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domingo, 5 de abril de 2015

NACÍAS EN MI MANO.


Nacías en mi mano,
palabra navegando desde Dios sabe dónde,
llegabas con efluvios de un tórrido verano,
o acaso eras el fuego que la ceniza esconde.

Venías como el viento,
de improviso en la noche, golpeando mi ventana,
yo encendía indeciso la luz de mi aposento
y entrabas sigilosa  por entre mi desgana.

Hurgabas en mi alma,
como quien abre un arca largo tiempo cerrada
y un deseo vehemente perturbaba esa calma
del que ya nada busca porque no espera nada.

Me invadía la premura
que hace que algunas cosas nos parezcan urgentes
y notaba el fermento de antigua levadura
removiendo unos cauces de agitadas corrientes.

Y escribía incansable,
sabedor de que, al cabo, yo era sólo  instrumento;
que todo me llegaba desde la inmensurable
distancia que separa la vida del momento.

Lentos amaneceres,
mañanas que se abrían al sol de mis anhelos;
palabras casi mágicas colgando en las paredes
como cebos pendiendo de invisibles anzuelos.

 Todo es agua pasada,
ya no siento el temblor de los viejos inicios
y es la palabra un luto por la vida gastada
en inútiles sueños y en vanos ejercicios.

Si he de morir ahora
pido a Dios que me juzgue a través de mis dudas,
que busque en mis poemas escritos a deshora,
pues siempre mis palabras quisieron ir desnudas.

Mas si Dios no tuviera
razones tan humanas que eviten mi castigo
que me condene al fuego de su inefable hoguera
junto al montón de versos que llegarán conmigo.

Y que ruede la rueda.
Que se repita el ciclo de la palabra errante,
que nazca en nuevas manos, como si en almoneda,
alguien pusiera en venta los restos de un instante.