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sábado, 21 de julio de 2018

CUANDO LA CALLE PARECE UNA FIESTA



Mi pueblo es un pueblo de calles sobrias, solitarias, aplanadas por el sol que reverbera sobre el blanco de la cal de sus paredes. Antes, cuando los niños no teníamos ordenador, ni teléfono móvil ni Tablet, ni MP3, ni play steyson  ( no sé si se escribe así), antes, digo, los muchachos del barrio salíamos a jugar a la calle, que tampoco estaba empedrada, ni entarugada, ni iluminada y nos pasábamos las horas jugando a todo lo imaginable. Éramos niños de la calle como ahora lo son de la tecnología. Lo bueno de ser niños de la calle, era que la calle parecía una fiesta y entre los gritos, los llantos, las risas, las canciones, el batir de las espadas, los enfrentamientos verbales y de los otros; ante tanta vida en suma, la calle parecía un hervidero. De cuando en cuando, alguna madre asomaba la cabeza a la puerta para ver si todo transcurría con normalidad, hacía alguna reconvención a sus pupilos y volvía a sus quehaceres.
Los niños de entonces podíamos tener el moco colgando, o estar comiéndonos un canto de aceite que era un trozo de pan al que se le hacía un boche en la miga,  regado  de ese nutritivo y espeso líquido que a falta de donuts, de paté o de nocilla, hacían las delicias de los más y los ascos de los menos; los niños éramos la última célula en un escalafón de jerarquías que se respetaba, probablemente por miedo, pero se respetaba…

La vida transcurría con esa normalidad propia de los lugares en los que no ocurre nada digno de mencionar salvo los chismes que eran terreno acotado para los niños. Y la calle, parecía agradecer aquella algarabía, porque, pienso yo, las calles, sin vida sobre su superficie,  no tienen sentido;  entristecen, languidecen y se les va quedando una expresión amargada, como de resignación e impotencia.

Por eso hoy, las calles me parecen impersonales, todas hechas sobre un mismo patrón, rectilíneas, asfaltadas, llenas de coches y de pisos donde los vecinos apenas se hablan y los niños se convierten en solitarios inadaptados que prefieren pasar horas ante esos juegos virtuales que, digo yo, algo bueno deben tener, porque si no, no se explica que les dediquen tanto tiempo.

Hay calles que por su situación o su actividad siguen manteniendo esa pujanza que les da la vida que transita sobre sus baldosas. Nuestra calle Empedrada es una de ella pues allí se dan cita quienes van a los bancos a los comercios a los organismos municipales a los bares a las cafeterías… Allí, el pueblo toma otro color, las gentes se mueven con diligencia, los jubilados entablan largas conversaciones u ocupan las terrazas de los bares; los niños corretean mientras los padres hacen como que los vigilan pues saben que en esa calle, por ser peatonal, pueden estar tranquilos. Alguna vez se deja caer un mimo o un músico callejero que dan a la calle un ambiente cosmopolita, como de Puerta del Sol de Madrid, o de Ramblas de Barcelona, aunque todo sea tan pequeño que la comparación casi huelga. Quienes no fallan son los mendigos, por lo general mujeres rumanas, que, como ejecutivos venidos a menos, montan allí su talabarte y tienen horario fijo, mientras sus hijos, hombretones que no parecen carecer de nada, esperan en el banco cercano jugando en sus teléfonos móviles a que su madre termine la jornada.


Aun así, aquí la vida transcurre lenta, con lentitud de campana tañendo a difunto, o con esa lentitud con la que los impedidos se desplazan apoyados en su andador. Nada hay que consiga estremecer el  ritmo pausado de la vida en los pueblos, salvo esos instantes en los que la calle parece una fiesta