Levantó los ojos del plato y miró a su alrededor. La sala
era amplia, con grandes ventanales por los que entraba la luz del mundo. Pero
allí no había mundo. El tintineo de los platos del resto de comensales que
compartían su mesa le sacó de su abstracción. Los miró. Eran tres viejos
lacrimosos de moco colgandero y mano temblorosa. ¿Yo también soy así!, se dijo
en un tono entre interrogativo y afirmativo. ¿Desde cuándo?
Llegaron a su memoria pinceladas de vida, instantes
redivivos que ya sólo eran puntos difusos en el alma. Tanta vida. Tantos vanos
esfuerzos para salir a flote, tantos sueños… Tan altos… Parece que fue ayer, se
repetía en una letanía inconsistente…
Llegaron con el postre. No se comía mal, después de todo. Y
la moza era guapa, de ampulosas caderas y macizas columnas, que eso le
parecieron más que piernas, las piernas
de la moza. ¡Cómo le habían gustado las mujeres! ¡Y me gustan qué coño! Parecía contestarle a
esa con ciencia que ya admitía derrotas. Su derrota.
Pero aquello era todo. Detrás de la ventana se oían risas de
niños, advertencias de madres, algarabía de voces que un instante rompieron su
silencio. Volvió a los comensales- ninguno parecía interesado en el mundo
exterior, sólo en su postre que hoy, no sabía por qué celebración, era todo un
dispendio.
Padre, le había dicho el hijo en un tono de voz casi
miedoso: Mañana vamos a ir a la Residencia de Ancianos de las monjitas para ver
si tienen una plaza libre. Ya sabe usted lo que lo queremos, pero mi mujer no
está muy católica como sabe usted y los niños duermen los tres en una sola habitación. Y ya los oye discutir…
Le sonaron a excusas, a vacuas excusas salidas del
egoísmo de unos hijos que ya no
recordaban que todos fueron uno. Pero no dijo nada. Se tragó su tristeza como
si se hubiera bebido uno de aquellos tercios de cerveza que saciaban su sed en la taberna después de un soleado día de
esfuerzo sobre un tejado.
Y aquí estaba. Intentando entender que el mundo ya no
contaba con él; que a lo mejor el egoísta no era su hijo; que la vida era
difícil para todos y que había soluciones tan drásticas como inevitables.
Por el comedor comenzó a desfilar un ejército de inválidos, de tullidos, de menesterosos. De un manotazo, borró una lágrima que pugnaba por rodar por su curtido rostro, por su cuarteado rostro de anciano que pensaba que en su mundo, había habido un cataclismo.
Es cuestión de acostumbrarse, se dijo mientras iniciaba un
recorrido hacia ninguna parte…