más hondo respeto y admiración por
Cristo y por Suárez): “Ve a España, concíliala y luego desaparece” Podría ser el mandato que le hicieron. Y así
lo hizo. Desapareció en la bruma de una enfermedad que empieza por pequeños descuidos (tengo tal
lío de papeles, que me pierdo, dijo en un mitin de apoyo a su hijo). Nadie da
importancia a los pequeños descuidos (“ Nueve por siete son sesenta y tres ¿O son
setenta y dos?” “¿He apagado la luz?” “¿Cómo
se llama, sí, esa del pelo rizado que es amiga tuya?” ), pero son el inicio de
la pérdida del ser. Y un ser sin memoria pasa a ser un ser olvidado.
Por eso, hoy, yo, que por principios nunca he militado en
ningún partido político, y por edad, estoy más cerda del conocimiento de esa
enfermedad traicionera que nos anula, quiero dejar constancia, antes de que no
pueda hacerlo por imperativos de memoria, de mi afecto hacia ese hombre
singular que, desde su gran humanidad, supo encontrar el cauce de la concordia.
Y uno mi pesar, al de tantos y tantos ciudadanos que hoy
pasarán por el lugar donde se ha instalado su Capilla Ardiente, en señal de
reconocimiento.
Descanse en paz.