Hablar sobre la paz se me encomienda, ¿mas dónde está la paz? Si la paz es la ausencia de agresiones ¿quién puede hablar de paz en estos tiempos? No es buena introducción, ésta, para publicar en una revista donde los ojos de una Virgen claman por esa paz, reflejan esa paz, si ambas cosas pudieran ser posibles desde una misma mirada.
Pero el rostro humano, exento de atributos celestiales, no tiene esa dualidad; su mirada es el reflejo del instante en el que vive; no el reflejo de ayer, ni el de mañana; sólo el de ese instante que se cuela en la sangre y la agita en impulsos que transmiten el gesto.
Y el gesto es, hoy, sombrío, apagado, como de sangre acelerada, encontrada con sus propias concepciones. ¿Quién, que no sea hipócrita, está en paz consigo mismo?
Si miro en mi interior, en esa combustión que son mis pensamientos; en esas circunstancias que oprimen mis sentidos; en esa prisa impuesta que anula la mirada; en esas sinrazones que escapan a la lógica; en esa iconoclasta razón de mi egoísmo; en ese despotismo que a veces me domina; en esa sobredosis de orgullo o de soberbia; en esa pleamar de sangre en embestida; en esa pequeñez de metas que me impongo; en esa indiferencia que siento hacia lo ajeno; en ese miedo absurdo a perder mis conquistas; en esa envidia insana que anida en las entrañas...¿Cómo hablaros de paz? Quién, mirándose así, tan detenido, puede sentir la paz en algún sitio, en algún escondrijo, para decir :¡Aquí!, ¡buscad aquí!
Todos somos capaces de las grandes palabras. De las grandes, vacías y mentirosas palabras que adormecen la culpa. No sería posible, sin una adormidera, seguir sintiendo orgullo por esta dimensión que nos acoge; por esta imagen óptica que damos a los otros: mansos como corderos; sumisos como mascotas, en la cual, también ellos, se sienten reflejados. Pero ya veis, es posible , y acaso necesario, sentirse confundidos; mezclar razonamientos, sentir lástima propia; llorar ante la imagen del trágico infortunio de los otros. De eso somos capaces, mientras decimos :¡pobres!, ¡Qué lástima de mundo...!
Para hablaros de paz, tendría que sentirme diferente. Hoy no; hoy me resisto a revestir de infamia mis palabras; hoy quiero ser sincero porque siento esos ojos suplicantes clavados en mis ojos. ¿Pero porqué?, parecen preguntarse los ojos de esta virgen. No entiende, como madre, que algo nacido puro, pueda llegar a hacerse tan complejo.
La paz es una chispa pequeñita que aflora a la retina cuando la armonía interior es la necesaria.
Es el silencio manso de la no interferencia en ese pleamar al que la sangre regresa cada noche.
Es la nada llenando los confines remotos a los que, algunas veces, se acerca el subconsciente.
La paz es esa mano tendida hacia otra mano, o esa sonrisa abierta que sobrepasa todas las miserias, o esa oración silente con la que el alma habita en la penumbra esperando el momento de asomar por los ojos...
Pero la paz, y no es la ausencia de guerra el sentido que quiero dar a este comentario, difícilmente aflora en estos rostros nuestros que siempre van perdidos, vueltos hacia sí mismos, hacia tanto problema cotidiano como impide abrigar esos instantes de armoniosa pureza. Es difícil; al ser humano le es difícil, demostrarse a sí mismo que la paz es tangible; que se puede amasar, transportar, almacenar, obsequiar, compartir, como si de otro elemento más de consumo se tratase.
Porque la paz, no esa paz meretriz confundida en afeites con la que todos parecemos conformarnos; la paz del espíritu, a esa me refiero, siempre está sometida a una carrera de obstáculos imposibles de salvar. Sólo los adiestrados, los esforzados, los abnegados -utilícese también el femenino en esta lectura-, podrán vislumbrar esa chispa a la que antes hacía referencia, en algún momento de su vida. Los demás seguiremos andando hacia la nada ignorando el camino; dando vueltas y vueltas en una espiral sin sentido que nos irá alejando de este punto de gravedad en el que nos apoyamos y en el cual debería florecer de manera perenne esta rosa delicada y frágil que necesita de cuidados constantes.
Puede que, en último extremo, la paz sea la total ausencia de sensaciones; ese instante en el que el ser humano, cansado de sí mismo, impotente ante tanta dificultad para sentirse artífice de un mundo en armonía, cierra los ojos y se entrega a un holocausto concebido. Tal vez es esa entrega, esa culminación, la necesaria para hacernos dignos de entrar en ese recinto donde todo, incluso la paz, es posible.
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